El anciano
se reclinó en los almohadones, cerró sus ojos concentrado, imaginando contarle
a ese canto que lo acariciaba y su voz empezó, sosegada y cálida, como esa
brisa que a nadie le importa de dónde viene sino que se quede.
—Cuenta la
leyenda que el mundo empezó cuando nació una niña. A continuación, todo se fue
creando en torno a ella y según despertaban sus sentidos. Quizá las corcheas y
semifusas se adelantaron para que aprendiese a utilizar su oído, y de entre
todos los sonidos que surgían empezó a conocer la música, ese fue su primer
amor. Les envidiaron la madera y el limón, celosos, y como no podía oírlos
descubrieron la alquimia de juntarse con el agua para desprender vapores, y
comenzó a oler. Pero percibió otros aromas, dulces y refinados que provocaron
su más temprana embriaguez, y se le ocurrió la manera de llegar hasta ellos.
Por eso abrió los ojos y se le fueron revelando los colores y las formas;
lirios blancos y azules, rosas y amarillos, todos hacían bailar sus pétalos
atrevidos o serenos, y también floreció su primera sonrisa. Y en el brillo de
esa sonrisa y de sus ojos se inspiró el infinito para modelar el alma.
»Sus
primeros pasos fueron tempranos, inseguros pero valientes. Tantas sensaciones
encendieron su imaginación, previamente como la luz de un lejano faro que le
alcanzaba a ráfagas; después, como un amanecer contándole sobre un horizonte
que nunca se apagaba porque contenía todas las luces y ella podría verlas si
aprendía con el corazón. Y conoció las palabras y practicó con ellas hasta
entender que era posible abrazarlas en una
armonía y esa armonía eran las ideas. Viajó con ellas y se enteró del
mundo, y se enteró de que era un regalo. Le hablaron los mares, sabios, porque
escondían los misterios de las profundidades, la caricia de muchas orillas y un
amor en cada puerto. Compartió secretos con las montañas, mientras sus bosques
le enseñaban que perderse era la manera de dibujar nuevos destinos. ¡Ay esos
ríos! Rápidos y descarados, ingenuos como ella y siempre con prisa. De ellos
aprendió que corriendo es imposible no olvidarse de algo, pero no conviene
volver porque lo importante nunca se queda en el camino.
»Practicó
idiomas. Ese con tantas consonantes del león y del tigre. Los insolentes monos
le enseñaron muchas maneras de reírse y el lenguaje de los signos. Con el
águila descubrió que se puede hablar con la mirada, y en ella quedó fijada la
promesa de prepararse para volar. ¿Cómo sino conseguiría aterrizar después de
cada sueño? Y del perro entendió el verbo amistad, que no es un verbo pero
enseña cómo se conjuga querer en el modo incondicional; conoció a uno
vagabundo, un poco golfo pero son los que mejor educan porque ya han estado
donde quieres ir, y se dejó adoptar por él.
»Un día
volvió de lo leído y entonces empezó a escribir su vida, ya estaba preparada
para caminar junto a los de su especie, los más complicados. Intentaron
confundirla, involucrarla en sus accidentados tiempos llenos de problemas
creados por no saber apreciar que en lo más sencillo vive lo valioso. Pero no
lo consiguieron porque ella había orientado ya la dirección de sus sentidos
hacia todo lo que necesitaba. Le hablaron de pasados oscuros y futuros
inciertos, pero no les creyó porque ella llegaba enseñada de que antes de cada
presente hubo otro presente y ya se vivió sin pensar en cómo llegar a este; y
después vendrían otros presentes en los que tampoco merecía pensar, porque cada
siguiente de esos otros presentes siempre es la continuación de lo que se
aprende en el único que nos pertenece, y no de cómo se pretende vivirlo sin
haber vivido por preocuparse pensando en él.
»Cuenta la
leyenda que no la creyeron, pero también cuenta que todos podemos ser esa niña
si aprendemos a creer.
El anciano
abrió los ojos y se enfrentó a la embriagada mirada de ese pajarillo del que
tanto amaba su canto. Le abrió la puerta y sonrió feliz al verlo volar.
Oscar da Cunha
24 de Enero de 2017