sábado, 22 de septiembre de 2012

CUANDO LOS VENCEJOS TE PITAN EN LA OREJA


  —¿Turista?
  —¡No! —contesté—. Avería
  —¡Nada grave! —me soltó el anciano—, siéntate y tómate un cafelico. En diez minutos estará reparado.
  Le miré sorprendido. Anciano de pueblo, el típico, cabeza y boina todo uno; debajo, la nariz, enorme, con buena mata de pelillos asomando. Su mirada aún seguía siendo joven, pero dura, brillante; unos claros ojos grises, y mentón poderoso; la mano bien agarrada al bastón preparada para arrancarte la cabeza de un mandoble.
  —En este pueblo no se puede arreglar nada importante, si fuese grave no te habrían traído aquí.
  —El de la grúa me ha dicho que seguramente será la batería.
  —¿El Jacinto? ¡Ese qué sabrá!
  »¿Tienes gasolina?
  —Sí.
  —Pues entonces la batería, te lo digo yo.
  Guardó silencio mientras el barero me sacaba el café que yo no había pedido. De nuevo solos, se me acercó mientras miraba a ambos lados de la callejuela susurrándome al oído:
  —Este también es un jodído comemisas.
  —¡Vaya! —solté. No se me ocurrió nada mejor.
  —¿Tú también estás harto?
  —¿De quién? —pregunté.
  —¡De Él! —hizo un gesto con la cabeza amenazando con su potente nariz hacia arriba.
  Eché un vistazo al balcón situado sobre la terraza del bar.
  —¡No, no, más arriba! —No contento con estirar el cuello levantó el bastón con tal energía que tuve protegerme la cara con los brazos, y señaló al cielo que esa mañana se presentaba con un azul agotado.
  —¡El de arriba, cojona!
  —¡Ah! Se refiere usted a …
  —¿Tu ves la tele? —me interrumpió.
  —Poco, para lo que…
  —¡Pues haces mal! —me volvió interrumpir. El anciano, con su tono autoritario, no me dejaba hilar más de tres palabras seguidas.
  »La tele te hace pensar —Me miró fijamente con sus ojos grises mientras se golpeaba la boina con su dedo medio.
  »Yo veo muchos reportajes. A veces me sorprendo, embrujado, viendo un paisaje, tanta belleza me abruma, me parece… magia, y si hay magia me digo: ¡tiene que haber un mago!
  »También me gustan mucho los que nos enseñan las estrellas, ese infinito en el que, de momento, dicen que solo hemos conseguido descifrar una minúscula parte. Es una obra grandiosa, una maravilla de la ingeniería en continuo movimiento, y me digo: ¡tiene que haber un ingeniero!
  »¿Me sigues? —preguntó mientras agarraba con fuerza el mango redondeado de su bastón.
  —Sí, por supuesto —respondí escuetamente antes de que me interrumpiera y atento a cualquier movimiento de la estaca. Sentí como me incrustaba la fuerza de su poderosa mirada.
  —Los que no comprendo son los de África y el hambre, el cadáver de un niño, de lo que nunca pudo llegar a ser un niño, abandonado al borde de un camino diez metros antes del cuerpo sin vida de la que nunca logró ser una madre.
  »¡¿El puto mago es ciego?! —gritó.

  »Y qué me dices de las catástrofes naturales, cadáveres apilados, familias rotas, esperanzas, sueños… todo destruido porque algo ha fallado.
  »¡¿No había un ingeniero?!

  Durante unos instantes me miró estableciendo un silencio que solo el pitido de los vencejos se atrevió a interrumpir.

  »¿Sabes? Todo empezó con mi padre, lo mataron en la guerra civil, justo un año después de que yo naciera, no tengo ningún recuerdo de él.
  —¡Lo siento! —me apresuré a soltar.
  —¡Na, na, ya pasó! Pero el que lo fusiló, quien después fue alcalde de este pueblo, también fue creado a imagen y semejanza de Él, con sus mismos instintos.

  »¿Has conocido a algún loco?
  —No…, no en persona —contesté.
  —¡Yo sí! y no están locos, ¡solo están hartos!

  A media mañana salí del pueblo, los dos tenían razón había sido la batería. Pero no podía borrar de mi cabeza las últimas palabras de Jacinto.
  —Le he visto a usted entretenido con Don Andrés, es el párroco del pueblo.

Oscar da Cunha
22 de septiembre de 2012
(Equinoccio de otoño)