miércoles, 14 de noviembre de 2012

FANTASÍA CROMÁTICA A CUATRO MANOS


En fa mayor
“OTOÑO”

    “ Celebra il Villanel con balli e cantiDel felice raccolto il bel piacereE del liquor di Bacco accesi tantiFiniscono col sonno il lor godere.Fà ch'ogn'uno tralasci e balli e cantiL'aria che temperata dà piacere,E la Stagion ch'invita tanti e tantiD'un dolcissimo sonno al bel godere.I cacciator alla nov'alba a cacciaCon corni, schioppi, e cani escono fuoreFugge la belva, e seguono la traccia;Già sbigottita, e lassa al gran rumoreDe' schioppi e cani, ferita minacciaLanguida di fuggir, ma oppressa muore.”
                                                                                                         Antonio Vivaldi

Allegro
  Como cada principio de otoño, acudo a mi cita ritual con el bosque, que pone fin a la indolencia impuesta por los soles cegadores del verano. Es hora de que mis amigos, los árboles, que me protegieron generosamente con su sombra, inicien puntuales una fascinante metamorfosis ajena a todo, sólo regida por la ley natural de las estaciones...

  Ahora, cuando me queda más recorrido que por recorrer, empiezo a percibir el otoño como lo hace el viejo roble. Él, que sigue conservando esas hojas, hoy tardías pero aún verdes, y que contempla a las que, ya maduras por la estación, caen guardando grabados tantos recuerdos.
  Hojas de mi memoria, como esa en la que ya para siempre quedará tallada la ausencia de aquel joven amigo, cómplice en la inocencia, y que lleva escrita en el reverso su eterna sonrisa, plantada en la última curva de su camino.  

  Con las primeras lluvias, las hojas de los árboles con mil distintos tonos de verde, se han vestido de un sinfín de colores - amarillos, naranjas, ocres, blancos - en un acto de vieja coquetería.  Es su última sinfonía, el canto del cisne que prepara su entrega a la voluntad del viento. Quizás guardan todavía la esperanza de ser admiradas y recogidas por algún paseante dispuesto a gozar del espectáculo, antes de ser arrastradas por la pala inmisericorde del barrendero que recuerda el último gesto del sepulturero. ¿Qué sentirán las hojas a la hora de morir en brazos del viento?

  Caminando paso bajo el arce, hojas cargadas de egoísmo por tantos amaneceres que me fueron regalados y que no siempre quise disfrutar; de desprecio por las buenas compañías y reproche por las malas ausencias. Otras, llenas de cicatrices, bajo el nogal, por atravesar caminos oscuros, por detenerme en rincones sombríos, por tantas peleas de taberna en las noches de vino fácil. Hojas rotas, que me han enseñado a viajar hacia una nueva primavera con la única compañía del silencio.


Adagio molto
  Hojas muertas, otras tantas ilusiones perdidas un año más que inevitablemente invitan a un examen de conciencia. Las amarillas de hipocresía y mentiras, las ostentosas naranjas recordándome aquella vez que quise parecer lo que no fui, las rojas, puñales de mi pasión desvanecida, las ocres denunciando tanta basura moral, las blancas de mi inocencia perdida, las rotas anunciando el último viaje a ninguna parte... Quiero engañarme pensando una vez más que el próximo otoño será distinto, que aún me queda otra oportunidad cuando vuelva la primavera...

  Las del sauce, las más valiosas, esas las recojo todas y las escondo en el bolsillo secreto de mi mochila, están desgarradas con memorias llenas de errores de los que, durante lo que me queda por recorrer, seguiré aprendiendo.

  Las hojas de los castaños caen castigadas por ese viento de otoño que llegó de repente, sin anunciarse. Caen como una lluvia de recuerdos, desnudando las ramas del árbol que les dio vida dejando su alma al descubierto. Caen como lo hicieron aquellos afectos perdidos sin saber por qué, aquellas disculpas que no me atreví a pronunciar cuando aún era tiempo, aquellas caricias que quedaron sin respuesta, aquellos honores pasajeros que creí eternos...

