No
había sido el miedo. Él no era capaz de ver en su interior, él no tenía eso. Se conformaba, como los demás, con
un gesto, con una expresión de la que sacar conclusiones y esta vez se había
equivocado. No intentaba engañarle, no a Padre, porque también vio dentro de él
lo mismo que en el sueño ella le había contado. Pero ella no lo sabía.
Alegría, tristeza y miedo. Esas eran la tres únicas
caras que había aprendido a manejar desde que a Madre y Padre les tuvieron que
separar. Recordó los buenos tiempos cuando estaba descubriendo nuevas
sensaciones para las aún que no había investigado cómo ponerles una cara. Había
podido ver en ellos dos lo que se
siente cuando estaban solos. Después comprendió que no era ninguna novedad ver a una pareja follando, Matarranas
tenía ordenador en casa y siempre se quejaba de que no sirviera para nota
encontrar vídeos de puta madre, así los llamaba a diferencia del coñazo de
programas que les enseñaban a utilizar en el colegio, pero sólo eran imágenes
dentro de una pantalla, imágenes en las que no podía entrar a ver, imágenes fabricadas para mirar,
separadas de la realidad como por el cristal de la pastelería cuando estaba
cerrada y ese aislante te impedía oler y ver
el sabor. No eran personas reales a través de las que poder ver, y él conocía muy bien la diferencia
entre mirar y ver.
Cuando los vio pudo sentir esa sensación. No sabía
cómo se llamaba, pero empezaba como un hormigueo ascendente por su espalda
hasta ponerle la carne de gallina en el cuello, esa también era una emoción
para la que algún día tendría que explorar cómo ponerle cara porque no
funcionaba con los mismos resultados que cuando él se hacía una paja.
Matarranas decía que era lo mismo, pero Matarranas tampoco tenía eso y no podía imaginarse que se pudiera
llegar tan lejos, tan… ¿dentro?
No, no había sido el miedo. Sabía que la palabra
correcta se relacionaba con impaciencia pero no conseguía recordarla, y si no
recordaba la palabra… ¿cómo ponerle cara? Por eso él se había confundido.
Ensayaría frente al reloj, sí, ese sería el plan, esperar a que las horas
empezaran a correr escapándose de las cosas, porque ahora estaba convencido de
que iban ocurrir esas cosas, lo había dicho Madre durante el sueño, lo había
visto en las ganas de Padre, y lo había visto en ellos dos cuando cruzaron esa
mirada ante su cara de miedo, una de las tres desgastadas caras que con las que
estaba acostumbrado a funcionar.
Se había sentado sobre Melancolía,
su roca de verano, esa que el cerro al que él llamaba Eclipse ocultaba del sol
hasta media tarde. Allí era donde mejor continuaba viendo a Tato, ese compañero
peludo al que ya no podría volver a mirar. Allí también conseguía volver a recordar
la cara de Madre, aunque después de ya tantas lejanas noches… mientras le cantaba
aquella canción… Esa la había olvidado porque siempre se dormía antes de llegar
al final, y hasta que no consiguiese recuperar ese final de entre sus sueños no
la podría cantar ¿Cómo se podía empezar una canción si no sabías cómo terminaba?
Recordaba algunas palabras:
Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.
Recordaba cuando Madre le decía que
las había escrito un poeta que murió libre en la cárcel. Pero ahora pensaba que
todo formaba parte del mismo cuento que ella le cantaba cuando él empezaba a
ser niño, porque… ¿cómo se puede encarcelar la libertad si además los poetas
nunca mueren? Aun así, lo más importante era la melodía, porque en ella se
había quedado escondida la voz de Madre y esa ya no la podría recordar hasta
que no llegase al final.
Pero ahora no sentía lo mismo,
quería celebrar la victoria, ¿pero cómo se podía celebrar una victoria cuando
acerca de las cosas que tenían que pasar sólo un sueño le había prometido que
iban a pasar? Todavía su capacidad para
ver no le permitía llegar hasta el futuro, y lo de volver a tener a Madre
no eran más que ganas.
—¿Se pueden convertir las ganas en
cosas que han pasado? —le preguntó a Tato.
Sólo le respondió Tizón, el tordo
que le cantaba desde el enebro que sobrevivía en el cerro. Pero a Tizón jamás
llegaba a entenderlo, a ese tordo egoísta nunca había conseguido verle el
idioma. Cantaba muy bien, pero cantaba en negro con letras quemadas, y antes de
que pudiera traducirlas salía volando. Y Tato, desesperado por no poderlo
alcanzar, le miraba con la boca llena de las brasas que ya no se podían leer.
Tampoco se podía empezar un idioma si no sabías cómo terminaba.
Agachó la mano para retirar los
pelos que cubrían los almendrados ojos de Tato y le sonrió.
—Ya no estamos solos, compañero.
Ahora formamos parte de esas cosas que tienen que pasar.
Y pudo ver cómo el animal le respondía
aullando hacia el cielo.
—No lo sé, Tato, no me han dicho que
tengamos que hacer nada.
