jueves, 26 de junio de 2014

LLUVIA DE VERANO

Me gusta la lluvia de verano cuando huele a sonata de Beethoven. Cuando las gotas nadan por mi cara como los cisnes en el lago de Tchaikowsky y la tinta se funde con la nostalgia del barco ebrio de Rimbaud. Me gusta la sonrisa del platanero, llorando verde mientras la tormenta, adolescente porque es atrevida, interpreta esos compases perdidos de la sonata que Schubert inconcluyó.
         Me recuerda al globo de Verne, cuyas cinco semanas se infinitan en el perfume de aquella rosa, la que escogió navegar cuando el Sena aún brillaba en la botella que Picasso decidió convertir en mujer. Y entretanto, la voz de Mimi, a la que nadie le preguntó si quería ser la Bohème, suena. Suena en mi cabeza como los ojos negros de la Cordobesa de Julio Romero.
         Así es la lluvia de verano, como el resplandor de Tehura sobre las últimas arenas de Gauguin, porque el pecado sólo humedece la memoria si sobrevive a la melodía de esa canción que Neruda desesperó. Y moja, con esa locura fingida, extravagante por imprevista, quizá fugada de esa fría noche de Elsinor que hace enloquecer a Ofelia, y no me creo que ninguna lluvia baile con el fantasma de la venganza, aunque Hamlet intentará recuperar, así, el tiempo perdido que no consiguió en la magdalena de tía Leoncia.
         Me gustan esas gotas que, como las cartas a Abelardo, huelen a Séneca y Ovidio; y me acercan el gris de la piedra que me recuerda, cuando sólo la piedra mojada es capaz de recordar, la soledad de la mano derecha de Chopin acariciando a ese perrillo que, durante el minuto de ese vals, tan sólo pequeño, navega en círculos, intentando orientar las velas para encontrar en la punta de su cola el rumbo de las horas del azul donde Sorolla mantiene su viaje desde la naturaleza al lienzo.
         Cómo ignorar esas hebras de Platero que, desvanecidas, desde el cielo de la calle de la Ribera, se dejan caer sobre los poros abiertos de quien, por envidiar seguir siendo niño, se descubre sobre el papel intentando transformar las lágrimas de Leonor en gotas de Duero. Gotas secas, resignadamente rebeldes, gotas de aguja de pino con esos acordes heridos de amor que Joan Manuel le pidió prestados a Federico para terminar sublimándose en esa sinfonía transparente, ahora concedida por la naturaleza bajo la que, salpicado de rociada añoranza, sueño soñar.
         Porque en verano llueve a mariposa con moustache, a Gala persistiendo en esa memoria que moldea el tiempo cuando, entre gotas, reaparece y, tras cada gota, se disfraza el reflejo del espacio perdido de Magritte. Llueve a violín de Kiki de Montparnasse, con coreografía de ballet y zapatillas que perdieron su punta entre latidos con cadencia de corazón. Porque en verano también llueve y desnuda todo lo que me gusta. Y porque todavía sigo disfrutando de eso, de lo que la lluvia de verano me cuenta.

Oscar da Cunha

26 de junio de 2014

martes, 17 de junio de 2014

CARTA A UN DESCONOCIDO

No siempre ocurren estas cosas, o quizá sí, pero no queremos enterarnos.
No siempre las vemos porque, a menudo, sólo tenemos la mirada dispuesta para aquello que sabemos que no nos va a turbar. Pero yo lo vi. Estaba en el suelo, junto a una papelera que tal vez tuviese un letrero de: “Reservado el derecho de admisión”.

         Era un sobre blanco, pequeño, vulgar. Lo cogí, al leer el destinatario indicado en el sobre, me sentí aludido y no pude evitar abrirlo sin saber la conmoción que me esperaba dentro.

“Para un desconocido”


Mi nombre no importa. Tampoco sé si alguna vez tuve uno, ninguno lo utilizó. Nunca he sido alguien interesante, necesario ni irremplazable. Nadie lo es. El mundo seguirá girando en mi ausencia como viene haciéndolo desde el principio de los tiempos, y de mí, como de la mayoría de los que pasamos por esta vida, se olvidarán hasta los que fingieron conocerme. Si alguna vez amé nunca fui capaz de demostrarlo, si alguna vez me amaron tampoco me enseñaron que hasta en las flores marchitas hay belleza.
No oí ninguna voz que me confortara mientras mis pies se agostaban con las brasas del camino que el destino, traidor, me reservó siempre ardientes. Mil horizontes perseguí y en ninguno jamás hubo luz, y todo cuanto fui dejando atrás desapareció en la oscuridad que, sin tregua, no dejó de acosarme.
         Me robaron la infancia durante todas las noches en las que me impidieron soñar entretanto vigilaba que nadie traspasara la puerta de al lado sin olvidar sus monedas. Fui creciendo mientras huía de los otros, quienes pretendían quitarme aquello que, sin ser mío, me era obligado llevar a una mesa que esperaba con un plato eternamente vacío. Y me forzaron a hacerme hombre en las esquinas de invierno, entre sonrisas sin dentadura, cuando las farolas no aproximaban ninguna sombra con sombrero.
         Aprendí contando el dinero que siempre faltó y, por primera vez, escribí unas torpes palabras para comprometerme a renegar del filo de acero que me enseñó que, a veces, hay más libertad tras unas barras de hierro. Me hice amigo del cartón, sin confesarle que fue el alcohol quien me conservó la vida aquella noche de hielo en la que aquél perro sin nombre, el que me acompañó mientras el tiempo continuaba, se durmió congelado a mis pies. En él vi la última sonrisa, esa que permanece eterna cuando la muerte es una caricia.
         No conozco mi edad, no la necesito para decidir que ya no quiero más años, de nada sirven cuando has comprobado que éstos nunca te permitirán conocer más vida. Aún así debo ser agradecido por no haber nacido gato y haber tenido que soportar siete martirios.
         Tú que estás leyendo esta carta, tú que no me conoces porque nadie lo hizo; no busques en las esquinas, no levantes cartones porque no me encontrarás, porque no quiero que nadie me encuentre. Y, aunque alguna vez tuve una mirada que también lloró, ya sólo soy ceniza, ceniza en la que algún día, del mismo modo tú, como todos, te convertirás.
         No lo olvides.