  Al borde de la penúltima curva, ese castaño que amontona entre sus pies las hojas que guardan secretarias mil sueños de tantas noches de luna, son las más especiales porque allí duermen transcritos los cien mil velos de luz y oscuridad, en perfecta armonía, que me ayudan a ver el mundo tal como me gusta; enredadas entre las del abedul, testigos de mis vigilias compartidas con las estrellas, de mis diálogos con esos otros de los ojos plateados que me esperan para, algún día, enseñarme desconocidas  naturalezas con otoños eternos.

  Observo el terco comportamiento de los árboles de hoja perenne: los alegres abetos, los tristes cipreses, las majestuosas araucarias, último recurso de los pajarillos, que parecen felices dejándose mecer por los vendavales a sabiendas de que ganarán la batalla. Pienso que son irreales, que nada es perenne en la vida. Ni la alegría, ni la tristeza, ni la majestuosidad, ni la vida misma. Pero ellos, impertérritos, se empeñan en negar la realidad, en demostrarnos que algo hay también de imperecedero en los seres humanos: nuestro espíritu, la huella que nuestro carácter y nuestro  quehacer dejó en los otros. ¿Serán árboles, o dioses?

  Recojo, ya vencidas, las de la higuera y veo la huella de tantos que me precedieron, de cuya experiencia y sabiduría me he iniciado, esas me las guardo agradecido por no haber sido el primero. En las del laurel, inmortales en la planta, descubro los surcos que siguen trazando quienes me acompañan, y las acaricio satisfecho por no ser el último.

  Las hojas del borrachero nunca fueron bellas, ni siquiera en su juventud. Toda la energía del árbol se fue en dar a luz sus enormes flores campanillas, obligadas por el propio peso a lucir su corola mirando al suelo. Aquellas flores ya cumplieron su tarea de alucinar con su polen a quien se atreviera a descansar un rato al pie del árbol. El borrachero es un tramposo y, en castigo, sus hojas caen arrugadas, descoloridas, quebradizas, con la fealdad de la muerte inscrita en sus genes. No me gustan, no quiero acercarme a ellas quizás porque presiento que son una metáfora de mí misma.

  A tres pasos, este rosal, ahora yermo, del que he aprendido que no sólo hay espinas en el recuerdo, y que no hay herida que no seque gracias al bálsamo de la flor. Esas hojas de haya que al instante me roba el viento, húmedas, algunas, por las lágrimas que derramé al despedirme de mis seres queridos; salpicadas, otras, por esas gotas que te arranca la alegría cuando ésta brota de la parte más sencilla del alma.

  Mis favoritas son las hojas de los arces que, a la hora de morir,  encienden su última luz destacando de todas las demás. Sus hojas anaranjadas son un canto a la vida, una promesa de alegría,  vedada a los demás seres vivos en el último acto de su vida. Yo elijo las más bellas, las  recojo, las limpio cuidadosamente con mi pañuelo y las guardo con delicadeza entre las hojas de un cuaderno procurando que sus caprichosas curvas no sufran desperfecto. Sé que son las últimas  coquetas. Ellas ya saben que van a decorar mi mesa de otoño, a ponerle marco a mi tabla de quesos en compañía de uvas y nueces. Qué lujo morir tan bellas...

  Al fin oigo el rumor, y veo el manantial de agua dorada por las hojas que el fresno le presta; en la que se lleva la corriente, a la izquierda, está el mapa secreto de aquellas tardes de bicicleta, cuando dos niños buscaban el  fin el mundo; distraído no llego a tiempo de atrapar la que se escapa con la humedad de aquél primer beso, también furtivo.

  Me asombra el comportamiento del guayacán que perdió las hojas en primavera para que sus ramas desnudas se tapizaran de flores rosas o amarillas. Son ellas, tan frágiles, las que, con los primeros vientos, se adelantaron en su caída para que el manto espectacular con el que cubrieron la tierra sirva de mullido lecho a las hojas de los demás árboles del bosque. Misterios del trópico que no conoce las estaciones y vive el otoño a su manera...


Allegro
  Las sombras acompañan los últimos acordes del concierto, mientras nuestros pies, peregrinos del otoño, forjan el camino sobre la sinfonía de recuerdos que, como cada año, acudirán implacables a nuestra memoria, con una nueva armonía, con remembranzas añadidas por esos postreros brotes del nuevo calendario, se sumarán al azul que envuelve las imágenes que nunca dejo atrás.

