domingo, 26 de octubre de 2014

EL LEÓN, LA CEBRA, Y LA LIEBRE

¿Conocéis el cuento del león, la cebra y la liebre?
Seguro que os lo contaron cuando todavía se usaba ropa de domingo, cuando nos obligaban asistir a la misa de la parroquia del barrio, cuando… —bueno ahora qué más da—, yo me escondía en el bar de los futbolines y sólo comulgaba la hostia que me pegaba mi padre, no por irreverente sino por mentiroso.

Permitidme que hoy os la recuerde, de algo me tiene que servir la memoria.

Según esa antigua leyenda, existió alguna vez una tribu de hombres gigantes que decidió acabar con todos los leones por ser estos los únicos que rivalizaban con ellos en fiereza y supremacía sobre las demás especies. Los acosaron y fueron implacables, matándolos hasta que no quedó más que uno. Tal vez no se tratase del más veloz ni del más inteligente, quizá sólo fuera el que supo adaptarse a la circunstancia y acertó con el camino que iba a retrasar su sentencia. Al verlo, la cebra y la liebre acostumbradas a huir de él, le preguntaron:
—¿Por qué corres?
—Acabo de conocer el miedo —contestó—, y en este momento sé cómo os habéis sentido cuando era siempre yo quien os perseguía.
—No te guardamos rencor, era tu naturaleza y contra ésta no se puede porfiar. Ahora que también eres un perseguido te podemos ayudar si aceptas nuestra amistad.
Juntos consiguieron huir hasta refugiarse en una cueva cuya boca de entrada los gigantes no eran capaces de franquear.
Desde fuera, los gigantes reclamaron sólo la vida del león, prometiendo a cambio la libertad de la cebra y la liebre.
El león se dispuso a abandonar la cueva.
—Todo ha sido por mi culpa, si yo salgo se olvidarán de vosotros y volveréis a correr por la selva.
La cebra y la liebre se interpusieron en su camino.
—Y de qué nos servirá volver a ser libres si viviremos siempre con la conciencia de haber traicionado una amistad.

La era de los hombres gigantes terminó. Y cuentan que hay una cueva perdida donde permanece el testimonio de tres esqueletos abrazados que nos recuerdan que hay sentimientos capaces de superar cualquier diferencia.

Los leones siguen cazando, las cebras huyendo de ellos y las liebres corren para salvar su vida de los depredadores, pero de lo que sí estoy seguro es de que a los hombres nunca se nos concederá la condición de volver a ser gigantes.

