lunes, 30 de marzo de 2020

Las aceitunas

Lo que más se me ausenta, ahora, durante el confinamiento, son las aceitunas. Todavía me quedan algunas de las buenas, de las de anzuelo, pero esto no es lo mismo. Pongo el platillo y no hay conversación, sonrisas, chismes y guasa, ni roce de manos por pillar. Y uno se da cuenta de que está en el exilio cuando le falta eso tan nuestro como reunirnos para discutir sobre dónde vamos a echar los huesos. O a quién.
            También me falta el ruido de fondo, porque la soledad es una paradoja que no se siente si viene sola. A cada soledad le acompaña el bullicio ajeno. Esa soledad que no es otra cosa que resistirse a la inercia. Como si la vida fuera un viaje en tren, pero ahora no importa que la locomotora tire o no, la contrariedad es que en las estaciones ni se sube ni se baja nadie.
Miro el platillo y las cuento, me distraigo un rato para después volver a contarlas y están las mismas, sigo solo y me recuerdo que nadie debería comer aceitunas con monólogo. Esos frutos que nacieron de una única semilla para compartir olivo, sol y tierra. Es lo que nos enseñaron nuestros antepasados, compartir, por eso no hemos heredado la costumbre de comer tulipanes.
Y es que las aceitunas son como nosotros: carne y hueso que deja de inventar cuando le amputan el árbol. Y redondas, también como nosotros, con esa habilidad de no necesitar excusas para cambiar de sitio y ser el centro del platillo.
De sus padres, esos viejos olivos, cuentan que aguantaron huracanes, sequías y guerras; con una firmeza que ellas no imitan, y nosotros tampoco.
Su quejido es aceite.
Y el nuestro sólo ruido.

Oscar da Cunha
30 de marzo de 2020

viernes, 20 de marzo de 2020

NUNCA PIENSES EN LO QUE PUEDES PERDER PORQUE YA LO HABRÁS PERDIDO

No sé si hoy es el día x de confinamiento o el y. He perdido la cuenta, se me ha debido caer. Llevo demasiadas horas acumuladas trabajando; y entre el lío de documentos, las pantallas de los ordenadores y la papelera, creo que esto se me ha ido de las manos.
Algo tiene que tener de especial esta situación para que se me ocurra mencionar mi trabajo. Nunca he hablado de ello porque me parece muy feo. No tiene nada de malo, pero le falta encanto. Ningún niño sueña con ser de mayor lo que yo hago. Pero desde… Creo que fue el miércoles cuando se abrió esa rendija, una oportunidad para ayudar, solo un poquito. Aunque toda ayuda, por pequeña que sea, me hace darme cuenta de que trato con personas y entonces se entrometen las emociones. Suficientes para haber parado sólo unas horas para dormir, estirar un poco las piernas y juntarnos para comer, mi perro, los gatos y yo.
Cuando los miro no sé qué pensarán de todo esto. Su mundo sigue igual, como el del cuervo que llega todas las mañanas para darme el parte. A ese ya le voy cogiendo el tranquillo, dos graznidos quiere decir paraguas. Pero todos notan que el mío ha cambiado. Ahora no paro de lanzar juramentos y más de un puñetazo sobre la mesa cuando se nos cae el sistema informático. También se caía antes y era cuando yo me levantaba con una sonrisa y agradecía la sabiduría de estos chismes modernos para que me largara a dar un paseo. Esa era mi vida normal, cuando mi trabajo sólo consistía en ganar dinero. Ahora, con esta situación, he encontrado un agujero por el que introducirme para contribuir a minimizar los daños y resulta que soy útil para algo. Mucha responsabilidad como para que se me escapen los minutos.
Se ha vuelto a caer el sistema y aprovecho para escribir esto porque me he acordado de mi abuela cuando me hablaba de sus guerras. La grande que diezmó su país y la nuestra, tan civil, que destrozó el que le dio cobijo. Ella sabía de guerras y por eso me hablaba de personas. Me contaba de cuando no se contaban los daños sino las bajas. De cuando era importante seguir pasando hambre porque la otra opción era peor. Sólo a los muertos y a los traidores les deja de hacer ruido el estómago, decía. Pero, sobre todo, la recuerdo hablándome de reconstruir. Que según ella era ese momento en el que nos damos cuenta de las muchas cosas que podían haberse evitado que se rompieran. Ella decía cosas porque era una palabra que no tenía esas erres con las que se llevaba fatal. Por eso no andaba en muy buenas relaciones con mi padre, a él le puso por nombre Antonio y nunca le perdonó que a su nieto le llamaran Oscagg. Las eñes tampoco eran lo suyo, pero a mí me ayudaban a fardar de abuela extranjera.
Y también he aprovechado este rato de descanso para echar una vuelta. Tengo la suerte de estar, ahora, en una casa perdida. Tampoco sale en el mapa porque el país al que pertenece lo recorta justo en la curva donde está el último bunker alemán de la línea Europa y no les hace gracia que aparezca. Esto tiene dos ventajas. Si me muero no molesto a nadie. Y mientras todo siga bien, puedo disfrutar de un camino que ya lo he convertido en un templo. Mi abuela decía que era imprescindible rezar. Sin que importara ni a quién ni dónde. Que cuando rezamos de verdad, llamamos a esa parte nuestra que tiene tendencia a esconderse cuando todo va bonito.
He rezado a mi manera. Había una lechuza de testigo, los árboles y otros muchos bichos que deben de ser primos de Drácula. Todos estaban de acuerdo. Me han dicho que vuelva rápido. Que el sistema informático ya se ha recuperado y tengo que dejarme de tonterías. Y justo cuando volvía a sentarme delante del ordenador me he acordado de mi abuela y sus guerras: «Nunca pienses en lo que puedes perder porque ya lo habrás perdido».

Oscar da Cunha

20 de marzo de 2020