miércoles, 6 de febrero de 2019

Alguien a quien volver


Fue un día como hoy de hace veintinueve años. Mikel, un compañero de trabajo, y yo, salimos temprano de Marsella con destino París. Allí nos esperaban a mediodía y sabíamos que iba a ser una larga y dura jornada. Modelos estupendas probándose colecciones de ropa y esas cosas, y el asunto era fijarse en la ropa y no en esas cosas.
            Marsella, Paris, Lille; esa era una ruta que repetíamos puntualmente cada quince días, minuto arriba o abajo.
            Yo aún conservaba en el estómago los restos de una bullabesa al gasoil que nos habíamos cenado en el Vieux Port, y decidimos relevarnos al volante cada vez que cada uno pidiera turno para deshacerse, sin escoger por dónde, de una cucharada de aquella bullabesa. El gasoil tardó más días.
            Todo salió bien. Las modelos fallaron y tuvimos que ver las colecciones colgadas de unas provocativas perchas. Gracias a Mikel, que de francés sólo sabía decir oui, nos costó dos horas, cuatro cambios de línea y una maratón por los pasillos del metro, darles esquinazo a un par de tipos a los que algo serio les debió de prometer. Un atraco en el restaurante del boulevard Sebastopol cuando ya estaban a punto sacarnos el bourgignon nos ahorró pagar, después de esperar a que la policía nos tomara declaración, el segundo plato del menú que no pudimos cenar. Fue un detalle de la casa. Y volvimos echando a suertes quién de los dos iba a roncar en la bañera. La reserva estaba equivocada porque Mikel y yo jamás llegamos a descubrir nada entre nosotros, una sola habitación y con cama de matrimonio. El resto del hotel, completo.
            Al llegar, en la recepción, me resultó extraño que me llamaran por mi nombre, no por el apellido. Y con una sonrisa. Y me entregaron un ramo de flores. Y una nota cosida con una cinta azul que me hizo darme cuenta de que solo yo había olvidado mi cumpleaños:
«Felicidades, mi amor.
Estés donde estés, siempre tendrás a alguien a quien volver.
Lou.»
            Durante esta media vida después, nunca había recordado nada de lo que cambió a superfluo aquel seis de febrero, y hoy ha reaparecido en mi memoria. Y es que eso ocurre cuando te has convertido en vagabundo y no sabes dónde está a quien siempre has vuelto.

Oscar da Cunha

6 de febrero de 2019

domingo, 3 de febrero de 2019

En otra parte


Ayer he bajado a la playa. Está solitaria a causa de una nueva borrasca de la que no recuerdo el nombre porque yo soy más de retener las caras. El vendaval golpea la arena y levanta una muchedumbre de agresivas centellas que convierten mi rincón de pensar en un entorno hostil. Y Pepe, mi compañero, desesperado; demasiados palos que ha dejado la pleamar y ningún otro peludo con quien compartirlos. La orilla está mojada y fría pero no me incomoda; y salada, como cuando yo formaba parte del Atlántico aunque sólo fuera un bailarín entre sus nerviosos brazos. Y me siento para dejarme llevar por los recuerdos.
            Pepe llega en mi auxilio, y no es por la marea que justo cubre lo que tardan en mojarse los pantalones, sino porque percibe que el problema de hoy no son los recuerdos. Me besa en la oreja, y al oído me dice que estaremos tan solos como nos permita nuestra imaginación. Y entonces me abrazo a él y veo en sus ojos un brillo sedicioso que me confirma que ya está dispuesto. Pepe es listo e intuitivo. Aunque resulte una reincidencia decirlo, porque perro es sinónimos de eso y mucho más.
            Y pese a que yo me siento raro porque empiezo a tener demasiados intrusos en la cabeza, a él lo veo animado. Y le empiezan a resultar conocidos, por oírme hablar con ellos, los nombres de esos personajes en quienes nos vamos a tener que convertir. Y esos lugares, que no dejo de repetírselos, a los que tendremos que viajar, sin maletas, para vivir durante una larga temporada.
            Un tipo que no sé de dónde ha salido se acerca, preocupado, y me pregunta si me encuentro bien. Y a mí me resulta difícil contarle que sobre todo lo mal que me siento, precisamente hoy, y quizá sea porque vuelvo sentirme asustado, hoy sí me siento bien. ¿Cómo se lo va creer si se lo digo entre lágrimas? Aún así insiste, es lo que tienen los temporales, con ellos aparece la buena gente. Prueba en varios idiomas porque por aquí cada uno somos del viento que nos trajo. Y yo me encojo de hombros; además, ya empieza a no importar mi nombre y le cuento que ando de paso, que no se asuste si en otras tempestades me encuentra en hacer locuras, que sólo serán borradores porque la gran aventura irá por dentro y serán otros los que sufrirán las consecuencias.
            Me toma por loco y mientras lo veo marcharse ya le he puesto cara y pasado, me faltaba ese personaje. Y me alegra que los buenos de la novela también estén inspirados en gente real.
            Me levanto entre la ventisca de arena y miro a mi alrededor. Aturdido. Perdido entre las ideas. Los ladridos de mi compañero me sirven de guía para volver a esa playa que no está en el guión. Él llega a la carrera, tira de mi pantalón y sacude la cabeza. Me tranquilizo. Ahora somos la pareja que ha decidido la vida para que yo pueda seguir soñando.

Oscar da Cunha