martes, 14 de enero de 2014

LAS NIEVES DEL SARHANTAL

“Esta es una historia cruel, desangrada y anónima porque no es más que el relato de un naufragio sin supervivientes. Una historia amarga, sombría e indescifrable como un rostro sin mirada, solitaria por mi propia incapacidad de asumir la condición humana que me fue concedida, que nunca merecí. Una historia llena de noches sin días, de recorridos oscuros y soledades perpetuas como las nieves del Sarhantal, de atronadores silencios y distancias sin medida. Una historia que no merece ser leída por nadie, que escribo con la intención de enterrarla, lejos de mí, para que cuando mis pasos no sean capaces de llevarme hasta el abismo que me espera, nadie esté preparado para descubrir en ella al errante que durante décadas pudo cruzarse en su camino. Una historia en la que ninguno se encuentre pero donde todos podrían reconocerse. Desgraciadamente, no es más que la historia de mi vida.”

Caminaba delante de mí, con pisada serena y determinante pero sin dejar huella de su paso sobre el polvoriento sendero. Del desordenado montón de páginas que llevaba bajo su brazo izquierdo cayó la que supuse sería la primera y que contenía, escritas con tinta roja, esas palabras que no pude evitar. Las leí por tercera vez, como tres deberían ser las oportunidades que el destino nos concediese para no romper la piedra. Cuando decidí alcanzarlo ya había desaparecido tras la curva con los restos de la acacia que un día mató un rayo sin tormenta.
Sintió el sonido acelerado de mis pasos, se lo dijo la tierra, lo sé porque él moderó los suyos. Debió sonreír, lo sospeché cuando al aguantar su retirada comprendí que esa hoja no se había caído, como nunca caen lágrimas de un modelo de barro. No conseguí llegar a su altura pero sí junto a él; me vio sin mirarme y le tendí la hoja, esa maldita ráfaga de viento se la llevó hasta el círculo más lejano del ocaso.
—Lo siento.
—¿Por qué? —preguntó.
—Intentaba devolvértela.
—No me hace falta, ya está escrita. Sólo las hojas en blanco son las que importan cuando ya no puedes hacer correcciones; cuando la sangre, convertida en tinta, ha traspasado la venda con la que caminamos y es la única lágrima que nos está permitida derramar.
—Siempre se pueden hacer correcciones —afirmé.
—Corregir es difícil, cambiar lo que está escrito es imposible. ¿Lo has intentado?
—A veces.
—¿Y que has conseguido? —preguntó.
—Encontrar nuevos senderos —contesté.
—¿Y los anteriores? Esos que ya están recorridos, se pueden desandar pero no conviene saludar sombras que ya no tienen figura.
—No se debe olvidar, esa es la forma de corregir —alegué.
—Entonces… si no se olvida… ¿para qué la palabra escrita?
—Otros vendrán…
—Otros ya pasaron —me interrumpió—. ¿Por qué buscaste nuevos senderos?
—Y tú, ¿por qué escribes?
—Para poder olvidar.
—¿Dónde está el Sarhantal? —pregunté—. El de las nieves perpetuas.
—Ahora en tu memoria, tú lo leíste, yo lo escribí para olvidarlo, como la historia de mi vida.

El sendero continuó mientras yo, sin caminar, lo vi quedarse atrás. Esta vez sentado, inmóvil, negándose a afrontar más camino.
Saqué la libreta que alguien me regaló y escribí:

“No vuelvas a hablar con estatuas”

Pero repetiré, lo escribí para olvidarlo.

Oscar da Cunha

14 de enero de 2104