Pedro levantó su cabeza imitando el
aullido, porque Tato tenía razón y sólo en el azul infinito podía estar ese
futuro, lo que llegaría después de las cosas que tenían que pasar. Y quizá su
contribución a que pasaran era convencerse de que pasarían. Llamar al futuro,
porque el futuro no podía ser sordo. No, no tenía lógica, si el pasado no era
mudo y el presente hablaba y oía, ¿por qué un futuro minusválido? Sería una
mierda pensar que todo se encaminaba hacia un tiempo con discapacidad, como
hacia un viejo con una trompetilla en la oreja. ¿No les decía su profesor que
ellos eran el futuro? ¡Vale, Josepito era gilipollas! Pero suponía que esa era
la parte ridícula del futuro, la que a todos los demás les servía para
descojonarse de risa.
¿Cómo se podía formar parte de algo,
de unas ganas y de una promesa dentro de un sueño, si lo que tenías que hacer
era… nada?
Tizón volvió a cantar desde su
enebro y Pedro le lanzó una piedra.
—¡Cállate! ¿No ves que estoy
pensando?
Tato corrió tras el tordo pero sólo
alcanzó la piedra que tras impactar contra el suelo regresaba deslizándose por
la ladera de Eclipse. Era un canto redondeado. Pedro lo frotó entre las manos
para limpiar de su superficie la tierra que lo cubría.
—Has hecho bien cambiando la
trayectoria, no quería hacerle daño a Tizón.
Se fijó en que la piedra presentaba
una hendidura, una curva que semejaba una sonrisa. Pero si le daba la vuelta el
gesto se distorsionaba simulando un ceño fruncido.
—¡Qué fácil cambias de humor! No
eres tan sólida como pareces. ¿Quién diría que el mundo está hecho con trozos
como tú? Pero puede que tengas razón.
La dejó sobre el suelo y fue él
quien giró a su alrededor.
—No depende de ti sino desde donde
se te mire. Ahora lo entiendo.
¿Cómo se dice lo contrario de
sonrisa? —pensó—. Tampoco conozco esa palabra, así que de momento te llamaré
Asirnos, que creo que significa lo mismo que agarrarnos.
—¡Esa es la respuesta, Tato!
Agarrarnos a las ganas, asirnos a las promesas, sólo de esa forma conseguiremos
que pasen esas cosas que tienen que pasar.
¿Pero cómo se podía uno agarrar a
las promesas? —se preguntó—, ¡Joe, siempre le tocaba la parte más difícil!
Porque ver era mucho más complicado
que mirar, pero sabía que enredar con las promesas estaba en Imaginar, y a ese
sitio no le gustaba ir mucho porque se encontraba demasiado cerca de
Decepcionar, y ya había comprobado que para volver de allí siempre se terminaba
pasando por donde te recibía un letrero lleno de cagadas de pájaro: Bienvenidos
a Llorar.
Se quedó mirando a Asirnos mientras
pensaba en el difuminado recuerdo de Madre. Su capacidad de ver le había ayudado a intuir que Padre lo había incluido entre
esas cosas que tenían que pasar, pero dudaba de que Padre fuera capaz de
entender lo que él había soñado. Él no pensaba ir a aquel hospital, porque él
no se acercaba a esos lugares donde las personas todavía estaban a medio hacer,
aún eran casi muertos, y los casi muertos nunca se terminaban de hacer mientras
no cancelaran sus deberes con el otro mundo. Además, ya lo había dejado bien
claro cuando Hermana Mayor se lo preguntó, y no quería seguir pensando en ello,
había utilizado el plural para definir la unidad, como las tetas, y por eso las
chicas tenían dos. Pero mirando a Asirnos se dio cuenta de que tampoco él lo
veía tan claro. Tenía dos caras, plural, pero sólo era una piedra.
Como lo que había en ese hospital y
él no quería volver a verlo porque le asustaba.
Tampoco conocía la palabra para una
sola cosa aunque tuviera dos caras. ¿No las tenía él mismo y era un solo Pedro?
A veces veía a Hermana Mayor como una tía de puta madre y se le ponía dura.
Matarranas aseguraba que todavía se hacía pajas recordando la vez que vio a la
suya en pelotas. Vale, quizás no eso no sirviera porque Matarranas se
conformaba con cualquier cosa y la comparación era como un melonar contra una
rosa roja. Otras, después de escucharla se dejaba llevar por la imaginación, y
culpando a las pesadillas por regresar atravesando ese letrero lleno de cagadas
de pájaro, sentía que el pito no se lo iba a encontrar ni para mear.
Se guardó a Asirnos en el bolsillo.
Tal vez sí que tuviera algo que hacer para ayudar a que pasaran las cosas que
tenían que pasar. Si Padre no lo entendía le enseñaría la piedra, para eso no
necesitaba ver, sólo mirar.
Se despidió de Melancolía, y
alborozado, terminó de bajar Eclipse con Tato escondido entre su sombra y bajo
la atenta mirada de Tizón.
Esa sensación sí que era de puta
madre, ya tenía once años y por primera vez formaba parte de algo.
Oscar da Cunha
5 de junio de 2016