Oscar da Cunha

26 de octubre de 2014

lunes, 20 de octubre de 2014

PORQUE TAN SÓLO SOY UN HOMBRE

A veces me siento como un pájaro, como un simple gorrión pero libre. Puedo volar sobre las copas de los árboles, cantarle al amanecer y hablarle de tú al cielo. Aunque le temo al gato, a ese gato con el que, en ocasiones, también me identifico, cuya paciencia, astucia y agilidad son suficientes para cazar al gorrión. Ese gato mentiroso que maúlla desde fuera de la ventana los días de lluvia para huir del agua que finge que le incomoda. Pero es mentira, porque el agua también es mi elemento y hay tiempos en los que me gustaría perpetuarme en delfín, teniendo siempre ese gran azul por horizonte, bailando las olas y reír, reír como sólo saben hacerlo los delfines cuando se cuentan chistes sobre tiburones.
Pero las más de las veces, la verdaderas, me asusto, cuando siento la violencia del miedo por asumir la conciencia de lo único que soy, un hombre. Tan sólo uno más de los que como todos algún día se marchará, quizá sin tiempo para despedirse, como he visto marcharse a muchos amigos; o tal vez, como a otros, con demasiado tiempo para hacerlo, olvidando lo que fueron y no reconociéndose ya en lo que se habían convertido.
Acaso en ello radique la particularidad de nuestra condición humana. Incontables, como los Bach, Machado, Chaplin, Goya, Pitágoras, Eisntein o Groucho Marx fueron excelentes por conocedores de que algún día dejarían de estar y por ello nunca quisieron dejar de ser. Admiro a tantos pero no envidio a ninguno porque con todos comparto el mismo desconsuelo que a ellos les hizo crear y a mí temer.
Maldigo a la naturaleza por concedernos esa moralidad que me impide pactar con el Basil de Wilde la factura de ese retrato que envejeciera por mí liberándome de las consecuencias de mis actos. Maldigo el entendimiento del que están dispensados los animales que me confirma cada noche, al observar las estrellas, que terminaré disperso como el polvo invisible que se aleja de una realidad de la que no somos propietarios sino meros inquilinos pasajeros.
Convivo con un cuerpo en el que la parte más importante de cuanto somos, el pensamiento, me hace sentirme prisionero del tiempo llenándome de dudas. ¿Adónde se irán nuestros sentimientos? ¿Qué objetivo tiene amar, reír o llorar, sufrir o gozar si nada perdura? Esa fecha de caducidad con la que se nos marca cuando nos asomamos a esto que llamamos vida, esa implacabilidad de la existencia se ocupa de alterar, de ir trastocando con cada paso nuestras certezas. Lo que ayer fue determinante hoy es eventual y mañana… mañana tal vez no sea más que un recuerdo perdido en una memoria que va encerrando en cajones bajo llave las pasiones que nos hicieron ser. No maduramos, nos vamos sometiendo, y terminamos aceptando como evidencia las renuncias que nos imponen lo que tan sólo fueron circunstancias. Creemos aprender del pasado corrigiendo los errores que torcieron nuestro camino, cuando tal vez encontraríamos la felicidad volviendo a esos errores porque en ellos fuimos nosotros mismos y no lo que se esperaba de  nosotros. ¿Qué importa andar por la ruta equivocada si en ella conseguimos mantener la mirada serena? ¿Qué más da caminar hacia ninguna parte? Igual esa ninguna parte está tan lejos que nunca llegamos a enterarnos de que estamos perdidos.
El tiempo no es oro, es un engaño, una mierda con la que nos traicionamos pretendiendo interpretar el concierto que alguien, con la peor de las intenciones, compone para hacernos bailar esa danza macabra que termina convirtiéndonos en cadáveres andantes, en vasallos del miedo, porque sólo con el miedo se somete la voluntad. ¿Y de qué sirve la voluntad si no es voluntaria? Sacrificamos ideales, desertamos de lo que en realidad somos para convertirnos en cómo queremos que nos vean y, algún  día, terminamos lamentando no haber sido capaces de pegar un puñetazo sobre la mesa porque para eso hacen falta dos cojones, y hasta esos los habremos hipotecado como fianza para poder garantizar nuestra falsa eternidad.
Y yo ya he decidido que lo mejor que puedo hacer con él, con el puto tiempo, es despreciarlo, porque tan sólo soy un hombre y quiero empezar a vivir sin miedo.

Oscar da Cunha

20 de octubre de 2014



viernes, 17 de octubre de 2014

UN DESTINO EN ROJO


Todas las mañanas madrugaba antes de lo acostumbrado para llegar una hora más tarde al trabajo. Todas las mañanas se detenía en el mismo puesto de flores para elegir un ramo cuyo color combinara con esos ojos que él se imaginaba pero nunca había llegado a conocer. Todas las mañanas escribía el mismo texto en una tarjeta que sabía que ella todavía no iba a ser capaz de leer.
Entraba en el hospital y utilizaba las escaleras para subir hasta la tercera planta. La rutinaria pregunta a la enfermera de turno en el control, y la misma respuesta:
—Todavía no ha salido del coma.
—¿Hay esperanzas?
—El golpe en la cabeza ha sido muy fuerte pero los médicos son optimistas, es una mujer joven. No pierda la fe.
Unos ojos vidriosos al girarse, y la triste mirada de la enfermera compadeciéndose de esa espalda que se dirigía hacia la habitación 314.
         El mismo ritual tras entrar. Extraer el ramo del día anterior, cambiar el agua del jarrón y colocar las recién compradas. Ni una sola mañana sin flores frescas. Una mirada a esa cabeza envuelta en vendas y las lágrimas, unas irrefrenables lágrimas a unos centímetros de competir con la lluvia que golpeaba los cristales de la ventana. Una prudente caricia sobre la mano de ella y la promesa de siempre:
         —Esta tarde vuelvo.
         Una agotadora jornada en la oficina, sin descanso, sin salida para comer por amortizar esa hora perdida cada mañana y, entre las últimas luces de la tarde, de nuevo las tres plantas que conducían a esa habitación donde la sabía postrada, inmóvil y ausente de una realidad que le había sido robada. Sentado en el borde de la cama, Neruda, Machado y García Lorca le prestaban su voz para ella. Hasta que con la noche ya rendida, la enfermera le indicaba que debía de marcharse. La hora de visitas superada largamente pero nadie en el equipo médico quiso jamás refrenar la intensidad de aquellas horas que él le dedicaba.
         Solitario, daba la jornada por concluida recorriendo el largo corredor, consternado, con sus libros en la mano y la mirada perdida en un instante de un pasado que con su implacable potestad sobre el tiempo nunca concede segundas oportunidades.
         Durante los fines de semana, convertía esa habitación 314 en su casa. Le contaba de los colores que la primavera había traído, del verano que se fue empujado por un otoño que estaba desnudando los árboles y, en cada hoja, se deslizaba grabada una historia en la que nunca faltaba ella. Masajeaba sus pies imitando el viento de octubre, y le susurraba a esos oídos, todavía rotos, que afuera había mucha vida esperándole para iluminar con su sonrisa mil mañanas de invierno sin sol. Y, cada noche de domingo, le prometía que al siguiente ninguno de los dos seguiría allí.
         Con su vehemencia se ganó el respeto de los médicos y la afectuosa admiración de todo el servicio sanitario. Se convirtió en el solitario visitante al que nadie se negaba a consolar. Tal vez el admirador anónimo, ese amante secreto que no admite la renuncia, y en cuyo corazón siempre estaría escrito con esperanza el nombre de ella.
        
