sábado, 31 de agosto de 2013

UNO MAS UNO SIEMPRE SON DOS

Sucedió en pleno centro; en estas ciudades de miniatura le llamamos centro a todo aquello en donde no somos capaces de aparcar el coche en menos de cinco minutos. Más de mediodía pero, sólo lo justo para que los afortunados que tenemos curro miremos el reloj con la traidora coartada de que las horas que le quedan al viernes ya no merezcan la pena. Uno de esos momentos en los que, si el teléfono suena y el número no figura entre la agenda —cada vez más exigua— de los amigos, el ruido de la circulación, o la banda sonora de: “Tengo la aguja al rojo” —no tardarán en presentarla en los multicines— te restringen las trompas de Eustaquio; y, visto lo visto, si el que llama ha aguantado hasta hoy podrá esperar al lunes.
Ya se me fue la pinza... Decía que los vi en pleno centro, agarrados de la mano e intercambiando una animada conversación, cosa que a la mayoría de parejas se les ha perdido en algún orificio de su pasado. De vez en cuando se regalaban un beso, nada escandaloso, sólo una manifestación trivial del cariño que debían sentir el uno por el otro; pero por lo visto, más bien por lo que yo veía, a muchos de con los que se cruzaban se les escapó una mirada reprobatoria, sucede que justipreciar en los demás la costumbre que ya se perdió o nunca se tuvo, incomoda más que un grano en salve sea la parte.
Se detuvieron frente al escaparate de una joyería y yo no pude resistir acercarme: ya he confesado numerosas veces que soy un voyeur y observar sin participar, o sea sin incomodar, es mi juego favorito. El primero señaló un anillo y el segundo otro, tampoco estamos hablando de la pareja perfecta, esto no es más que un chisme sobre un suceso real que escribo para dejar reposar las fantasías que sí suceden en la novelas. Ambos descorcharon una sonrisa, a mi no me engañaron, el brillo de sus miradas era sincero, lo vi reflejado en el cristal que cuando está limpio no miente. Un nuevo beso para intentar asumir el precio de la etiqueta y dentro, el gesto de satisfacción del comerciante que veía la posibilidad de no cerrar la mañana en blanco, en estos tiempos, y habiendo venta por medio, no se le niega a nadie la cortesía.  
Me senté en el banco de enfrente, un par de cigarrillos fueron una buena excusa. Salieron de nuevo cogidos de la mano y, seguramente con la humana ilusión puesta en el momento de anillarse juntos, se besaron y continuaron por la calle abrazados como cualquier pareja de enamorados que está a punto de asumir un compromiso. Reconozco que la mayoría de transeúntes no se escandalizó, pero sólo esos, la mayoría, que hoy en día se considera tan sólo la mitad más uno, a los otros sigo sin entenderlos. Era una pareja vistosa, el más alto lucía una cuidada barba y al bajito, el de los ojos azules, creo que lo conozco, al menos su bigote rubio me suena.

