Sucedió en pleno
centro; en estas ciudades de miniatura le llamamos centro a todo aquello en
donde no somos capaces de aparcar el coche en menos de cinco minutos. Más de
mediodía pero, sólo lo justo para que los afortunados que tenemos curro miremos
el reloj con la traidora coartada de que las horas que le quedan al viernes ya
no merezcan la pena. Uno de esos momentos en los que, si el teléfono suena y el
número no figura entre la agenda —cada vez más exigua— de los amigos, el ruido
de la circulación, o la banda sonora de: “Tengo la aguja al rojo” —no tardarán
en presentarla en los multicines— te restringen las trompas de Eustaquio; y,
visto lo visto, si el que llama ha aguantado hasta hoy podrá esperar al lunes.
Ya se me fue la pinza... Decía que los vi en pleno centro, agarrados de la mano e intercambiando una
animada conversación, cosa que a la mayoría de parejas se les ha perdido en
algún orificio de su pasado. De vez en cuando se regalaban un beso, nada
escandaloso, sólo una manifestación trivial del cariño que debían sentir el uno
por el otro; pero por lo visto, más bien por lo que yo veía, a muchos de con
los que se cruzaban se les escapó una mirada reprobatoria, sucede que justipreciar
en los demás la costumbre que ya se perdió o nunca se tuvo, incomoda más que un
grano en salve sea la parte.
Se detuvieron
frente al escaparate de una joyería y yo no pude resistir acercarme: ya he confesado
numerosas veces que soy un voyeur y observar sin participar, o sea sin
incomodar, es mi juego favorito. El primero señaló un anillo y el segundo otro,
tampoco estamos hablando de la pareja perfecta, esto no es más que un chisme sobre
un suceso real que escribo para dejar reposar las fantasías que sí suceden en
la novelas. Ambos descorcharon una sonrisa, a mi no me engañaron, el brillo de
sus miradas era sincero, lo vi reflejado en el cristal que cuando está limpio
no miente. Un nuevo beso para intentar asumir el precio de la etiqueta y
dentro, el gesto de satisfacción del comerciante que veía la posibilidad de no
cerrar la mañana en blanco, en estos tiempos, y habiendo venta por medio, no se
le niega a nadie la cortesía.
Me senté en el
banco de enfrente, un par de cigarrillos fueron una buena excusa. Salieron de
nuevo cogidos de la mano y, seguramente con la humana ilusión puesta en el
momento de anillarse juntos, se besaron y continuaron por la calle abrazados
como cualquier pareja de enamorados que está a punto de asumir un compromiso.
Reconozco que la mayoría de transeúntes no se escandalizó, pero sólo esos, la
mayoría, que hoy en día se considera tan sólo la mitad más uno, a los otros sigo
sin entenderlos. Era una pareja vistosa, el más alto lucía una cuidada barba y al
bajito, el de los ojos azules, creo que lo conozco, al menos su bigote rubio me
suena.
Oscar da Cunha
31 de agosto de 2013
Me encanta tu manera de darle forma a esta historia de amor tan natural como la vida misma,el amor es amor ¿hay algo mas maravilloso? un abrazo querido amigo
ResponderEliminarGenial como siempre amigo Oscar, solo una frase con una pregunta ¿Y porque no? el amor es simplemente amor.
ResponderEliminarEs un prosa viva y sabrosa, la tuya, Oscar. Eres un narrador nato. A la vez, te diría que eres un "rescatador" que habría dicho G. Steiner. En este caso esa preciosa instantánea de una pareja en trance de ritualizar su alianza tan normal y que a veces pasa tan desapercibida. Me encanta esa especie de ejemplaridad que nos regalas en tus relatos...entre curro, cigarrillo, y bocina, siempre es posible degustar esa vida linda que nos sale al paso...!!
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