viernes, 24 de enero de 2020

Perdónalas porque no saben lo que paren

Tengo la costumbre de poner mis asuntos complicados en manos de profesionales. Y me la pimpla si cualquiera de ellos es de aquí o ni se sabe, rubia, moreno, con anverso y reverso por la noche o cualquier otra variante de nuestra especie. Sólo hago una excepción en las cosas de robar y delego en mi perro que para eso es un experto.
No hace mucho tiempo, alguien a quien quiero me señaló que todos esos chanchullos míos de los que yo procuro no entender me los llevan mujeres. Yo me defendí, por supuesto y porque el apunte era capcioso. Escojo a quienes trabajan para mí por su eficacia. No hago amigos y soy exigente porque a mí nadie me regala nada. Vamos, que voy de chulo por la vida, pero en quienes confío es porque lo hacen mejor que yo. Nos cuidamos mutuamente y ni tan mal.
Me veo el otro día entrando en mi banco —no recuerdo para qué porque ahora cualquier préstamo te lo deniegan por Internet— y en la silla de mi directora hay un tipo con barba y con pinta de quedarse. No sé, tiene el aspecto de ser uno de esos de los que después de darles la mano te cuentas los dedos por si acaso. Se presenta como el nuevo macho alfa de la barraca: traje de los de recibir perdonando, corbata con nudo inglés (lo que tuvo que sufrir su madre para enseñárselo) y yo en vaqueros.
Pregunto por ella. Sé que ha tenido prole, el permiso correspondiente y esas cosas que deberían ser normales.
Pero no lo son.
Ahora soy yo el que lleva tus asuntos, me dice.
Eso tendré que decidirlo yo, le digo, yo no me enamoré de este banco.
Enseguida me hace sentir que él está interesado por sí mismo y porque en la entidad piensen que puede llegar a ser alguien. Yo sólo soy una cuenta más a la que sacarle rendimiento. Ella hacía algo parecido pero con otra gracia, se lo curraba y echábamos unas risas.
            —¿Y M?
Escribo la conversación literalmente porque me la grabé en la memoria que para eso la tengo casi sin estrenar.
—Ahora tiene un hijo.
—Eso ya lo sé.
—Pues eso, el banco piensa que para puestos de responsabilidad… ya sabes, no es lo mismo.
—Ya. ¿Tú tienes hijos?
—Sí, claro.
—¿Y cómo se ha enterado el banco de que no son tuyos?
            Cuando algo me jode me pongo.
            —M está bien. —Carraspea e intenta ver si hay una salida razonable pero no la hay—. Está más tranquila, sin responsabilidades… Pero nuestra relación no tiene porque cambiar.
            —¿Tenemos una relación?
            —Me refiero al banco.
            —Ya, pero si el banco considera que por tener hijos ella no me conviene, ¿por qué tengo que utilizar yo otro criterio contigo?
Le saco por lo menos quince años más los que me escondo en el bolsillo y esa grasa que llevamos los que nunca lo hemos tenido fácil.
—Las cosas son así, yo… yo no tengo la culpa. —Se come el orgullo y se rinde, pero se equivoca. Aunque eso es lo que hemos hecho siempre, todos, rendirnos y vender a saldo nuestra conciencia.
Y lo terrible es que le miro y me veo a mí mismo, que no soy diferente de cualquiera que pueda conocer. Mentiría si no confesara que, en su situación, yo también habría aceptado la plaza, porque nos hemos acomodado a una condición demasiado barata y porque todos tenemos un sustituto dispuesto a aprovecharse de una injusticia.
Salgo de la oficina sin recordar para qué había entrado, pero de peor humor. Me cruzo con una mujer, joven y vieja como los ideales del mundo. Por el lío que lleva delante intuyo que ya debe de estar de todos los meses posibles. Seguramente alumbrará a otro igual que los demás, me digo, porque esto no tiene ninguna pinta de ir a mejor.
Menos mal que tenemos otra cosa de la que echarles la culpa a ellas. Y es que no saben lo que paren.

Oscar da Cunha
24 de enero de 2020


domingo, 5 de enero de 2020

Galdós, el centenario.