         Fue la mañana de un martes, como cuando todo comenzó, como cuando nunca, nada, debió de haberse roto.
         —Ha salido del coma, está consciente.
La severa mirada de la enfermera del control y el dedo acusador del médico le forzaron a darse la vuelta. La puerta del ascensor estaba abierta y no se arriesgó a ser abordado por las escaleras. Cruzó el vestíbulo a la carrera y salió a la calle. La vida se decide en pequeños instantes y él escogió la luz roja para atravesar la calle. Al conductor del autobús de la línea del hospital le resultó imposible conseguir pisar el freno a tiempo. Hay veces en las que sólo son necesarios dos metros para justificar que un reloj se detenga para siempre.

En la habitación 314 ella no podía apartar su mirada del ramo de flores y aquella nota que iba incluida:
“Lo siento, nunca conseguiré perdonarme no haber sido capaz de controlar mi coche en aquel semáforo en rojo”.   


 Oscar da Cunha

17 de Octubre de 2014


miércoles, 15 de octubre de 2014

¿PARA QUE ESTAMOS LOS DEMÁS, SI NO ES PARA DARNOS POR EL CULO?

—¡Deténgase y baje del auto!
La voz salió del interior de un coche rojo de la Policía Foral. La calle era la principal de un  pequeño pueblo del norte de Navarra. Las tres y media de la tarde y yo buscando aparcamiento para visitar a mi siguiente cliente.
—¡Separe las piernas y apoye las manos sobre el maletero!
Sólo le faltó meterme los dedos en los oídos, del resto no le quedaron dudas.
—Ahora vacíe todo lo que lleve en los bolsillos y deposítelo a la vista en el maletero.
Del paquete de tabaco me costó desprenderme, lo acababa de empezar y después de comer el cuerpo se resiste a renunciar a su dosis.
—¿Qué sucede? —pregunté—. ¿Qué ocurre? No he cometido ninguna infracción.
—Ya se le informará —respondió el agente—. Permítame toda la documentación, carné de conducir, de identidad y permiso de circulación. Y ahora, por favor, aléjese del vehículo, quédese junto a la pared y mantenga las manos a la vista.
Reconozco que, pese a al aspecto autoritario que confieren un uniforme y un arma, sus modos no me parecieron bruscos. Él estaba cumpliendo con un protocolo del que no aparentaba estar muy convencido.
—¿Le importaría decirme qué ocurre y cuánto tiempo me van a tener aquí? Me están esperando.
—El que sea necesario —contestó—. De momentos vamos a registrar su coche y tendrá que esperar a que venga la autoridad desde Pamplona, no serán menos de dos horas.
—¿¡Dos horas!? Oiga, estoy trabajando, vengo a menudo por aquí, me conoce medio pueblo, y el espectáculo que estamos dando…
—¿De dónde viene? ¿Con quién ha estado?
Le relaté lo que llevaba de jornada laboral, los clientes que me habían recibido, la documentación por ellos firmada y sellada que lo corroboraba.
—Puede preguntarles, están todos por aquí alrededor, incluso en el bar donde acabo de comer, el propietario sabe quien soy.
—¿A qué se dedica? ¿Por qué? ¿Desde cuando? —El relicario de preguntas no paraba mientras continuaban (un segundo agente se había incorporado tras verificar mi documentación) con el desmantelamiento de mi coche.
—Esto me parece un atropello sin ningún tipo de explicación —Toda paciencia tiene un límite y el mío no andaba lejos “retente y no cometas una burrada”—. ¿Por qué me detienen?
—De momento no está detenido, sólo es sospechoso de un robo.
—¿¡Robo!?
No recuerdo haber robado nada en mi vida, aunque… ¿quién no ha tenido alguna vez la tentación? Pero yo soy nefasto para ese arte, se me nota en la cara, en el mensaje corporal, casi voy anunciando que me he apropiado de un Sugus pese a que esté a disposición de cualquiera.
»¿Y qué se supone que robado? –pregunté.
—Unas llaves, las de un coche y una vivienda. ¿Ha parado usted en el bar Ekaitza? (lo cito para agradecer la actitud indolente de los propietarios del bar).
—Sí —contesté—. Necesitaba utilizar el servicio, y en la vía pública no acostumbro. Pero de eso hace ya más de dos horas. Después he seguido trabajando y aquí continúo, sin salir del pueblo. No creo que esa sea la actitud de un ladrón…
—Eso tenemos que comprobarlo, ya se le informará. Se le ha visto salir de allí y se ha identificado su coche.
Los agentes empezaban a acumular dudas. Yo no soy policía pero mi profesión me ha enseñado a interpretar los gestos.
»De momento puede recoger todo pero no se marche del pueblo hasta que le avisemos.
Intenté serenarme un rato tomando un café, y después, no pude evitar acudir a esa mierda de bar con el nombre de Ekaitza. Necesitaba aclarar la situación.
—¡Ah, sí! —me soltó una arrogante camarera—. Las ha encontrado enseguida, las había dejado olvidadas en la repisa que hay debajo de la barra.
La Policía Foral de Navarra tardó dos horas más en llamarme para informarme de que el incidente ya se había resuelto. Y debo ser honesto reconociendo que ellos no escatimaron disculpas.
El denunciante hacía horas que había recuperado sus llaves. Por supuesto que de la denuncia ni se acordaba. ¿Para que estamos los demás, si no es para darnos por el culo? 
¿Pero sabes, imbécil de mierda? Ya te he identificado y conozco tus horarios. La próxima vez que vaya por el pueblo te voy a enseñar un agujero, donde termina la espalda, en el que seguro que te van a caber todas tus puñeteras llaves. Ese día los forales sí tendrán razones justificadas para llevarme detenido.

Sucedido ayer en la buena villa de Doneztebe-Santesteban (Navarra)

