Tengo la costumbre de poner mis
asuntos complicados en manos de profesionales. Y me la pimpla si cualquiera de
ellos es de aquí o ni se sabe, rubia, moreno, con anverso y reverso por la
noche o cualquier otra variante de nuestra especie. Sólo hago una excepción en
las cosas de robar y delego en mi perro que para eso es un experto.
No hace mucho
tiempo, alguien a quien quiero me señaló que todos esos chanchullos míos de los
que yo procuro no entender me los llevan mujeres. Yo me defendí, por supuesto y
porque el apunte era capcioso. Escojo a quienes trabajan para mí por su
eficacia. No hago amigos y soy exigente porque a mí nadie me regala nada.
Vamos, que voy de chulo por la vida, pero en quienes confío es porque lo hacen
mejor que yo. Nos cuidamos mutuamente y ni tan mal.
Me veo el otro
día entrando en mi banco —no recuerdo para qué porque ahora cualquier préstamo
te lo deniegan por Internet— y en la silla de mi directora hay un tipo con
barba y con pinta de quedarse. No sé, tiene el aspecto de ser uno de esos de
los que después de darles la mano te cuentas los dedos por si acaso. Se presenta
como el nuevo macho alfa de la barraca: traje de los de recibir perdonando,
corbata con nudo inglés (lo que tuvo que sufrir su madre para enseñárselo) y yo
en vaqueros.
Pregunto por
ella. Sé que ha tenido prole, el permiso correspondiente y esas cosas que
deberían ser normales.
Pero no lo
son.
Ahora soy yo
el que lleva tus asuntos, me dice.
Eso tendré que
decidirlo yo, le digo, yo no me enamoré de este banco.
Enseguida me hace
sentir que él está interesado por sí mismo y porque en la entidad piensen que puede
llegar a ser alguien. Yo sólo soy una cuenta más a la que sacarle rendimiento.
Ella hacía algo parecido pero con otra gracia, se lo curraba y echábamos unas
risas.
—¿Y
M?
Escribo la
conversación literalmente porque me la grabé en la memoria que para eso la
tengo casi sin estrenar.
—Ahora tiene
un hijo.
—Eso ya lo sé.
—Pues eso, el
banco piensa que para puestos de responsabilidad… ya sabes, no es lo mismo.
—Ya. ¿Tú
tienes hijos?
—Sí, claro.
—¿Y cómo se ha
enterado el banco de que no son tuyos?
Cuando
algo me jode me pongo.
—M
está bien. —Carraspea e intenta ver si hay una salida razonable pero no la
hay—. Está más tranquila, sin responsabilidades… Pero nuestra relación no tiene
porque cambiar.
—¿Tenemos
una relación?
—Me
refiero al banco.
—Ya,
pero si el banco considera que por tener hijos ella no me conviene, ¿por qué
tengo que utilizar yo otro criterio contigo?
Le saco por lo
menos quince años más los que me escondo en el bolsillo y esa grasa que
llevamos los que nunca lo hemos tenido fácil.
—Las cosas son
así, yo… yo no tengo la culpa. —Se come el orgullo y se rinde, pero se
equivoca. Aunque eso es lo que hemos hecho siempre, todos, rendirnos y vender a
saldo nuestra conciencia.
Y lo terrible
es que le miro y me veo a mí mismo, que no soy diferente de cualquiera que pueda
conocer. Mentiría si no confesara que, en su situación, yo también habría
aceptado la plaza, porque nos hemos acomodado a una condición demasiado barata y
porque todos tenemos un sustituto dispuesto a aprovecharse de una injusticia.
Salgo de la
oficina sin recordar para qué había entrado, pero de peor humor. Me cruzo con una
mujer, joven y vieja como los ideales del mundo. Por el lío que lleva delante intuyo
que ya debe de estar de todos los meses posibles. Seguramente alumbrará a otro
igual que los demás, me digo, porque esto no tiene ninguna pinta de ir a mejor.
Menos mal que tenemos
otra cosa de la que echarles la culpa a ellas. Y es que no saben lo que paren.
Oscar da Cunha
24 de enero de 2020