  Acompañada sólo por el crujir de las ramas que se despiden de  las últimas hojas, me  niego a pensar que mi vida esté marcada por el determinismo de las estaciones. Yo tengo un amuleto del que los árboles carecen, eternamente anclados a la misma tierra que les vio nacer. Su defensa es crecer sin descanso buscando el cielo en un sueño loco de llegar a otras estrellas, de enredar sus ramas en las nubes... Pero yo tengo mi libertad, mi capacidad de desplazarse a otras tierras, de conocer otros soles y otras estrellas, de alimentarme de otros nutrientes que me ayuden a no repetir los mismos errores. Ese es mi modo de crecer. La libertad, ese gran regalo que los árboles nos envidian.

  El final del otoño acaba con las hojas que aún quieren despedirme. Ha caído la última. El concierto se acaba. Mis pies caminan firmes dibujando mis huellas en el humus del bosque.

  Los compases finales han enmudecido. ¡Hay amiga! ¡Qué paseo! Sin aplausos, sin despedidas. Todavía el silencio me conmueve, el horizonte me convence, mi búsqueda no es sino adelante. Entre las nieves del invierno que se asoma encontraré la flor del edelweiss, cantándome la primera revelación de la nueva cosecha que llegará, dejando una vez más en blanco mi hoja de ruta, indicándome que no es otra que mi voluntad la que empuja mis pies, y que deberá rellenarla siguiendo el consejo de mis sueños. Dame ahora tu mano y orientemos nuestra mirada hacia esas fantasías que algún día volverán a enredarnos en otro bosque, tan sólo uno más, ni siquiera el siguiente.


Milagros del Corral
Oscar da Cunha

Otoño 2012









domingo, 11 de noviembre de 2012

ORIÓN


  Pasa durante las frías noches de invierno, cuando los caminos se llenan de historias sobre él, es imposible, todas no pueden ser ciertas. Conozco esas conversaciones de taberna, las manos aferradas al vaso y la mirada fija en la botella, el calor del aguardiente al pasar por la garganta y las sombras de las ánimas, vencida ya la medianoche, empujan a la exageración.

   —No me cabe duda de que se trataba de un tipo excepcional, yo mismo le vi caminar sobre las aguas con la majestuosidad de un viejo aristócrata.
  La voz del tuerto, rota por las madrugadas de helada acosando lobos, rebota en las paredes de la cantina, ninguno se atreve a ignorarle.
  —Eso era por su gran tamaño —desde el fondo, desde esa esquina que desprecian los quinqués, contesta otra voz, esa, ni yo mismo la conozco—, incluso de entre los mares más profundos, nunca lo hubo capaz de cubrir por encima de su pecho.
  —Por un engaño le robaron la vista. El oráculo le envío en busca del sol, persiguiendo su resplandor, quien orientó su camino. Mi pócima le dio a conocer el amor, y ella convenció a su hermano, la luz volvió a llenar sus otrora vacíos ojos.   
  —Conozco tus brebajes, hechicero, no son más que sangre de rata mal diluida en este aguardiente de gato muerto con el que nos envenena el mesonero.
    A quién llaman “el negro”, y no sólo por el color de su sotana, no pierde vez para impartir su rencor; le dejamos hablar, todos lo hemos reconocido, alguna vez, desenterrando el cadáver del que ayer tuvo vida, para arrancarle su alma.
  »Eran esos perros, los que siempre le acompañaron, ellos fueron sus guías entre las sombras, el sustituto de esos ojos que entregó a la lujuria en una noche de vino negro.

  —¡Ignorantes! ¡Lenguaraces! ¡Nada sabéis! Fue un extraordinario cazador, a su paso no dejó bestia con vida sobre la tierra.
  Reconozco esa garganta si bien jamás lo tuve delante, es la del barquero, me estremece verlo sentado a mi mesa. Arrugado, con sus ojos vidriados como el cristal de la botella que estamos compartiendo.
  »A mi me encomendaba el cadáver de todas sus presas, pasé noches enteras cruzando sus despojos al otro lado. Cíclopes, basiliscos, minotauros…, nada resistió la puntería de sus flechas, ni la fuerza de su tranca.  
  El golpe de su puño sobre la mesa hace temblar los vidrios y marca un silencio, al viejo capitán lo tememos todos. No fue la tormenta la que mandó al abismo su galeón con todos sus marineros, no fue por suerte que sólo se salvara él, la falúa, y la bolsa de oros.
  —¡El hijo de orines! Ni su potencia ni su destreza. ¿Cómo creéis que se libró de aquél gigantesco escorpión? Su hedor lo ahuyentó, aquél pellejo putrefacto de buey del que salió, continúa impregnando su piel, incluso para los más lóbregos demonios del averno resulta insoportable.


