Todos
acumulamos momentos importantes en nuestra memoria. Fechas, lugares, aquella
dimisión cuando la cosa estaba al dente, el primer sopapo de esa chica que años
después nos sigue sacudiendo otros pero por el motivo contrario. Situaciones
que cambiaron nuestro camino o marcaron un principio y un lo que llegó. Son
esas lonchas de pasado que de vez en cuando sacamos de la cabeza, supervivientes
del tiempo, y cada una nos recuerda que recorrimos diferentes andurriales en
los que fuimos retocando piezas para llegar hasta donde hoy todavía intentamos llegar.
Nostálgicos hay de todo tipo. Los
materialistas: «Empezamos a viajar en tren cuando nos robaron el coche…». Inquietos:
«Empecé a viajar en tren cuando me quitaron el carné por conducir borracho…». Incómodos:
« Fue a partir de que yo ganara mi tercer campeonato de golf y a ti te mandaran
al paro…». Más incómodos: «Aquellos años con ella, ¡qué bomba, chico! Luego se
casó contigo y perdió mucho». Es incalculable el catálogo de subespecies, tal
vez tan variado como individuos, pero hasta con los estúpidos tenemos lo mismo
en común: Nos gusta hacer departamentos con lo que dejamos atrás, etapas archivadas
con una etiqueta en la que figura un elemento que sobresalió.
Cuando yo me giro están todos, esos
cabrones peludos a los que no necesité explicarles mis lágrimas para que las
compartieran, que me contagiaron sus sonrisas cuando yo no pregunté; quizá porque
sólo fuera el amor del compañero, y en ese que ellos están licenciados nosotros
aún somos aprendices.
Se me ha borrado el camino que hago
para ir al colegio, pero conservo la mirada de Tony mientras me acompaña,
mientras me agarra del pantalón porque soy un crío y para que aprenda que me
espera mucho camino con semáforos en rojo. Y el último timbre no me alegra
porque se hayan acabado las clases del día, sino porque hay una puerta tras la
que él llevará rato esperando.
Tengo colegas que me desempolvan los
años de grandes olas; me hablan de temporales, de granizo golpeando la tabla y
galernas de este Cantábrico cuando se empeña en demostrar que el escritor del
Apocalipsis se curtió de reportero por aquí. Yo veo lo mismo pero con sol,
sombrillas en bikini, y unos ojos que nacieron para no destapar más que esa
parte que también tiene de buena la vida. Porque ahí siempre está Gran Max.
Y sé de una época durante la que viajé
mucho. Diría que fueron mañanas de reuniones y pesadas tardes aguantando
discordias, pero mentiría, porque sólo hubo mediodías en los que Loiti y yo compartimos
bocadillo y paseo, y por eso podría hablaros mucho sobre los parques de nuestra
geografía. La lluvia y el sol. Y sobre distinguir en su especie a los chicos de
la chicas por su cara.
Me sé de otra con dos puertas. Atravesé
la primera en la que me fue bien y se llenó de compañías. Después me fue mejor,
mientras me echaban por la segunda fui aprendiendo cómo los malos momentos son
el mejor detergente para la mayoría de compañías. Las he olvidado todas y sólo
queda un momento, largo y sereno, una
época sin precio porque Vieja Nati le puso su nombre a todo lo que tuve
y a lo que me salvó de lo que me faltaba.
Y desde hace un tiempo suceden
muchas cosas. Se irán, dejarán huella como las anteriores, y cuando llegue el
momento de mirar hacia atrás, cuando me pregunten qué pasó, y si recuerdo, lo
haré como siempre con orgullo, que sólo pasó una verdad que fue Enano Pepe.
Mis perros van marcando cada una de
mis épocas; esa parte noble de mi familia, esos grandes tipos me van salvando de la vida. Y tal vez también me
salven de la muerte, haciéndome un pequeño hueco, aunque sólo sea de
observador, en ese auténtico paraíso suyo que es mejor que la chapuza, esa mala
copia que nosotros tuvimos que inventar para consolarnos.
Oscar da Cunha
25 de
Noviembre de 2017
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