Los
primeros años de la vida son perezosos. A escondidas se le da la vuelta al
reloj del pasillo para revisar que la pila sigue funcionando. Las hojas del
calendario de la cocina acumulan una hipnótica grasa que las mantiene aburridamente
estáticas hasta la desesperación. Se mira hacia adelante con ansia para
comprobar con desánimo que, por culpa de esa maldita inercia, adelante aún sigue
siendo demasiado atrás. Y a cada noche le sigue un nuevo amanecer, pero le
sigue siempre con desgana y un bostezo de para qué me despiertas hoy que tengo
fiebre. Durante esa temprana edad el tiempo también es un niño que se
entretiene sentado jugando con un palito en vez de realizar la tarea que se
espera de él, avanzar. Es un indolente que no pedalea hacia el futuro para
encontrarse con lo que vendrá más tarde, no le interesa.
Después, y bien pensado, es un
estado de confort que se abandona y todo adulto termina recordando con
nostalgia.
Pero eso les ocurre a los demás. A
todos los usuarios de la vida que no la comenzaron como nosotros, por ese lado
donde apagaron las bombillas. ¿Pero quiénes eran los tipos como nosotros?
¿Quiénes éramos para los demás? Por suerte nadie se hizo esas preguntas.
Recuerdo una fría mañana en la que
nos dirigíamos a la escuela bajo un sol tan lejano como el calor en un beso no
deseado de despedida. Amigo Imaginario caminaba más silencioso que la muerte y
con la mirada por debajo de la tierra que pisábamos.
—¿Sabes qué me preguntó ayer?
—masculló—. Me refiero a ese, a Padrastro.
—¿Qué?
—¿Por qué no me llamáis Padre?
Nos detuvimos. Yo contemplé cómo
Amigo trazaba un circulo en el suelo con uno de sus zapatos y después levantaba
la cabeza. Esperé su respuesta con una mirada.
—Porque ya somos hijos del que tiene
muchos nombres…
Sentí un viento helado pero no me
estremecí. No nací para temerle al frío.
—…Y ninguno coincide con el de
usted.
También recuerdo que Madre empezó a
ser cada día menos Madre y más esposa. Demasiado señora de Padrastro para
nosotros. Sus besos más cortos, sus despedidas menos afligidas y sus
bienvenidas fueron perdiendo brillo. Para Padrastro y ella empezamos a
convertirnos en esa sobrecarga del tendido eléctrico que causaba una bajada en
la intensidad de la luz dentro de aquella casa.
Pero nadie que lleve el fuego dentro
necesita luz que lo ilumine. Y el de Amigo Imaginario siempre fue más intenso.
No descarto que fuera su primer amaño con las cartas, yo pensé que el As ganaba
pero él insistió en que dos espadas eran más que una y gracias a eso consiguió
el primer turno para salir del vientre de Madre. Y se llevó la parte que mejor
ardía.
Con la primera bofetada, Amigo
Imaginario me dejó sorprendido, y cuando sus dedos se quedaron marcados en mi
cara tras la segunda empecé a llorar. Luego vi cómo golpeaba su frente contra
uno de los chopos del camino. Una vez, dos… hasta quedar medio aturdido.
Sacudió la cabeza, se giró y pude ver, bajo su frente enrojecida y a punto de
empezar a sangrar, esa sonrisa. Me pareció nueva en él pero llevaba la inmoralidad
de lo que empezó antes que el hombre. Ese fue el primero de los días con el que
se inició el ritual que precedería nuestra llegada a la escuela cada mañana. No
tardaron los comentarios en empezar a recorrer las bocas del pueblo.
Y entonces lo entendí.
Mentir dejó de convertirse en un
necesario calvario para convertirse incluso en un placer.
Quien haya leído un poco de historia
habrá podido comprobar que el mal es tan ligero en cambiar de bando como el
peso de la pluma con la que ha sido escrita. Hay veces que no existe y todo se
reduce a verdades opuestas que se enfrentan sin crueldad, pero eso sólo sucede
en los cuentos para que los niños dejen de joder y se duerman. La realidad es
diferente, porque fabrica verdades y mentiras con el fin de que no renunciemos
a hacernos preguntas sobre cuál es la verdadera realidad. Hay quien opina que
la verdad fue el comienzo y en él la encontraremos. Pero no nos engañemos, la
actualidad llega a más público, y aunque hubo un tiempo en el que quién pegaba
primero pegaba dos veces, todo cambió; ahora el mal se conforma con reír el
último para hacerlo mejor. Porque la condición del individuo se ha vuelto tan
trivial como una calculadora adquirida en un chino, y la primera vez que falla
el botón de la memoria corre a comprarse otra.
A veces pienso que en nuestro
cerebro vive la versión defectuosa de un perro lazarillo, sólo sabe llevarnos
al mismo destino aunque nuestras voluntades emprendan caminos opuestos. El de Amigo
Imaginario a cada paso le producía más alegrías. Él miraba hacia afuera y los
comentarios de los vecinos le fueron confirmando que falsificar los medios no
implicaba que el fin también se convirtiera una estafa. Yo no conseguí dejar de
mirar hacia adentro. Y los sopapos de Amigo dejaron de dolerme para comenzar a
ser dolorosos cuando en la mirada de Madre entendí que había caducado su
disposición para ver las marcas en mi rostro, cuando empecé a ser invisible
para ella, tan sólo una falsificación del pasado que tampoco impedía que el
futuro se convirtiera en una estafa.
