No sé si empiezo
a acercarme a esa pasión con la que debieron coquetear cuantos han escrito un
libro desde la sinceridad, por lo menos la intuyo. Cuando tengo uno entre mis
manos noto que son mucho más que papel y tinta, un soporte lleno de propósitos;
algunos, fascinantes a modo de cofre del tesoro como el de Black Sam Bellamy; otros, sobrecogedoras cajas de Pandora sin aviso
a navegantes. Pero en todos, dentro, están esas palabras con las que se
construyeron ideas y quedaron impregnados del esfuerzo que se empleó para
trasmitirlas. Escritos desde la tristeza, empujados por la emoción, creados gracias
al convencimiento o envueltos en la duda; sentimientos que cobraron vida,
decepciones que se dejaron como legado de lo que no pudo ser o cantos a la
esperanza por lo que se vio empezar. Tampoco hay dos ejemplares iguales, porque
todos los lectores somos distintos y ante un determinado párrafo cada uno ha
sentido diferente. Tras pasar la última página se cierra el libro, pero nunca
se encierran las ideas. Queda el lomo a la vista sobre la estantería y ya no
son títulos con nombre de autor; uno es el que nos destapó esquinas
desconocidas del amor, otro nos enseñó a llorar, con alguno aprendimos que la
amistad era eso, simplemente eso, y con un tercero nos atormentamos al
comprobar que el odio siempre llega mucho más lejos que eso.
Frecuento alguna de las pocas
librerías de segunda vida que hay en mi ciudad, me gusta esa nueva oportunidad
para los libros que ya acumulan varias biografías, la que se escribió y cuantas
se quedaron dentro al leerlas. A veces busco una obra en concreto,
descatalogada; voy directo, pillo y salgo con el tesoro. Otras, no sé lo que busco
y espero a que me encuentre. Saco un ejemplar del montón, cualquiera por el que
no me intereso de quién ni cómo lo tituló. Abro sin mirar qué página y leo,
entonces respiro. Si me entran ganas de quedarme dentro, ese era el que me
esperaba; lo cierro y ya no lo suelto porque hay mucho buitre que se alimenta
de las casualidades. Oportunistas de la opción ajena.
Creí que el otro era un día más, me
equivocaba porque si no hubiera llovido tal vez habría cruzado la calle. Por
estas tierras estamos tan acostumbrados a la lluvia que nos hemos vuelto
expertos en repudiarla mientras la esquivamos. Entré sin buscar nada pero en
muchos libros hay sol y un rato no me vendría mal. Título y autor los miré
después así que no los voy a citar, que fuera Los pasos perdidos de Carpentier
no viene a cuento. Yo no lo elegí. Y la página por la que se abrió estaba
amañada. Se puede encontrar cualquier cosa dentro de los libros; Emma Bovary la
muerte, un amigo mío a la mujer de la que sigue enamorado, y Alicia el único
mundo que quizás tenga sentido. Yo encontré un suspiro en el reverso de una fotografía.
Con letra de hombre, como escriben muchas mujeres.
A mediodía, como siempre a mediodía, mi amor.
Entre las horas.
En ese hueco donde se nos perdió el tiempo.
A mediodía, te espero a mediodía, mi amor.
Me lo llevé con el presentimiento de cometer una tontería. La foto
no presentaba demasiado desgaste, pero aunque hubiera sido de ayer, supe que
era una tontería. El tiempo no cura nada, a lo sumo termina matando al
mensajero. Y yo sólo me agarraba a un viejo mensaje y a unas fechas en las que
mi reloj se vuelve más tolerante.
El lugar de la cita me pillaba a
mano, y confié en que esa otra dimensión, tan incomprensible porque siquiera
podemos aspirar a comprenderla cuando nos ha dejado una nota, pudiera estar de
vacaciones.
El paseo de La Concha atrae a
turistas y vecinos, pero por distintos motivos. Los primeros quieren guardar el
haber estado, y los de casa sabemos que en alguna puesta de sol nosotros no
estaremos y en los folletos del futuro nunca hay garantías.
Es durante el segundo mediodía, sentado
en el banco y con el libro a la vista, cuando empiezo a tontear con los
reincidentes. Fracaso con una elegante anciana, la cara con la que huye al tomarme
por un pervertido arranca una sonrisa cómplice en el caballero que repite
observando desde la barandilla. Pelo abundante y blanco, la mirada firme,
decidida incluso si hubo errores, el porte digno, accesible por no temer más
miedos, y unas facciones con las que sólo se llega hasta esa edad cuando se ha
hecho el camino correcto. Las arrugas en su sitio.
Intento convencerme de que es una
tontería, no puede ser él porque yo imaginé a una mujer y sólo mis personajes
de ficción me estafan, pero se acerca y me señala el libro. Se sienta a mi
lado, sin saludo, y en sus ojos veo que no vamos a hablar de literatura. Por
eso saco la fotografía, la giro y le muestro el suspiro. Él me lo pide mientras
me cuenta que el libro, junto con el talante para aguantar más pacientes, se
dejaron perder durante un traslado. Acepto como siempre lo hago, con clausula
de rescisión, y él sonríe porque es de los que entiende de curiosidades.
El tiempo del que me habla parece
muy lejano, pero sólo porque se usaban las cabinas de teléfono y ellos estaban
casados por lo aparente, sin que ninguna de sus parejas lo llegara a sospechar.
Descubrieron que compartían inclinaciones sexuales, a ella también le gustaba
la aventura.
Pero de incógnito, como en las más imprudentes
correrías, se presentó la fatalidad y se enamoraron a imposible. Fueron
discretos, sólo confiaron en los más íntimos porque sabían que esos traicionan
con mejor estilo, y lo suyo no era una infidelidad de quitarse las bragas sino
el sombrero.
Ahora soy yo quien señalo la foto y pregunto
qué acabó mal. Intuyo la tragedia, y sólo se pude convivir con la tristeza chapuceando
un mal arreglo, una cita diaria con el pasado. Él me observa, sorprendido, distingo
una sombra en sus ojos con los que me dedica un gesto serio antes de confesar
que no repararon en la conspiración de sus parejas, su venganza fue la
tolerancia y en silencio permitieron que la rutina hiciera el trabajo sucio.
Aquel fue el peor castigo para dos amantes de la aventura. No lo superaron.
Se pone en pie mientras noto un
nuevo brillo en su mirada y veo a una dama acercarse por el paseo. Le interrogo
con un gesto y él sonríe al devolverme el suspiro con el libro que dejó de
necesitar.
Los veo alejarse despacio, cogidos
por el brazo y algo más. Dos viejos cansados que ya han gastado el viaje hacia
su Ítaca y se conforman con eso tan sencillo que llamamos amor pero
desconocemos cómo funciona.
Oscar da Cunha
18 de
diciembre de 2017
Qué alegría leerte Oscar y disfrutar de nuevo de tu prosa impecable cuando explora esos espacios intangibles donde decidimos sufrir y amar y donde dependemos del frágil y equívoco soporte de las palabras. Gracias!
ResponderEliminarAlvaro Garzon
Gracias por pasarte por aquí, querido Álvaro. Bien sabes tú de sentimientos, son tu «marca de fábrica» con la que contagias a cuantos te rodean.
ResponderEliminarYo soy el agradecido por conocerte.
Un fuerte abrazo.
"esos espacios intangibles donde decidimos sufrir y amar" sentimientos,palabras que son marca de fábrica de dos hombres a los que admiro.A uno,Oscar,creo conocer siquiera "una miaja".Del otro,Álvaro,me han contado tanto...Abrazos a los dos
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