Menos mal que de vez en cuando me sucede algo raro, porque un escritor, visto desde fuera, es el tipo más aburrido del mundo. Y visto desde dentro también. Todo les pasa a los personajes. Son ellos los que viajan, se pierden y deciden no encontrarse, aman sin responsabilidades, matan con estilo… y el escritor sólo toma nota. Uno no es más que el secretario de turno de la imaginación.
            Todavía no sé por qué lo hago, supongo que escribir es la única manera que conozco de comunicarme con las diferentes posibilidades de mí mismo.
            Pero a veces los personajes sospechan que el asunto va de su vida y se lanzan a improvisar, ahí es cuando la cosa se pone complicada. Los míos no se molestan en discutir, se saltan el esquema previo y me dejan los apaños a mí.
            Suena el móvil. ¡Maldita sea!, a ver cómo arreglo ahora yo esto porque estoy en 1977. Vale, lo cambio por un fijo. —Ya estamos con la fastidiosa documentación—. Tengo que estudiar las posibilidades de que hubiera teléfono en la farola bajo la que él y ella  están decidiendo… El lío de los prefijos y todo eso.
            Insiste el móvil y me doy cuenta de que es la realidad la que llama. Salgo de la novela y miro la pantalla. No conozco el número y me preparo para ponerme en modo contestador automático: «Muy amable, gracias, no me interesa».
            —Diga.
            —¡No cuelgue, por favor! No me cuelgue, necesito ayuda.
            Se trata de una voz femenina, joven. Habla con angustia, casi desesperación, justo el susurro de quien necesita no ser escuchado en su entorno. Hasta dónde están llegando las empresas para vender, me digo.
            —He marcado un número al azar. —Dice la chica de la voz—. ¿Puede ayudarme?
            Me resigno a aprender posibles nuevas técnicas de marketing y le pregunto qué tengo que comprar.
            —No hable fuerte que pueden oírle.
            —¿Quién?
            —Ellos, los que nos han quitado el teléfono. Le llamo desde el reloj.
            Algo hago mal, seguro. Yo todavía estoy pagando los plazos del mío y sólo da la hora. Pero empiezo a tomarme en serio esa llamada.
            —¿Sigue ahí?
            —Sí —respondo mientras miro con desasosiego a mí alrededor y le pego una patada al perro para que se ponga alerta—. ¿Te encuentras bien? ¿En qué puedo ayudarte?
            Oigo pasos, lentos, y me llega la respiración de la chica. No ha colgado pero no contesta. Espero con ansiedad, ya me imagino el peor de los escenarios. Estoy por cortar, llamar a la policía para que localicen ese número y envíen a… lo que tengan que enviar en estos casos, ellos son los profesionales. Yo sólo me he enfrentado a este tipo de situaciones en la ficción y siempre tengo preparado un plan B antes de escribir.
            —Ya se aleja. Espere, por favor. —Ahora está desesperada, lo noto y se me contagia. Me tienta encender un pitillo pero lo dejo, el humo puede delatarla. No me fío de esos nuevos relojes que te acusan de todo.
            —Ya. ¿Me oye?
            —Por supuesto.
            No pretendo parecer un experto en este tipo de desgracias pero se supone que se me han amontonado los años para algo.
            —No hagas nada, no te enfrentes a ellos y no te preocupes. Dime dónde estás y yo llamo a la…
            —No, no. Eso sería peor para todos —me interrumpe—. No llame a nadie.
            —¿Todos? ¿Qué os está pasando? ¿Cuántos sois?
            —Esto es terrible. No se lo puede imaginar. Por lo menos siete mil para cinco plazas y una va a ser eventual.
            Un suspiro.
            »No me deje tirada, por favor, que me tumban la oposición. Pérez Galdós. ¿Dónde hizo la mili?
            —¿Oposición, para qué?
            —Para ordenanza de Belchite, el viejo, no se vaya a pensar que le hablo de cualquier cosa. Pero con esto del centenario, pues ya ve, siempre sale Galdós. Yo me presento por el sueldo y el uniforme que no me queda nada mal. Eso me ha dicho mi novio.
            Respiro profundo y espero hasta que los tacos atraviesen el duodeno.
            —Mira, bonita, de los cien mil hijos de san Luis él fue el cien mil uno. El turuta.
            »Tú pon eso y me mandas un wassap con una foto del uniforme y tú al lado en bragas.
            Cuelgo, le pido disculpas a Pepe por la patada y nos echamos al monte, que es la pieza más interesante de la casa donde vivo.
            —Nos ha jodido con los centenarios…

Oscar da Cunha
5 de enero de 2020