domingo, 3 de diciembre de 2017

Por un puñado de palabras

Quien cuenta someramente lo que ve, se arriesga a no igualar el artificio de una buena imagen. Hay virtuosos que se esfuerzan por penetrar en una escena, minuciosos hasta el límite con cada detalle de un entorno estático, y como mucho no superan más que lo mismo, una buena imagen. Pero si la sola imagen fuera tan poderosa merecería el esfuerzo, y bastaría con repartir fotografías de solomillos para acabar con el hambre o retratos con sonrisa para confortar tantas soledades. Acomodados en esta postura de la imagen, de lo aparente e instantáneo, le ofrecemos un folleto en colorines sobre Maldivas al mendigo que intenta aguantar el frío entre cartones. Tras un par de amaneceres, cuando se ha rendido ante el invierno, lo culpamos por no haber sabido utilizar las escenas, por no haberse reinventado dentro de los nuevos cánones de la mendicidad. Y los más simples nos conformamos, pero empieza a abundar esa anómala pluralidad que se indigna con un mezquino malversador de imágenes.
            A veces reviso viejas fotos. No se ve ningún cazo en ellas pero yo huelo el chocolate mientras por la espalda me llega el repiqueteo de la máquina de coser; y mi abuela, sin apartar su mirada de la ventana tras la que no cesa la lluvia, con ese acento francés al que jamás querrá renunciar, me cuenta de aquella juventud en la que otra lluvia se llevó, sin billete de vuelta, a su padre hasta las trincheras para defender sus tierras de los alemanes. En la radio, un señor dice que el hombre acaba de pisar la luna y abuela agita su cabeza lamentando que todavía no hayamos aprendido a caminar sobre la tierra. Es cuando cierra la capilla limosnera porque de esa esperanza ya dejó de esperar nada bueno. Y tose, siempre tose por culpa de la cocina económica mientras comprueba ese bolsillo donde esconde el paquete de Chester. Enrolla su metro y medio de cinta para entallar sisas y sonríe con gafas y yo la acompaño, quizá en esta nueva anécdota su padre haya vuelto para dirigir la vendimia. Y habrá calma, los vientos dejarán de alborotar porque en casa no hay quien le replique al Calendario Zaragozano.
            Huellas que nunca se desenfocan.
            Entonces, abro los ojos y veo que he estado mirando las fotos por su reverso. Que fueron las palabras las que, en cada instante, formaron las estampas del álbum que llevo dentro. Voces con mirada y manos que guiaron la mía. Objetos que siguen hablando desde cada escena que nunca es pasado, porque el pajarito del reloj sigue vivo y da las horas, que no importan, cada una sólo cuenta las sensaciones que quedaron dentro, con murmullo, olor y reto por superar. Y a esas imágenes sólo llego con la memoria, porque no sumó ni el plano ni el momento, sólo valen por cuanto se rellenó con sentimientos.
            Paseo, y más allá de la curva sobre el camino hay luz, es donde se abre la arboleda y la luna se cuela, me acerco y veo sombras que no salen en la escena porque son antepasados, incluso yo también estoy en antepasado. Sospecho que la imagen tampoco cuenta hasta que me añado, los escucho y hablo con ellos. Y la intuición no me traiciona porque no hay retrato que valga si las emociones quedan fuera, porque en el interior hay más y eso sólo se construye con palabras.
            Apago la mirada y veo.
            Y algunos se empeñan en hablarme de imágenes.

Oscar da Cunha

3 de diciembre de 2017

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