domingo, 1 de febrero de 2015

PERDONAD QUE HABLE DE IDIOTAS

Somos idiotas y los que todavía no han llegado no cesan en opositar a ello, y eso que a estas alturas de domingo ando relajado y voy flojillo de calificativos. Seguramente mañana por la tarde ya me salga un “somos gilipollas” o un “somos tontos del culo”. Nos pasamos la vida —y eso los que tenemos la suerte de tener trabajo— viviendo pendientes del reloj, de los caprichos de unos y otros, sean jefes, clientes, compañeros o las tres cosas juntas. Hemos creado una sociedad en la que quién no es capaz de correr no se queda tan sólo fuera de la carrera sino de la propia vida. Nosotros mismos alimentamos el ¡sálvese quién pueda! Y al que pretenda ir más despacio lo apartamos de un manotazo no sea que nos contagie. Y fijaros que he comenzado este párrafo con la palabra “somos” porque yo también me siento incluido, porque he tardado muchos años en darme cuenta de que la vida no es una carrera sino un camino que cada uno debe recorrer a su ritmo. Y si llegamos tarde al tren ¡qué más da! Nunca seremos el único y encontraremos a alguien que, como nosotros, tendrá que hacer tiempo en la parada esperando al siguiente. ¿Hablamos? ¡Para qué! Sólo somos capaces de pensar que se trata de otro imbécil y nosotros no hablamos con imbéciles, porque para nuestro retraso siempre encontramos la excusa que jamás admitiremos en el prójimo.
Desde nuestra infancia nos van contaminando con la idea de que “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, como si mañana nunca fuera a existir, algo así como si cada día estuviéramos ante la última hoja del calendario que, al nacer, nos hubiera sido concedido y no tuviéramos derecho a más números. Y somos —recordad que he empezado aplicándome el verbo— tan ingenuos, tan necios, tan arrogantes que nos permitimos despreciar a quien ha sido consciente, antes que nosotros, de que cada hoy no es más que un pequeño paso, a veces necesariamente hacia atrás, para aprender a soñar con el de mañana.
Ese mañana que, en ocasiones, no ha de  llegar. Un accidente, la desdicha, una enfermedad, un error… o quizá sea el destino quién se encargue de decidir que ya no quiere contar con nosotros. Y precisamente radique en ese desamparo la auténtica condición que nos convierta en humanos, vulnerables y transitorios. Porque como dijo Quevedo: “No es malo morir, sino morir mal; como no es bien el vivir, sino el vivir bien.” Y esta sociedad contribuye a desaprendernos que seguimos siendo personas, intentando convencernos de que podemos acercarnos a la divinidad; no a esa divinidad perfecta, religiosa y benevolente, sino a una divinidad mitológica de la que heredamos sus defectos, sus odios y sus venganzas. Pero nosotros no somos dioses y la fortuna nos libre de pretenderlo. Porque ellos, esos dioses, siempre tienen un mañana que cumplir y en cada hoy se les acumulan las imperfecciones que van recorriendo los pasillos del Olimpo y consiguen trasladarnos a los mortales.
Al que madruga Dios le ayuda, y no por mucho madrugar amanece más temprano. Que cada uno elija cómo prefiere recorrer este camino que nos ha sido regalado y al que incluso nos atrevemos a llamarle vida, y lo siento por Paul Éluard, pero no estoy de acuerdo con su afirmación: “No hay más que una vida y por lo tanto es perfecta.” Porque ni incluso acertando con la velocidad que necesitamos imprimir a nuestros pasos nunca llegaremos a la perfección, que quizá no exista y de manifestarse seguro que no nos corresponda a los humanos. Yo he decidido aprender a conformarme con mis desperfectos y, con suerte, acaso llegue ese día en el que deje de ser idiota, pero cada vez más despacio.

©Oscar da Cunha

1º de febrero de 2014

* Imagen: Éride. (Diosa de la discordia). Así que, después de todo, no había un único tipo de Discordia, sino que en toda la tierra había dos. Respecto a una, el hombre podría elogiarla cuando llegase a conocerla, pero la otra es censurable, y son de naturaleza completamente diferente
Pues una fomenta la guerra y batalla malvadas, siendo cruel: ningún hombre la ama; pero por fuerza, debido a la voluntad de los inmortales dioses, los hombres pagan a la severa Discordia su deuda de honor.
Pero la otra es la hermana mayor de la oscura Noche (Nix), y el hijo de Crono que se sienta en alto y mora en el éter, extendidas sus raíces en la tierra: y es mucho más amable con los hombres. Incluso logra que los perezosos trabajen duro; pues un hombre se vuelve ansioso por trabajar cuando tiene en cuenta a su vecino, un rico que se apresura por arar y plantar y poner su casa en orden, y el vecino compite con su vecino en apresurarse tras la riqueza. Esta Discordia es sana para los hombres. Y el alfarero se enfada con el alfarero, y el artesano con el artesano, y el mendigo envidia al mendigo, y el trovador al trovador…



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