         Y he decidido no olvidarlo.
         No quiero guardar la carta porque él ya es ceniza, y como tal pretendo que permanezca en mi memoria.
         Mientras la he quemado, ha ardido con fuego negro, igual que siempre fue su horizonte.
         He recogido las cenizas y las he guardado, repartidas, entre las hojas de un libro, cuyo título desde ahora, para mí, será su nombre.

Oscar da Cunha
17 de junio de 2014     


domingo, 1 de junio de 2014

YA NO TENGO MIEDO

No sé cómo definir lo que quiero contaros, lo que siento, lo que he sabido por lo que un día no pude ver. Me cuesta admitir que, a veces, las palabras no son suficientes.
Los cuatro amigos que me leéis, estáis al corriente de que me gusta acompañar todos mis textos con cualquier imagen y algún tema musical (cuando no son varios) pero, esto que hoy escribo, tiene demasiadas imágenes reales en mi memoria y multitud de bandas sonoras, sería imposible escoger una, aunque, desde hace horas, en mi cabeza no deje de interpretar, una misteriosa voz magistral, ese lied de Schubert: Ave María.
Hay días en los que todas tus creencias, tus dudas y las pocas certidumbres a las que te aferras para no seguir peregrinando desnudo, caen encima de tus hombros, acariciándote como hojas de otoño, suavemente pigmentadas en rojo sangre, y aún así son insuficientes para secar las lágrimas con las que todavía no sé si seré capaz de vaciarme.
Hoy he ido a visitarle. Hoy me he enterado. En otro tiempo —a veces dudo de que pertenezca a otra realidad—, fuimos inseparables compañeros de juerga. Pero este laberinto al que llamamos vida está lleno de cruces, cambios de sentido y saltos —de oca a oca— en los que, aquellos que te han acompañado durante largo tramo, se desvanecen y, solamente cuando la palanca se coloca en la marcha atrás de tu memoria, aparece su sonrisa.

La quimioterapia hace tiempo que le robó aquellos rizos castaños con los que se me adelantaba a todas las chicas. Y el mal, que nadie ha sido capaz de detener, ya casi se ha tragado aquella golfa mirada con la que siempre me planteaba qué coche afanar: “El de tu padre o el del mío”.
No ha sido capaz de incorporarse cuando he abrazado el bastidor que queda debajo de su arrugada piel, parcialmente oculta por una bata cuyo color mis empañados ojos no han podido reconocer.
Hemos compartido lo único que a él le queda, memorias. Y poco de antes de marcharme me lo ha soltado:
—No tengo miedo, ¿recuerdas aquella noche?

No veo el año de aquél calendario pero sé que han pasado treinta y cinco. No recuerdo de quién era el coche pero sé que conducía yo. Se me han olvidado cuantas noches fueron, pero sucedieron en Pamplona, por San Fermín. La juerga duró hasta que se nos acabó toda la pasta, la nuestra y la de con quienes nos juntamos. Por azar, el coche lo cogimos con el depósito lleno, sino todavía seguiríamos allí y quizás ahora todo sería distinto, ¡qué traidor es el azar!
No hace muchos años que han rectificado el trazado de esa carretera, atractivamente peligrosa en aquella época. Y esa madrugada, en la que el destino devolvía a casa los restos de más de cuarenta y ocho horas de fiesta, recordamos la leyenda. No es diferente a la que se cuenta por muchos otros lugares, sólo cambian algunos detalles y el color del vestido de la mujer que se aparece, justo un poco antes de la más peligrosa de las curvas. Dicen que se sube en el coche y con una suave voz te invita a levantar el pedal porque, según ella: “aquí me maté yo”.
Y desaparece.

Las últimas copas todavía estaban recientes, a menos de sesenta kilómetros atrás y, uno tras otro, fuimos encadenando chistes, absurdas bromas, entre risas, que llevábamos preparadas para cuando “ella” apareciese. Al principio no me di cuenta pero, durante el último tramo, él enmudeció y hasta juraría que lo vi envejecer.
—¿Estás bien? —le pregunté—. Se te ha cortado el pedo.
—¡Déjame en casa! —me soltó con tono brusco—. Mañana hablaremos.

Él me llamó al día siguiente. Quedamos en el bar de siempre, de donde ya sabían que, a menudo, nos marchábamos sin pagar. No recuerdo quién se tenía camelada a la camarera.
Su mirada era extraña cuando me preguntó:
—¿Tú la viste?
—¿A quién? No sé de qué me hablas.
—La chica de la carretera, ayer anoche.
         —No digas bobadas.
         —Estaba en el asiento de atrás, rubia y con un vestido blanco. Me miró, sonrió, levantó la mano para despedirse y desapareció.
         No le creí, no pude creerle.

         Hoy he sabido que fue verdad, cuando al despedirme de él, en el hospital, ha insistido:
         —Ya no tengo miedo. Sé que hay algo más y no duele, porque sonreía. Aquella noche yo la vi.

Oscar da Cunha


1 de junio de 2014