Oscar da Cunha
31 de agosto de 2013

miércoles, 21 de agosto de 2013

LA LEYENDA DE LISARDO VARGAS

Serían más de las once; sí, seguro, hacía un buen rato que las campanadas de la iglesia habían tañido once veces. Entré en la taberna, necesitaba un café; bueno no, para que nos vamos a engañar, nadie necesita un café después de las once si se ha levantado cuatro horas antes; lo que me hacía falta era un retrete, aunque tampoco me urgía y en los alrededores cualquier árbol hubiera sido suficiente, necesitaba hacer tiempo. Los malditos relojes tienen la caprichosa costumbre de moverse a su voluntad, si vas ajustado de horario, vuelan; por el contrario, cuando toca esperar, las agujas se inmovilizan, ¡qué digo!, se te ríen a la cara, te desafían retrasando su movimiento hasta que tu paciencia llega a su Finisterre.
A lo que iba, entré en la taberna y pedí un café. En la barra, un tipo se sujetaba a la realidad gracias a su vaso de vino.
         —¡Eh, tú!
         Miré a mi alrededor, no había nadie más, luego ese: “eh, tú” era para mí. El tipo era alto y ancho, aunque en su espalda se notaba que lo que había en su cabeza pesaba demasiado; se me acercó arrastrando unas gastadas botas sin soltarme la mirada de los ojos; él los tenía de un negro que podría competir con el azabache, los míos como siempre, corrientes. Su mirada era frontal, directa; la mía oblicua, con ese gesto que tengo tan ensayado y que me hace parecer un tipo duro.
         —¿Conoces la leyenda de Lisardo Vargas? —Su voz era pastosa; ¡no!, más bien era atrasada, con a, como si antes de salir por su boca, franquease un túnel en el que sus años bisiestos duplicaran los míos.
         —¡Sí, sí por supuesto! —Fue la desdeñosa respuesta que utilicé para quitármelo de encima; el café de mi taza estaba recién hervido, si la cosa se ponía fea no me iba a pillar desarmado.
         —¡Y un cojón! ¡Ya quisieras!
         Se retiró hasta su vaso con la sonrisa del que calla otorga y no hay más ignorante que quién se niega a escuchar una confesión de taberna.
            La curiosidad mató al gato y yo, afortunadamente, todavía conservo tres de mis siete vidas; las manecillas del reloj aún me traicionaban y decidí acercarme a él.
         —¿Sabes? —Esta vez mi tono era más humilde aunque el café en mi mano seguía caliente, algo se aprende después de cuatro fracasos.
»Creo que me he confundido, la de Lisardo Vargas no la conozco.
—¡Ya! y como te sobra tiempo has decidido escuchar a un borracho. Te he visto mirar el reloj.
—Sí —confesé, es mejor pecar de sincero que de curioso.
—…tá bien, pero me pagas el vino.
—Faltaría…
—Verás —comenzó con un aspaviento triunfante—. El tal Lisardo era contrabandista, eso por aquí no tiene ningún mérito, por estos montes hay mil senderos cuyos tramos nunca sabes a qué país pertenecen, quien no pasaba tabaco lo hacía con medicinas, licores… Luego llegaron las radios…, hasta con ganado se les ha engañado a los carabineros. Pero Vargas era especial, él traficaba con lo más importante que te puedas imaginar.
Me miró con sus ojos negros, quería la pregunta, les pasa a todos los que cuentan leyendas, es parte de la moneda con la que cobran.
—¿Con qué? —Le seguí la jugada y aguanté la prolongada pausa, no es mi primera taberna.
—Lisardo Vargas traficaba con ideas —Se bebió el vino de un trago y golpeó la barra con el vaso vació.
»¡¡Ideas!! —Se señaló con el índice la sesera.
»No existe nada más caro en esta vida.
—Entiendo —le solté.
—¡Qué coño vas a entender! Eran los tiempos de la posguerra, y los que pensaban se tuvieron que marchar. Él cogía las ideas y las pasaba de contrabando, era la mercancía que mejor se recibía, la que le daba un soplo de esperanza a la gente, la que les hizo aguantar sin resignarse, sin malgastar el carácter que tenían luchando contra una situación que no podían cambiar.
—¿Y cómo acabó? —El café ya se me había enfriado.
—Lo fusilaron.
—¡Vaya! Mala suerte.
—Dos veces, lo fusilaron dos veces —El tipo me miró con orgullo, apoyado sobre la barra con el codo derecho.
—¿Dos veces?
—¡Sorprendente! ¿Verdad? Es lo que tiene traficar con ideas, de todas ellas se guardó la mejor.
Me dio unas palmaditas en el hombro y desapareció de la taberna arrastrando sus viejas botas.
Me quedé un rato pensando, hasta que escuché la campanada de la iglesia dando la media, llamé al tabernero.
—Cóbrame el café y el vino de…
—Lisardo Vargas —me contestó.