Oscar da Cunha


15 de octubre de 2014

viernes, 10 de octubre de 2014

El SALÓN DE LOS SUEÑOS

Esto no os lo vais a creer, yo mismo tuve que pasar por delante varias veces antes de convencerme de que no se trataba de una broma. También pensé en volver a la tasca donde desayuno para reclamar otra dosis del alucinógeno que me debían haber añadido en el café.
Ya acostumbro a transitar entre calles saturadas de locales donde los únicos letreros que están a la vista son los de: “Se Vende”, “Se Alquila”, o el que ya ha decidido quemar sus naves con un: “Se Jodió”. Los de: “Liquidación por Cese de Actividad” son los únicos que le dan un poco de vidilla a esos barrios donde hubo un tiempo en el que la gente sonreía, paseaba con bolsas de establecimientos con nombres en inglés y estaban convencidos de que “España va bien” era una frase sacada de la Biblia.
Pero no, ahí estaba, un comercio recién inaugurado, con su cristalera brillante, la puerta abierta y, sobre ella, el nombre del establecimiento: “El Salón de los Sueños”. Siempre ha habido intrépidos aventureros, descreídos suicidas que, convencidos de que la suya es la buena carta de navegación, han desafiado al mundo.
Un escaparate lleno de cajas de todos los tamaños, materiales, formas y colores, y colgando de una cinta de raso azul, lo que más me llamó la atención: Abierto 24/24 horas y 7/7 días.
         ¿Cómo resistirse a conocer a quien, en estos tiempos, se atreve a navegar contra la corriente de este río empeñado en arrastrarnos a todos? Poder contarles a mis nietos —bueno, a los nietos de mis amigos— que yo conocí a ese individuo, a ese héroe cuyo nombre aparecerá con letras de oro en los chismes que en el futuro nos cuenten la historia de este siglo que ha empezado demostrándonos que, en cuestión de derechos humanos, volver a la edad media es más fácil que ver mierda en la tele.
         Y entré. Borrad esa sonrisa de “ya me lo imaginaba” que tampoco tiene tanto mérito conocerme, y ya sabéis que si algo me pierde es la curiosidad. Vale, hay otras cosas que también me pierden, pero cuando me encuentre con ellas os las contaré.
Al momento, reconocí la voz de Roy Orbison que con su “In Dreams”, pese al bajo volumen, llenaba todo aquel local que no abarcaría más de cincuenta metros cuadrados.
         —Buenos días. Bienvenido a nuestro Salón de los Sueños. ¿Cuál es el suyo?
         Redondita, con la misma medida de alto que ancho, unas gafas de cristales ahumados con montura de carey, el pelo recogido en un moño de los que salen en las fotos que ya se ven en sepia, y una sonrisa en blanco esmalte y rojo carmín. Ese peculiar tono de voz que suena a “te estábamos esperando”, y una pequeña mano que más que agarrar mi brazo derecho lo acariciaba. Todo en ella trasmitía confianza y serenidad, si no tenemos en cuenta el pormenor de que parecía haberse asomado desde la nada. No estaba fuera, no la vi al entrar y, en el establecimiento, todo cuanto existía quedaba a la vista, no había puertas ni cortinas de las que salir. Os parecerá un disparate pero intenté convencerme de que habría podido surgir de la canción, estamos hablando de Roy Orbison.
         —Buenos días —y no pude evitar la pregunta—: ¿Qué venden?
         —Nada, no vendemos nada. —me contestó esta vez con el tono de “¿no has leído el letrero, o es que las canas las llevas de adorno?”—. Aquí ayudamos a la gente a cumplir sus sueños.
         —¡Ah, bueno, si sólo se trata de eso! —Yo también hace tiempo que aprendí a utilizar el sarcasmo.
         Se quitó sus gafas y, al mirarme fijamente, aprecié que tenía los ojos de diferente color. El derecho, azul, aparentaba ser capaz de atravesar esa parte de nuestro organismo que protege nuestras ideas. El izquierdo, negro, de momento parecía conformarse con descansar. Me negué a preguntarme qué sería capaz de hacer con él.
