Quien cuenta someramente
lo que ve, se arriesga a no igualar el artificio de una buena imagen. Hay
virtuosos que se esfuerzan por penetrar en una escena, minuciosos hasta el
límite con cada detalle de un entorno estático, y como mucho no superan más que
lo mismo, una buena imagen. Pero si la sola imagen fuera tan poderosa merecería
el esfuerzo, y bastaría con repartir fotografías de solomillos para acabar con
el hambre o retratos con sonrisa para confortar tantas soledades. Acomodados en
esta postura de la imagen, de lo aparente e instantáneo, le ofrecemos un
folleto en colorines sobre Maldivas al mendigo que intenta aguantar el frío entre
cartones. Tras un par de amaneceres, cuando se ha rendido ante el invierno, lo
culpamos por no haber sabido utilizar las escenas, por no haberse reinventado
dentro de los nuevos cánones de la mendicidad. Y los más simples nos conformamos,
pero empieza a abundar esa anómala pluralidad que se indigna con un mezquino
malversador de imágenes.
A veces reviso viejas fotos. No se
ve ningún cazo en ellas pero yo huelo el chocolate mientras por la espalda me
llega el repiqueteo de la máquina de coser; y mi abuela, sin apartar su mirada
de la ventana tras la que no cesa la lluvia, con ese acento francés al que
jamás querrá renunciar, me cuenta de aquella juventud en la que otra lluvia se
llevó, sin billete de vuelta, a su padre hasta las trincheras para defender sus
tierras de los alemanes. En la radio, un señor dice que el hombre acaba de
pisar la luna y abuela agita su cabeza lamentando que todavía no hayamos
aprendido a caminar sobre la tierra. Es cuando cierra la capilla limosnera
porque de esa esperanza ya dejó de esperar nada bueno. Y tose, siempre tose por
culpa de la cocina económica mientras comprueba ese bolsillo donde esconde el
paquete de Chester. Enrolla su metro y medio de cinta para entallar sisas y sonríe con
gafas y yo la acompaño, quizá en esta nueva anécdota su padre haya vuelto para
dirigir la vendimia. Y habrá calma, los vientos dejarán de alborotar porque en
casa no hay quien le replique al Calendario Zaragozano.
Huellas que nunca se desenfocan.
Entonces, abro los ojos y veo que he
estado mirando las fotos por su reverso. Que fueron las palabras las que, en
cada instante, formaron las estampas del álbum que llevo dentro. Voces con
mirada y manos que guiaron la mía. Objetos que siguen hablando desde cada
escena que nunca es pasado, porque el pajarito del reloj sigue vivo y da las
horas, que no importan, cada una sólo cuenta las sensaciones que quedaron
dentro, con murmullo, olor y reto por superar. Y a esas imágenes sólo llego con
la memoria, porque no sumó ni el plano ni el momento, sólo valen por cuanto se
rellenó con sentimientos.
Paseo, y más allá de la curva sobre
el camino hay luz, es donde se abre la arboleda y la luna se cuela, me acerco y
veo sombras que no salen en la escena porque son antepasados, incluso yo
también estoy en antepasado. Sospecho que la imagen tampoco cuenta hasta que me
añado, los escucho y hablo con ellos. Y la intuición no me traiciona porque no
hay retrato que valga si las emociones quedan fuera, porque en el interior hay
más y eso sólo se construye con palabras.
Apago la mirada y veo.
Y algunos se empeñan en hablarme de
imágenes.
Oscar da Cunha
3 de
diciembre de 2017
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