domingo, 24 de enero de 2021

Cuento de invierno



Yo fui niño en una casa sin chimenea; intentaba tener una infancia mientras mi abuela me contaba sobre las guerras y sus fracasos delante de la cocina económica. Aquello marcó mis comienzos y lo que vino después: me acostumbré a imaginar de pie y sin que nadie me explicara los secretos del fuego.

     Nos habíamos convertido en unos afrancesados por su culpa, de mi abuela. Nació en el mismo pueblo que Astérix, pero un poquito más tarde, media hora según ella; y mi abuela no sabía mentir, aunque practicaba mucho.

     Siempre empezábamos los inviernos pendientes del timbre, pero aquel año se nos fue la luz y Papa Noel se marchó pensando que éramos unos desagradecidos. Yo me quedé sin el tren eléctrico que había pedido y eso también marcó mi vida: va a ser muy difícil sacarme del diésel.

     Aquel enero sin invierno empezaba a despedirse con nieve dentro de la radio y el monótono sirimiri de siempre en el lado incómodo de las ventanas. Fue el año en el que lo conocí; él me enseñó a hacer muñecos de lluvia y el lenguaje de los perros.

     Mil años, eso le calculé yo. Los mismos que les echaba a todos los que llevaban esa media barba desaliñada y teñida de blanco. Sombrero marrón, como sus ojos y los zapatos con los que conseguía un sonido dulce al pisar las hojas secas del parque. Y un acento exótico que no he vuelto a oír; hoy supongo que era una de esas cicatrices de nostalgia que dejan los pueblos que vienen y se van con las mareas.

     En casa me habían prohibido hablar con extraños, de escuchar no habían dicho nada. Él hablaba para nadie, sentado en el banco al que le quitaron la cojera cuando lo apoyaron contra el cadáver de aquel árbol del que contaban que murió fusilado tras la guerra por darle la espalda al sol, y yo me detuve, fascinado por su retórica, y porque de mi familia aprendí que las conversaciones importantes se tienen con uno mismo, lo demás es comedia o drama.

     Me gustó de él que no hiciera preguntas. Nadie se ha ganado mi confianza por decirle cómo me llamo o cuándo nací. Nunca hubo edad ni nombres entre nosotros. Tampoco compromisos ni garantías. Más de una vez encontré el banco vacío y otras no me vino bien ir. Cuando coincidíamos, él siempre continuaba como si no hubiera habido ninguna interrupción, como si hubiera un tiempo exclusivo para los dos y el polvo suspendido en el aire aún fuera el de la vez anterior.

     Sabía de todo y en su justa medida, aseguraba que nunca hay que traspasar ese más allá de la sabiduría donde van a parar los locos. Me explicó de la impecable aritmética de la lluvia, según él era una de las pocas cosas sobre la que podemos testificar por experiencia propia. Apenas estamos presentes en casi todo lo que afirmamos; y aceptamos sensaciones, decía, contadas por los demás o leídas…, pero nunca nos moja la lluvia que cae sobre los otros. Aun así, es fácil ponerle números a cuanto nos rodea, pero la parte interesante de nosotros es aquella en la que la aritmética fracasa.

     Insistía en que me olvidara de la geometría hasta que me hiciera viejo; decía que la vida consiste en desafiar cualquier tipo de equilibrio. Y que no hace falta buscar un punto de apoyo, porque el mundo sólo se mueve cuando es uno mismo quien descubre en sus entrañas el valor para hacerlo. En aquel tiempo eso me pareció muy sencillo y reconozco que he vivido dándole por el saco a la maldita geometría, y posiblemente me haya llegado ya el momento de añorar a mi abuela y cuando decía que sólo los trapos se hacen viejos.

     Aquel enero sin invierno pasamos muchas tardes aprendiendo a escuchar. ¡Siempre hay una orquesta haciendo música!, exclamaba de repente. No, no hablaba de los sonidos de la naturaleza; él me enseñó a apreciar la magia que nace del arte y se convierte en estímulo hasta ponerle ritmo a los sentimientos y para eso es imprescindible el factor humano. Gracias a él aprendí del olor a mujer y sus consecuencias que se agarran con tango en plaza Cagancha; o del honor cuando se mezcla con el miedo y los tambores y gaitas que anuncian que morirás en las Ardenas. Escucha bien —me provocaba mientras improvisaba algún absurdo baile—, no hay ningún viento que no traiga melodía, armonía y alegría, aunque sea con lágrima; nunca te resignes al silencio, para eso está la eternidad con las tonterías escritas con mala gramática que cuentan sobre ella.

     No puedo olvidar la primera vez que con su dialéctica me entretuvo mucho más allá de la tarde, después de cuando los tordos dejan ya de armar el follón para buscarse. Me señaló la estrella polar y le dije que ya sabía de ella, me propuso otras muchas y yo con gesto aburrido le aseguré que también. Es fácil ponerles nombre y un sitio en el cielo a esos puntitos brillantes, afirmó. Entonces fue cuando me explicó que el verdadero fundamento de la astronomía no consiste en llegar hasta las fronteras de lo imposible. Ni siquiera alcanzar con la imaginación esos mundos en los que jamás estaremos. Se trata de sentirnos desterrados en este rincón del universo para que nos demos cuenta de que tal vez no sea el que merecemos sino mucho mejor. Miramos fuera, decía, para confirmar que hemos tenido suerte; y que este suelo que pisamos —entonces acariciaba la hierba con sus zapatos marrones— no es el paraíso, pero quizá sea la mejor interpretación de nuestras oraciones que se le puede exigir a cualquier dios.


Todo eso fue antes de que llegara la lluvia cuando se pone seria y con su manía de llevarse buena parte del mundo por las alcantarillas. Nunca he sabido si él me olvidó antes de dejar de tener memoria, pero lo importante es que yo aún lo conservo. Y he tardado muchos años en agradecer que nunca se despidiera.

     Ya no existe el banco, ni el cadáver de aquel árbol fusilado, ni siquiera el parque con sus hojas derrotadas por un enero sin invierno. Ahora es una más de esas plazas de diseño, perfecta pero inútil; demasiada matemática aplicada a una geometría absurda en la que no se escucha ninguna música y las exageradas farolas impiden disfrutar de la astronomía. No veo a nadie practicando la oratoria, y la dialéctica se ejerce con los dedos sin que importe la gramática. Pero por ahí anda, todavía, un chiquillo buscando los ojos, sombrero y zapatos marrones del abuelo que nunca tuvo; un viejo sin nombre y con los pilares de la sabiduría.


Oscar da Cunha