         —¿No tiene usted sueños? —inquirió.
         —Estos últimos tiempos ando más por el barrio de las pesadillas.
         —Me refiero a sus aspiraciones, ilusiones por las que trabajar, incluso fantasías. Todo es posible si nos lo proponemos con firmeza. Pero a veces —continuó—, la propia voluntad y el deseo, no son suficientes. Nosotras nos ocupamos de proporcionar ese pequeño impulso que, en momentos, le falta a la intención.
         —¿Nosotras? —Miré alrededor esperando ver aparecer más ancianitas con ojos multicolores. ¿Quién sabe?, Roy Orbison seguía sonando.
         —Sí, nosotras. —Y extendió su mano señalando una de las estanterías, en concreto la que presentaba en perfecta formación una infantería de cajas de madera—. Verá, es un proceso largo pero sencillo en el que todos tenemos una función asignada. Usted se concentra visualizando la imagen de ese ideal que pretende conseguir, encerramos la ilusión dentro de la caja que haya escogido, de eso me encargo yo, y se la lleva a casa. Por supuesto que para cada deseo fijamos un plazo, sólo necesita mirar la caja todos los días y ella le recordará que nunca debe perder de vista sus objetivos.
         —¿Podría conocer al jefe de su departamento comercial? Más que nada para me diera un cursillo, creo que me estoy quedando desfasado. Yo no hubiera ido más allá del “vendemos todo tipo de cajas”.
         —El escepticismo es el primer peldaño por el que se desciende hasta ese abismo donde vive el fracaso.
Su ojo negro se acababa de poner en funcionamiento y en él vi que no me estaba lanzando una frase de catálogo. Ese ojo no podía venir configurado de serie, había sido diseñado para convencer.
—¿Qué precio tiene esa caja? —Señalé una metálica que me recordó a la que le obligábamos a utilizar a mi abuela para encarcelar el delicioso aroma de su adorado Vieux-Boulogne.
—Ninguno —me contestó—. Ya le he dicho que nosotras no vendemos nada.
—¡Está bien! ¿Qué hay que hacer?
—¿Ya ha decidido su deseo?
—Llevo veintinueve años procurando no separarme de él —respondí con esa sonrisa que guardo para los momentos en los que la prudencia me aconseja esperar a que los acontecimientos me pillen con el as de corazones oculto en mi manga.
—Entonces esta caja será la adecuada, un sueño durante tanto tiempo incubado… —Me miro fijamente, como si su ojo azul ya hubiera penetrado en mis pensamientos y continuó—. Primero firmaremos el contrato y después…
—¿El contrato? —la interrumpí.
—Sí, el contrato. Tenemos que fijar un plazo para que su sueño se cumpla. Una vez vencido, y si el resultado no es positivo, usted nos devuelve la caja y nosotras le restituimos el objeto que nos tiene que dejar en depósito.
—¿No me dijo que era gratis?
—¿Y no se lo parece? Si el deseo no se cumple, no habrá perdido nada. Y alcanzar un sueño no tiene precio, me gusta su reloj.
Acababa de satisfacer la codicia de su ojo negro. El mantero que me lo vendió tenía razón, estas baratas falsificaciones de Rolex están cada vez mejor conseguidas.
Acepté.
No me hizo preguntas, no hubo conjuros mágicos ni invocaciones espectrales. Sólo un profundo y acomodado silencio que se quebró, mientras nos manteníamos agarrados de las manos, con un respetuoso sonido metálico que produjo la tapa de la caja al cerrarse de forma voluntaria. No me sorprendí, mi reloj cuanto menos valía ese truco.
Con parsimonia, rodeó la caja para mantenerla firmemente cerrada con una cuerda. Calentó una barrita de lacre rojo y vertió un poco de pasta sobre el nudo donde estampó un sello metálico con una doble S entrelazada.

