No sé cómo definir lo que quiero
contaros, lo que siento, lo que he sabido por lo que un día no pude ver. Me
cuesta admitir que, a veces, las palabras no son suficientes.
Los cuatro amigos que me leéis, estáis
al corriente de que me gusta acompañar todos mis textos con cualquier imagen y
algún tema musical (cuando no son varios) pero, esto que hoy escribo, tiene
demasiadas imágenes reales en mi memoria y multitud de bandas sonoras, sería
imposible escoger una, aunque, desde hace horas, en mi cabeza no deje de interpretar,
una misteriosa voz magistral, ese lied de Schubert: Ave María.
Hay días en los que todas tus
creencias, tus dudas y las pocas certidumbres a las que te aferras para no
seguir peregrinando desnudo, caen encima de tus hombros, acariciándote como
hojas de otoño, suavemente pigmentadas en rojo sangre, y aún así son
insuficientes para secar las lágrimas con las que todavía no sé si seré capaz
de vaciarme.
Hoy he ido a visitarle. Hoy me he
enterado. En otro tiempo —a veces dudo de que pertenezca a otra realidad—, fuimos
inseparables compañeros de juerga. Pero este laberinto al que llamamos vida
está lleno de cruces, cambios de sentido y saltos —de oca a oca— en los que,
aquellos que te han acompañado durante largo tramo, se desvanecen y, solamente
cuando la palanca se coloca en la marcha atrás de tu memoria, aparece su
sonrisa.
La quimioterapia hace tiempo que le
robó aquellos rizos castaños con los que se me adelantaba a todas las chicas. Y
el mal, que nadie ha sido capaz de detener, ya casi se ha tragado aquella golfa
mirada con la que siempre me planteaba qué coche afanar: “El de tu padre o el
del mío”.
No ha sido capaz de incorporarse cuando
he abrazado el bastidor que queda debajo de su arrugada piel, parcialmente
oculta por una bata cuyo color mis empañados ojos no han podido reconocer.
Hemos compartido lo único que a él le
queda, memorias. Y poco de antes de marcharme me lo ha soltado:
—No tengo miedo, ¿recuerdas aquella
noche?
No veo el año de aquél calendario pero
sé que han pasado treinta y cinco. No recuerdo de quién era el coche pero sé
que conducía yo. Se me han olvidado cuantas noches fueron, pero sucedieron en
Pamplona, por San Fermín. La juerga duró hasta que se nos acabó toda la pasta,
la nuestra y la de con quienes nos juntamos. Por azar, el coche lo cogimos con
el depósito lleno, sino todavía seguiríamos allí y quizás ahora todo sería
distinto, ¡qué traidor es el azar!
No hace muchos años que han rectificado
el trazado de esa carretera, atractivamente peligrosa en aquella época. Y esa
madrugada, en la que el destino devolvía a casa los restos de más de cuarenta y
ocho horas de fiesta, recordamos la leyenda. No es diferente a la que se cuenta
por muchos otros lugares, sólo cambian algunos detalles y el color del vestido
de la mujer que se aparece, justo un poco antes de la más peligrosa de las
curvas. Dicen que se sube en el coche y con una suave voz te invita a levantar
el pedal porque, según ella: “aquí me maté yo”.
Y desaparece.
Las últimas copas todavía estaban
recientes, a menos de sesenta kilómetros atrás y, uno tras otro, fuimos
encadenando chistes, absurdas bromas, entre risas, que llevábamos preparadas
para cuando “ella” apareciese. Al principio no me di cuenta pero, durante el último
tramo, él enmudeció y hasta juraría que lo vi envejecer.
—¿Estás bien? —le pregunté—. Se te ha
cortado el pedo.
—¡Déjame en casa! —me soltó con tono
brusco—. Mañana hablaremos.
Él me llamó al día siguiente. Quedamos
en el bar de siempre, de donde ya sabían que, a menudo, nos marchábamos sin pagar.
No recuerdo quién se tenía camelada a la camarera.
Su mirada era extraña cuando me
preguntó:
—¿Tú la viste?
—¿A quién? No sé de qué me hablas.
—La chica de la carretera, ayer anoche.
—No digas bobadas.
—Estaba en el asiento de atrás, rubia y
con un vestido blanco. Me miró, sonrió, levantó la mano para despedirse y
desapareció.
No le creí, no pude creerle.
Hoy he sabido que fue verdad, cuando al
despedirme de él, en el hospital, ha insistido:
—Ya no tengo miedo. Sé que hay algo más
y no duele, porque sonreía. Aquella noche yo la vi.
Oscar da Cunha
1 de junio de 2014
Hola Oscar.
ResponderEliminarFantastico el relato mi viejo amigo. Y con mensaje demoledor. Excelente.
Un abrazo.
Richard
todo es posible yo tambien creo que hay algo mas , gracias por deleitarnos con tan buenisima escritura besos amigo mio
ResponderEliminar¡Qué gran texto, hermano! Los pelos como escarpias se me han quedado, y no precisamente por la chica...
ResponderEliminarEs bueno, después de algún tiempo de no leerte, llegar y encontrarme con un relato de tal excelencia...Un gran abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias a todos, amigos: Nela, Patxi, Richard, Hugo… Es un placer ver vuestros comentarios y sentir que seguís mis devaneos y mis inquietudes. Pero yo me sigo planteando la misma duda: ¿Por qué uno sí y otro no?
ResponderEliminarDos muchachos, en las mismas circunstancias, en el mismo coche; uno es capaz de percibir esa señal del “otro lado” que, a veces, a algunos, se les manifiesta y el otro no. ¿Cuál es el elemento diferenciador?
¿Qué hay más allá del mundo que denominamos conocido por la limitación de nuestros sentidos?
¿Acaso no son más que manifestaciones que nos sirven para prepararnos ante lo que nuestra vida deberá afrontar?
Con esa turbación escribí este pequeño cuento, forzando a que el “elegido” recuperase 35 años después, en su memoria, esa visión que le reconfortara ante el más trascendental momento de su vida. Y no lo he hecho por azar. Pero de eso ya hablaremos en otra ocasión.
Sois magníficos y espero seguir contando con vuestra compañía.
Un fuerte abrazo para todos.
Cada día estoy mas convencida de que nada es por azar, porque uno si y otro no? qui lo ça... Pero yo tampoco tengo miedo. Un abrazo
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