Son reales, no es un presentimiento. Si
estáis atentos podréis comprobarlo pero no os asustéis. El miedo no es más que
una sensación provocada por la percepción de una amenaza, es un mecanismo de
defensa que todos llevamos configurado por defecto.
¡Apagadlo!
El miedo nos limita, es una cortina que
inconscientemente extendemos para evitar ver lo que pudiera encontrarse
escondido entre esas sombras donde nuestra imaginación nos traiciona.
¡Descorredla! Abrid la cortina y mirad
hacia atrás. ¡Rápido!
¿Los habéis visto?
¿No?
Empecemos de nuevo.
Si os falta una mano sois mancos, si no
tenéis oído sois sordos, y si la vista es vuestro vacío sois ciegos. Pero, pese
a todo, si conseguís cerrarle la puerta al miedo… podéis ser libres. No es tan
fácil, quizá sobre el papel parezca que yo sea un experto pero tengo las mismas
limitaciones que cualquiera, mi puerta del miedo es tan compacta como la
oscuridad de una noche sin luna en el fondo del océano. No establece
diferencias entre el silencio y el trueno, entre la soledad y la multitud, el
miedo siempre reclama su espacio y sólo con el antídoto de unas escasas gotas
de imaginación que derramemos en cuanto acontece a nuestro alrededor podemos
frenar su veneno.
A veces.
Y esas veces consigo verlos, por eso sé
que no son un producto de mí imaginación —está ocupada cerrando esa puerta del
miedo—. Resultan anodinos, imperceptibles, nadie les saluda al cruzarse con
ellos, nadie parece verlos, nadie los recuerda, como si nunca se hubieran
interpuesto en nuestro camino. Diría que no llegan de ningún sitio ni tienen un
destino al que dirigirse. Sólo están. Siempre en la espalda de cada uno de
nosotros. Del mío, he llegado a notar su aliento y su extraño olor que me
recuerda al del hierro candente en la fragua, y al volverme, se aleja con
rapidez negándome su rostro. Huye, dejándome la incómoda percepción de tener a alguien que vigila mis movimientos,
siguiendo cada uno de mis pasos, y empiezo a intuir que es capaz de descifrar
mis pensamientos.
Esta pasada noche me ha parecido
perfecta, un manto de negras nubes encubriendo la escasa luz de la luna
creciente y en el desolado camino que llega a mi casa la oscuridad más
absoluta. Soledad, y el silencio apenas roto por el lejano sónar de un autillo
entre el bosque. Trescientos metros, poco más de trescientos cincuenta pasos sintiéndome
solo hasta que he notado esa sensación pisando mi sombra, y en la boca el sabor
metálico de un caramelo de acero.
No me he girado porque sabía que él iba
a huir. He permanecido inmóvil en esa tierra que se convierte de nadie cuando
la tiniebla absorbe el territorio que has cruzado y el que te queda por
atravesar. ¿Miedo? La oportunidad de sentirlo ya estaba desperdiciada. El miedo
tiene su momento previo a la acción que pretendemos acometer; después,
evoluciona transformándose en impulsos y he de insistir en que la curiosidad es
uno de mis más poderosos. No he sido lo bastante rápido intentando sacar mi
paquete de tabaco del bolsillo cuando he escuchado su voz por primera vez.
—No lo enciendas, estamos mejor así.
Esa voz me recuerda la decepción que
experimento cuando escucho la mía en una grabación. Siempre he considerado que
los dos inventos más crueles de la humanidad son el micrófono y el espejo.
—¿Quién eres? —pregunto.
—¿Y tú?
—¡Qué tontería! —le suelto—. Yo sé
quién soy.
—¿Estás seguro? ¡Cuéntamelo!
Nunca es fácil describirse a uno mismo,
menos aún descubrirse. Recurrimos con facilidad a lo que pretendemos ser, al
personaje que intentamos proyectar en los demás. ¿Qué somos, nuestra realidad o
esa adaptación que manoseamos para mostrarnos ante el mundo?
—¿Qué versión prefieres?
Me permito una cínica sonrisa. Él está
a mi espalda y además la oscuridad es buena aliada para esos momentos en los
que al gesto le conviene ser discreto. Pero él ha percibido la inflexión, esa
provocadora ironía en mi pregunta que desencadena el testimonio que me estaba
reservando.
—Yo soy tu primera versión, la real.
Esa que encierra tus desengaños por los sueños no conquistados, tus
frustraciones por lo que dejaste atrás, condenando al olvido tus incapacidades.
Yo soy tus fracasos, tus mentiras, tu soberbia, soy esa persona que no tendió
la mano amiga a quien la necesitaba, el que camina orgulloso para ocultar su
fragilidad. Soy todo lo que no te gusta de ti y pretendes olvidar. Por eso
nunca me ves, por eso huyo cuando te giras, porque el miedo a afrontar tu
realidad es mayor que la voluntad de volver para reparar esos humillantes
recodos en los que te vas desprendiendo de tu calidad humana. No soy más que la
cara oscura que te asusta de ti mismo. Pero, aunque el miedo te ciegue, también
soy tú.
Me giro con rapidez intentando
descubrir mi rostro en él y no consigo ver más que una parda silueta que huye
hasta fundirse con la noche, la silueta de una recóndita parte de mí que se me
sugiere ya excesivamente grande. Deshago los trescientos metros de soledad con
paso lento, el autillo ha callado y entre el absoluto silencio ha vuelto el
miedo, pero no es más que miedo por lo que soy. Por lo que quizá todos somos.
Oscar da Cunha
5 de octubre de 2014
¿Podrás compartirlo en "la otra red" a finales de este mes? Gracias,Salao
ResponderEliminar¿Para el 30 por ejemplo? ¡Hecho!
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