         Salí del Salón de los Sueños con mi caja metálica bajo el brazo mientras Roy Orbison seguía repitiendo “In Dreams”. El contrato lo firmé para el resto de mis días y no me molesté en despedirme de mi reloj, ya sabía que nunca habría de volver para recogerlo. Soy un tramposo por naturaleza y hasta con los sueños procuro jugar con ventaja.

         ¡Ah, perdonad! ¿No os lo había contado? Antes de entrar en el local escuché el mensaje que mi mujer me acaba de dejar en el móvil: “Lo siento, cariño. Hoy, con las prisas, no nos hemos podido despedir como todas las mañanas. Te quiero. Un beso”

Oscar da Cunha

10 de octubre de 2014




domingo, 5 de octubre de 2014

ESOS QUE NOS SIGUEN

Son reales, no es un presentimiento. Si estáis atentos podréis comprobarlo pero no os asustéis. El miedo no es más que una sensación provocada por la percepción de una amenaza, es un mecanismo de defensa que todos llevamos configurado por defecto.
¡Apagadlo!
El miedo nos limita, es una cortina que inconscientemente extendemos para evitar ver lo que pudiera encontrarse escondido entre esas sombras donde nuestra imaginación nos traiciona.
¡Descorredla! Abrid la cortina y mirad hacia atrás. ¡Rápido!
¿Los habéis visto?
¿No?
Empecemos de nuevo.
Si os falta una mano sois mancos, si no tenéis oído sois sordos, y si la vista es vuestro vacío sois ciegos. Pero, pese a todo, si conseguís cerrarle la puerta al miedo… podéis ser libres. No es tan fácil, quizá sobre el papel parezca que yo sea un experto pero tengo las mismas limitaciones que cualquiera, mi puerta del miedo es tan compacta como la oscuridad de una noche sin luna en el fondo del océano. No establece diferencias entre el silencio y el trueno, entre la soledad y la multitud, el miedo siempre reclama su espacio y sólo con el antídoto de unas escasas gotas de imaginación que derramemos en cuanto acontece a nuestro alrededor podemos frenar su veneno.
A veces.
Y esas veces consigo verlos, por eso sé que no son un producto de mí imaginación —está ocupada cerrando esa puerta del miedo—. Resultan anodinos, imperceptibles, nadie les saluda al cruzarse con ellos, nadie parece verlos, nadie los recuerda, como si nunca se hubieran interpuesto en nuestro camino. Diría que no llegan de ningún sitio ni tienen un destino al que dirigirse. Sólo están. Siempre en la espalda de cada uno de nosotros. Del mío, he llegado a notar su aliento y su extraño olor que me recuerda al del hierro candente en la fragua, y al volverme, se aleja con rapidez negándome su rostro. Huye, dejándome la incómoda percepción de tener a alguien que vigila mis movimientos, siguiendo cada uno de mis pasos, y empiezo a intuir que es capaz de descifrar mis pensamientos.