  Sonrío para mis vísceras pues todos dicen bien pero nadie conoce la verdad. Al salir de la taberna, el crujido de la escarcha bajo mis botas, noche de helada, él está ahí arriba. Suenan en mi memoria los últimos compases de la ópera que le ha dedicado el undécimo hijo de Bach, y sólo yo soy testigo de su auténtica historia. Nacido en el mes de las flores, eso me lo ha contado Ovidio, y víctima de la traicionada flecha de su amada Artemisa, por quien enloqueció de querer. Con el frío del norte, Bellatrix, Rigel y Betelgeuse resplandecen magnificando el poderío del coloso. Mas no fue su fuerza sino la pasión, quién consiguió resucitarlo, y en las orillas de Eridanus continuó cortejando a la hija de Apolo, jurándole amor eterno. Pero de los dioses hemos heredado nuestras perfidias, y quisieron ser los celos, el vicio de la posesión, los que empujaron el rayo de Zeus que le partió en dos su gran corazón.
  Encogido bajo mi capa, desaparezco entre las estrechas ruas que, rodeando el camposanto, conducen a mi refugio. Las luces, fatuas, de los muertos, como cada noche se alejan de mi presencia; no es a mí a quién temen, el cazador vigila mis pasos, y los canes que lo acompañan son también mis compañeros.

Oscar da Cunha

11 de Noviembre de 2012

viernes, 9 de noviembre de 2012

Perdóname Amaia


  Y mañana miraremos para otro lado, es lo que hacemos los cobardes, los cómplices. Esta vez ha sido el suicidio desesperado de Amaia Egaña. Vendrán más, por desgracia, y todos lo sabemos, y volveremos a girar la cabeza, volveremos a ser cómplices por inacción. Cuatro carteles, algunas frases en las redes sociales, y el dedito rápido para pegarle al “megusta”. Seguiremos asistiendo, impasibles, ante la estafa a la que cuatro desgraciados nos están sometiendo, incluso más de uno ya estará intentando localizar el piso de Amaia para ver si con la “mala prensa” baja de precio. Con nuestra actitud, más bien con la ausencia de ella, entre todos hemos acabado con la vida de una persona, yo el primero, tú que estás leyendo esto, y aquél al que parece importarle todo un carajo porque, dice él, ya nada tiene que perder, la dignidad no cotiza en bolsa.
  Con nuestro cobarde comportamiento seguiremos manteniendo saldo en nuestras cuentas bancarias, seguiremos pagando los recibos a través de ellas. Como si no fuera con nosotros, pasearemos delante de las lujosas oficinas financieras, admirando el mármol de sus suelos o el vistoso mobiliario, aprovechando el brillo de sus enormes cristaleras para mirarnos la raya del pantalón. Ya de noche, utilizaremos la luz de sus llamativos letreros publicitarios para hacer un botellón.
Procuraremos esconder nuestra cabeza entre las páginas de esas revistas llenas de fotos a todo color, admirando las lujosas mansiones en donde sabemos que viven banqueros y familiares, políticos y camaradas; casas, todas ellas, con número, calle, y municipio.
  Y nos llevaremos las manos a la cabeza, mientras contemplamos en la tele cómo la pasta del rescate, esa que los políticos van a repartir entre sus amiguetes los banqueros, y que vamos a terminar pagando todos, muchos con su sangre, continúa terminando en esas casas, esas oficinas, esos luminosos…, que seguirán en su sitio porque nosotros, cobardes, y yo me apunto el primero, lo hemos permitido.
Perdóname Amaia, pero no he tenido cojones para evitar que te tiraras por ese maldito balcón.

Oscar da Cunha
9 de Noviembre de 2012