Oscar da Cunha
21 de Agosto de 2013

martes, 20 de agosto de 2013

DENTRO DEL SILENCIO

  —¿Tienes miedo?
  —No.
  —¿Sientes algún dolor?
  —No.
  —¿Frío?
  —No, estoy bien. ¿Dónde estoy?
  —Estamos dentro del silencio.
  —¡Ah! —exclamé—. ¿Y qué hacemos aquí?
  —Esperar.
  —¿A qué?
  —A que se abra una puerta.
  —No veo ninguna puerta.
  —¿Ves algo?
  —No, no veo nada. Tampoco te veo a ti.
  —Es normal, no te preocupes…
  —No estoy preocupado.
  —… el silencio es oscuro, no hay ninguna luz, cuando te hayas acostumbrado te decepcionará porque no es eterno. Se abrirá una puerta y veremos por donde sigue el camino.
  —¿El camino? ¿Cuándo?
  —Aquí no hay cuando, no hay ahora ni después, aquí no hay tiempo, ya te lo he dicho estamos dentro del silencio.
  —Perdona, pero no entiendo nada. ¿Quién eres tú?
  —¡Ja! ¿Quién soy yo? Deberías empezar por preguntarte quién eres tú.
  —¿Yo?
  —Sí, tú. ¿Quién eres?
  —…no lo sé —respondí.
  —¡Bien! De momento te llamaremos N.
  —¿N?
  —Sí, N de Nuevo. Yo me llamo A, de Antiguo.
  —Deduzco que llevas aquí mucho tiempo…
  —Aquí no hay tiempo, ya te lo dije.
  —Bueno…, llegaste antes que yo.
  —No, llegamos a la vez. He escogido ese nombre porque yo ya he estado aquí antes.
  —Y… ¿Hay alguien más?
  —No, estamos solos, este es nuestro silencio.
  —¿Por qué estamos aquí?
  —Es lo normal en nuestra situación, no es más que un instante imperceptible, casi inmedible, pero tómatelo con calma ya te dije que aquí no hay tiempo. ¿No recuerdas nada?
  —No. ¡Bueno sí! Mi nombre, me llamo Nuevo.
  —¿Y antes, como te llamabas?
  —No hay antes, dijiste que aquí no hay tiempo.
  —Aquí no, pero antes de entrar en el silencio si lo hubo.
  —¿Y qué ocurrió? ¿Cómo era?
  —Yo no puedo recordar tu tiempo, cada uno es responsable del suyo.
  —¿Y tú? ¿Recuerdas tu tiempo?
  —¡No! Pero recuerdo una historia.
  —¿Es la historia de tu tiempo?
  —…No lo sé.
  —¡Cuéntamela, Antiguo! Igual en esa historia encontramos los recuerdos de nuestro tiempo. Si ahora compartimos el mismo silencio, es posible que también tengamos un tiempo en común.
  —No estamos aquí para eso, para contar historias. No creo que sea una buena idea…
  —¡Espera Antiguo! antes dijiste que estamos aquí porque es lo normal en nuestra situación. ¿A qué te refieres? ¿Cuál es nuestra situación?
  —Te lo acabo de decir, esperar a que se abra una puerta.
  —También me has hablado de un camino que hay detrás de la puerta, Antiguo ¿qué camino es ese?
  —No lo sé, nadie lo sabe hasta que se abre la puerta.
  —Pero tú ya has estado aquí antes.
  —Sí.
  —¿Y qué camino seguiste?
  —El camino del laberinto.
  —¿Y a donde te llevó?
  —El laberinto no lleva a ninguna parte, consiste en andar, siempre cambiando de ruta; buscar, intentando una salida y concluir que lo importante no es salir de él, sino recorrerlo.

©Oscar da Cunha
20 de agosto de 2013

Dedicado a…  

sábado, 10 de agosto de 2013

UNA NOTA P´AL DE ARRIBA

¿Sabes? Al final me estás empezando a convencer y mira que soy perro viejo y resabiado por las cicatrices bien ganadas en la calle. No lo digo por lo de ayer —me pusiste ante una de las decisiones más difíciles que he tenido que tomar en los últimos tiempos—, ni tampoco por lo de más atrás —estás al cabo de la calle de donde duele y sabes apretar la tuerca que más jode—.
En realidad no lo digo por mí, o al menos no sólo por mí; pero es que uno va haciendo amigos, aparte de los que conserva desde antes de que me preocupara en pensar en ti y siempre me sorprende que a cada uno le regales con el premio gordo de su lotería personal. He visto a unos que han perdido hijos, a otros que les has quitado el presente y a pocos que conserven ya un futuro decente; además, también mantengo vicios, oigo la radio y ojeo —ya sólo los ojeo porque trastorna menos— los periódicos, y compruebo que tienes especial predilección por los más débiles, a esos los puteas en cada esquina del planeta. Nunca das puntada sin hilo, si se mueve la tierra es justo donde malviven los más desgraciados en sus chabolas, si hay un huracán nunca se lleva por delante las mansiones de los acaudalados y cuando un río se desborda ¡qué casualidad!, siempre los barrios bajos son eso, bajos.
         Ya llevo más de cincuenta y dos febreros dando vueltas por el barrio y nunca te he visto dar la cara; te rezan, te cantan, te llaman y algunos hasta se cagan en tu madre —que se presume no la tienes— y tú, pasando de la peña. Supongo —y esto es porque me ha dado por suponer— que, desde la noche de los tiempos, ya comenzaste amargándoles la vida a nuestros primos, esos que, aunque nunca supieron contar hasta más de cien, hicieron bien los cálculos de su hipoteca y terminaron considerando que nos les salía rentable seguir aguantándote, te hicieron una butifarra y nos dejaron sus huesos, pensando en que, de entre los que llegasen por detrás, alguno se entretendría en hacer puzzles intentando descifrar donde coño está esa imagen y semejanza que se nos sospecha contigo. Supongo, como decía, que como todos los de tu pelo —esos que sí deben estar hechos a tu imagen y semejanza—, seguirás por siempre escondido, no sea que un día te pillemos en la calle y, aunque nadie esté libre de pecado, a ninguno nos tiemble el pulso para devolverte las pedradas.
         Al final, como empezaba diciendo, me estás empezando a convencer y uno se da cuenta de que cuando algo noble sucede en esta puta vida, siempre está detrás la mano, o la unión de las manos, de gente decente. De que cuando tú mandas desgracias, somos los humanos quienes tenemos que intentar devolverles la suerte a los supervivientes. Y de que no sé si estás, ni dónde estás, ni porqué estás, pero sobretodo me sigo preguntando: ¿para qué coño estás?