Compartíamos habitación y aquella
noche también insomnio. La envergadura de Amigo Imaginario, excesiva para sus
todavía mediados seis años, consiguió que su cama protestara al levantarse
violentamente. Se tumbó a mi lado y en la oscuridad me giré hacia él.
—Lo haremos mañana —me dijo con un
susurro. Su tono denotaba alegría pero no le vi la cara, lo preferí. A veces
los amigos imaginarios ocultan cosas horribles tras su sonrisa. Y aunque sabía
de qué se trataba, ya lo he dicho, preferí no verla.
—¿Por qué mañana? —Los muros eran
gruesos, la puerta estaba cerrada, pero aun en la soledad de un monte perdido
las conspiraciones no se comparten a gritos.
—Porque hoy ya es tarde —repuso Amigo.
—Puede ser otro día —intenté
disuadirle aunque en el fondo no pretendía más que esconderme de mi propio
destino.
—Cualquier otro día ya será demasiado tarde —insistió—. Ahora te ha
temblado la voz. Mañana veré como te tiembla el pulso. Y en adelante no podré
confiar en que mantengas firme tu decisión.
—Tengo miedo —prorrumpí.
Amigo me tiró del pelo.
—Mantenlo —me dijo al oído—. El
valor persigue victorias, recuerda que nosotros buscamos una derrota.
Nos despertaron las tinieblas,
siempre son las más oscuras las que preceden al alba. Esperamos y esa fue la
última vez que vimos un amanecer juntos. Pero no creo que ninguno de los dos lo
hayamos añorado.
Podría contar que aquel fue un día
sin sol mediada una primavera que empezaba a colorear los campos. Que Madre nos
despidió al marchar con una sonrisa que no tardó en borrar al darse la vuelta.
Que los más cercanos compañeros de la escuela repitieron sus miradas
compresivas al verificar que los moretones llegaban renovados como cada mañana.
Que la maestra siguió pensando con qué fechoría nos los habríamos vuelto a
ganar, pero quizás algún día dejaría de encontrar la excusa para continuar
aplazando la visita a nuestra casa. Podría contar que aquel fue un día normal e
incluso afirmar que lo llegué a confundir con cualquiera de los anteriores.
Hasta que llegó su noche y me di cuenta de que jamás lo confundiría con los que
vendrían después.
Madre trajinaba con los platos de la
cena. En la radio de la cocina sonaba "Wild
Is The Wind", pero mi memoria no se conforma con la versión original
de aquella época compuesta por Dimitri
Tiomkin. Para mí todavía sigue sonando esa inigualable adaptación que con
la voz de Nina Simone tardaría en
aparecer casi diez años después de cuando se la esperaba. Lo siento pero no es
un error y por supuesto que no intento justificarme por ello, nadie debería
hacerlo. Si algo nos pertenece son nuestros recuerdos y todos tenemos derecho a
introducir en ellos ciertos retoques.
Padrastro leía sentado en una butaca
de la sala. Nunca llegué a saber qué libro era, me consolé pensando que ya
habría llegado al último capítulo y los agradecimientos que vienen a
continuación suelen ser un coñazo.
Con los años me he aficionado a la
lectura. Hubo una época durante la que sentí especial atracción por aquellas
novelas en las que se cometían crímenes, quizás buscando el nuestro, o tal vez
procurado identificarme con alguno de los asesinos, pero me aburrí. La ficción
es una chapuza comparada con la realidad. Incluso grotesca, tanto como un
ridículo árbol navideño saturado de lucecitas y bolas de colorines en contraste
con la sobriedad de un auténtico pino en la soledad de un monte. El escritor
prepara la escena, la decora, incluso la estira, le añade tensión y se lo pone
difícil al criminal. ¡Bah! No son más que recursos literarios porque el paseo
entre la vida y la muerte es mucho más sencillo. Sólo es ese pino solitario.
Llegamos por detrás, sin verle la
cara, como deben cometerse lo más infames asesinatos. Él era un hombre alto y
su cabeza sobresalía por el respaldo del sillón.
Amigo Imaginario agarró con fuerza
su pelo y tiró de él. Su navaja de afeitar que habíamos cogido del baño se
deslizó con suavidad seccionándole el cuello de izquierda a derecha.
Sólo un ligero detalle, el pequeño complemento
de dos disparos.
Frío, y el silencio del libro
deslizándose por su regazo.
Después
ese molesto, ese impertinente restallido de platos rotos que llegaba desde la
cocina.
Y la apasionada versión de Nina Simone.
For we're creatures
Of the wind
And wild is the wind
So wild is the wind
Wild is the wind
Wild is the wind
Wild is the wind
Of the wind
And wild is the wind
So wild is the wind
Wild is the wind
Wild is the wind
Wild is the wind
Oscar da Cunha
22 de octubre de 2016