Esta pasada noche me ha parecido perfecta, un manto de negras nubes encubriendo la escasa luz de la luna creciente y en el desolado camino que llega a mi casa la oscuridad más absoluta. Soledad, y el silencio apenas roto por el lejano sónar de un autillo entre el bosque. Trescientos metros, poco más de trescientos cincuenta pasos sintiéndome solo hasta que he notado esa sensación pisando mi sombra, y en la boca el sabor metálico de un caramelo de acero.
No me he girado porque sabía que él iba a huir. He permanecido inmóvil en esa tierra que se convierte de nadie cuando la tiniebla absorbe el territorio que has cruzado y el que te queda por atravesar. ¿Miedo? La oportunidad de sentirlo ya estaba desperdiciada. El miedo tiene su momento previo a la acción que pretendemos acometer; después, evoluciona transformándose en impulsos y he de insistir en que la curiosidad es uno de mis más poderosos. No he sido lo bastante rápido intentando sacar mi paquete de tabaco del bolsillo cuando he escuchado su voz por primera vez.
—No lo enciendas, estamos mejor así.
Esa voz me recuerda la decepción que experimento cuando escucho la mía en una grabación. Siempre he considerado que los dos inventos más crueles de la humanidad son el micrófono y el espejo.
—¿Quién eres? —pregunto.
—¿Y tú?
—¡Qué tontería! —le suelto—. Yo sé quién soy.
—¿Estás seguro? ¡Cuéntamelo!
Nunca es fácil describirse a uno mismo, menos aún descubrirse. Recurrimos con facilidad a lo que pretendemos ser, al personaje que intentamos proyectar en los demás. ¿Qué somos, nuestra realidad o esa adaptación que manoseamos para mostrarnos ante el mundo?
—¿Qué versión prefieres?
Me permito una cínica sonrisa. Él está a mi espalda y además la oscuridad es buena aliada para esos momentos en los que al gesto le conviene ser discreto. Pero él ha percibido la inflexión, esa provocadora ironía en mi pregunta que desencadena el testimonio que me estaba reservando.  
—Yo soy tu primera versión, la real. Esa que encierra tus desengaños por los sueños no conquistados, tus frustraciones por lo que dejaste atrás, condenando al olvido tus incapacidades. Yo soy tus fracasos, tus mentiras, tu soberbia, soy esa persona que no tendió la mano amiga a quien la necesitaba, el que camina orgulloso para ocultar su fragilidad. Soy todo lo que no te gusta de ti y pretendes olvidar. Por eso nunca me ves, por eso huyo cuando te giras, porque el miedo a afrontar tu realidad es mayor que la voluntad de volver para reparar esos humillantes recodos en los que te vas desprendiendo de tu calidad humana. No soy más que la cara oscura que te asusta de ti mismo. Pero, aunque el miedo te ciegue, también soy tú.

Me giro con rapidez intentando descubrir mi rostro en él y no consigo ver más que una parda silueta que huye hasta fundirse con la noche, la silueta de una recóndita parte de mí que se me sugiere ya excesivamente grande. Deshago los trescientos metros de soledad con paso lento, el autillo ha callado y entre el absoluto silencio ha vuelto el miedo, pero no es más que miedo por lo que soy. Por lo que quizá todos somos.

Oscar da Cunha

5 de octubre de 2014