©Oscar da Cunha

10 de agosto de 2013

viernes, 9 de agosto de 2013

HASTA PRONTO CARIÑO, ESPÉRAME ENTRE LAS ESTRELLAS


Todavía recuerdo el día que nos conocimos, estabas en la jaula del fondo, la de los que ya no se acercan a los barrotes buscando esa esperanza que les devuelva el cariño que nunca tuvieron; la de los desengañados por no haber aparecido por este mundo con el aspecto un bonito peluche con rizos; esa jaula en la que los están, saben que ese será su último hogar. Nos cruzamos los ojos y tu sincera mirada no me hizo ninguna falsa promesa; observándote, me di cuenta de que no te conformarías con cualquier cosa y aunque yo nunca he sido más que eso, me quisiste aceptar.
La primera noche ya me asombraste; te regalé un muñeco, tu primer juguete; con decisión fuiste al armario donde me habías visto guardar mi abrigo y allí lo dejaste para después volver y sentarte a mi lado, desde entonces no sé pronunciar la palabra compañera sin decir tu nombre, desde entonces siempre me han escoltado dos sombras. Has bailado cuando me has visto alegre y te he descubierto alguna lágrima cuando la tristeza me ha rodeado. Y aunque la naturaleza no te regaló gran tamaño ni fuerza poderosa, quién me afrentase, sabía que iba a tener que decidir entre su vida y la tuya. Ese valor, que nunca te faltó, es una de las muchas cosas que aprendí de ti. 
¡Y cómo has sabido hacerte amiga de mis amigos! De los auténticos, también en eso fuiste buena consejera. La vida te enseñó a mirar a los ojos y distinguir la verdad en ellos, siempre has sido una persona muy inteligente.
La suerte nos ha mantenido unidos durante trece años, sin rituales, sin papeleos pero, como se suele decir, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad y nunca te he visto protestar, aunque la cama fuese dura y fría, si era junto a mí. Nunca fuiste amiga de los lujos, cuando los hubo; y en la escasez, cuando compartíamos ración, no por casualidad elegías el trozo más pequeño.   
Entre algunas de las razones por las que nos hemos parecido es porque ambos somos callejeros y de mil razas, pero tú estuviste más acertada y te quedaste con lo mejor de cada una. La elegancia y la belleza te las guardaste bien dentro, decidida a no entregársela más que a quien las supiera apreciar, ¡qué suerte tuve de ser yo el elegido!
Fuiste mi guía en las noches sin luna, compartiste los chaparrones en cada tormenta y me ayudaste a soportar el calor bajo el sol cuando nos faltó un techo. Yo, a cambio, sólo te enseñé a nadar y a montar en la Vespa. A partir de hoy la mar estará más salada, las lágrimas nunca son dulces, y quizás, a la moto no le falten buenas razones para no volver a arrancar.
Se lo tendré que contar a Rosy, tu amiga, la compañera de esquina de Isma; no sé si acertaré con las palabras, aunque quizás no hagan falta, son de los nuestros y con una mirada será suficiente. Por los peludos no te preocupes, últimamente ya se habían dando cuenta de que no estabas en forma para hacer la ronda de cada noche y recogerlos y ya viste cómo te acompañaban despacito, a tu lado, en tus últimos paseos. Te añoraran mientras sigan en este lado pero a todos les servirá de consuelo saber que, cuando les llegue su hora, volverán a correr contigo en ese paraíso donde ya no  existe el sufrimiento y las enfermedades del cuerpo ni siquiera son un recuerdo.    
Y a mi, sé que ya me has perdonado, lo he leído en tus ojos cuando, con tu última mirada, te has despedido para descansar en el sueño final. Contra tu voluntad he tenido que tomar la decisión de poner fin a tus padecimientos, no me cabe duda de que hubieses preferido seguir a mi lado aunque la tortura de tu cuerpo te mantuviese casi paralizada pero, por una vez, la prioridad ha sido la tuya. Te has ido durmiendo, serena, relajada y por fin sin dolores mientras, yo no he dejado de acariciar tu cabeza, tu pelo, tu frente, se te han ido cerrando tus preciosos ojos con una sonrisa más sincera que la mía porque, yo me estaba desgarrando por dentro al verte marchar.
Son muchos los que te echarán de menos, supiste ganarte la amistad de los que merecían la pena, pero a mi  me dejas desnudo y pensando solamente en el día que la suerte nos vuelva a juntar.
Hasta pronto cariño, espérame entre las estrellas.   

Oscar da Cunha
9 de agosto de 2013