Me gusta la lluvia de verano cuando
huele a sonata de Beethoven. Cuando las gotas nadan por mi cara como los cisnes
en el lago de Tchaikowsky y la tinta se funde con la nostalgia del barco ebrio
de Rimbaud. Me gusta la sonrisa del platanero, llorando verde mientras la
tormenta, adolescente porque es atrevida, interpreta esos compases perdidos de
la sonata que Schubert inconcluyó.
Me recuerda al globo de Verne, cuyas
cinco semanas se infinitan en el perfume de aquella rosa, la que escogió
navegar cuando el Sena aún brillaba en la botella que Picasso decidió convertir
en mujer. Y entretanto, la voz de Mimi, a la que nadie le preguntó si quería
ser la Bohème, suena. Suena en mi cabeza como los ojos negros de la Cordobesa
de Julio Romero.
Así es la lluvia de verano, como el resplandor
de Tehura sobre las últimas arenas de Gauguin, porque el pecado sólo humedece
la memoria si sobrevive a la melodía de esa canción que Neruda desesperó. Y
moja, con esa locura fingida, extravagante por imprevista, quizá fugada de esa
fría noche de Elsinor que hace enloquecer a Ofelia, y no me creo que ninguna
lluvia baile con el fantasma de la venganza, aunque Hamlet intentará recuperar,
así, el tiempo perdido que no consiguió en la magdalena de tía Leoncia.
Me gustan esas gotas que, como las
cartas a Abelardo, huelen a Séneca y Ovidio; y me acercan el gris de la piedra
que me recuerda, cuando sólo la piedra mojada es capaz de recordar, la soledad
de la mano derecha de Chopin acariciando a ese perrillo que, durante el minuto
de ese vals, tan sólo pequeño, navega en círculos, intentando orientar las
velas para encontrar en la punta de su cola el rumbo de las horas del azul
donde Sorolla mantiene su viaje desde la naturaleza al lienzo.
Cómo ignorar esas hebras de Platero
que, desvanecidas, desde el cielo de la calle de la Ribera, se dejan caer sobre
los poros abiertos de quien, por envidiar seguir siendo niño, se descubre sobre
el papel intentando transformar las lágrimas de Leonor en gotas de Duero. Gotas
secas, resignadamente rebeldes, gotas de aguja de pino con esos acordes heridos
de amor que Joan Manuel le pidió prestados a Federico para terminar sublimándose
en esa sinfonía transparente, ahora concedida por la naturaleza bajo la que,
salpicado de rociada añoranza, sueño soñar.
Porque en verano llueve a mariposa con
moustache, a Gala persistiendo en esa memoria que moldea el tiempo cuando,
entre gotas, reaparece y, tras cada gota, se disfraza el reflejo del espacio
perdido de Magritte. Llueve a violín de Kiki de Montparnasse, con coreografía
de ballet y zapatillas que perdieron su punta entre latidos con cadencia de
corazón. Porque en verano también llueve y desnuda todo lo que me gusta. Y porque
todavía sigo disfrutando de eso, de lo que la lluvia de verano me cuenta.
Oscar da Cunha
26 de junio de 2014
Tras tantos días disfrutando de esa lluvia de verano gallega que tanto y tan bien huele a saudade de Rosalia, hoy no pudiste regalarme nada mejor para seguir caminando,OSCAR ¡gracias,amigo !
ResponderEliminarQué delicia sentir correr por mi rostro esos regueros de presencias, mientras te leo. Dulcedumbre concentrada de poderosas asociaciones me refrescan desde tu pluma. Qué maravilla la de la literatura esa de poder hacer llover así, de esta manera....!!
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