La puerta ya estaba abierta. Permanecí
inmóvil en el exterior del templo, incapaz de rescatar mi imaginación de una de
las inacabadas frases talladas sobre la piedra; “Terribilis est locus iste”:
Este lugar es terrible.
Viernes de abril, diez de la mañana y frío. La
pequeña aldea que vigila desde su otero la comarca del Razès me recibía sin
cielo, las nubes se descolgaban hasta acariciar las tejas de la pequeña iglesia
que ya acumulaba diez siglos esperándome. Me lo pensé tres veces, ignoré la
cruz del silencio que desde mi izquierda pretendía advertirme, y entré. Se me
había amontonado el tiempo deseando visitar la ermita dedicada a la Magdalena,
donde al abad Saunnière se le reveló el misterioso descubrimiento que cambió su
vida, y la de muchos otros. No llegué con el propósito de descifrar el secreto
que alguna vez estuvo allí escrito, ya ha corrido mucha tinta sobre eso; sólo
pretendía entrar, tocar, ver, oír el silencio de sus piedras…, y salir inmune.
Con tres pasos traspasé el umbral de entrada
y me giré hacia mi izquierda, manteniendo la vista clavada en los cuatro
ángeles bajo los que se encuentra la pila de agua bendita, pero uno no se
engaña durante mucho tiempo y no tardé en bajar la mirada para encontrarme
frente a él. Sus ojos enfocados hacia los cuadrados blancos y negros, la luz y
la oscuridad; su boca abierta, quizás aún por la sorpresa del arcano arrebatado
a su mano derecha que todavía conserva el hueco del secreto; y su izquierda,
desplegando las uñas de la ira con las que está dispuesto a rasgar la voluntad
del pusilánime.
—¡No eres más que un trozo de barro! —se lo
lancé sin miedo; su silencio me decepcionó pese a que sólo un estúpido espera
respuesta de una figura. Los dos que habían
entrado en la iglesia poco antes que yo intercambiaron una sonrisa mordaz mientras
buscaban la tumba de Sigoberto IV tras la figura de san Antonio de Padua.
Recorrí, lento, el suelo ajedrezado del
templo vaporosamente iluminado; con cinco pasos primero y siete después fui siguiendo
el insólito vía crucis invertido, y al pasar frente a la vidriera de la
resurrección de Lázaro el sonido de la puerta no me sorprendió, madera sobre
piedra. Me giré, no fui capaz de notar la ausencia de luz cuyo paso frenaba la tranquera,
los dos visitantes ya no estaban, y a la derecha de la puerta, bajo el
hagiasma, un hueco vacío. De nuevo me giré, esta vez hacia el altar, y entonces
volví a verlo, sentado en el primer banco con su traje de Asmodeo. Dentro del
templo me pareció tan natural como la piedra, la madera, o la propia cruz.
—¿Aún sigues buscando? —me preguntó mientras
tableteaba con sus uñas sobre la traviesa del respaldo. —Todos somos un trozo
de barro, la diferencia es que yo fui el primero, su mejor obra. ¡Bienvenido a
la casa del alfarero! Aquí empezó todo.
—¿Aquí? —pregunté.
—Aquí, allá, en el mar, en el desierto… Todo
está lleno de estigmas, este no es un lugar peor que otro para entender la
verdad. Ese aldeano, Bérenguer, un tipo listo; intuyó una parte, inventó el
resto y creó una leyenda. Después, ya sabes, blablabla… Rennes le Château, para
muchos, no es más que la fábrica de moneda. No busques en las paredes, ni en
las figuras, ni en las cruces, yo soy la verdad, de mí emana la sabiduría, yo
heredé el poder directamente del demiurgo y por tanto sólo yo puedo
librarte de la confusión humana.
—No he venido a hablar contigo, quería
conocer este lugar —contesté con desdén.
—¡No sigas engañándote! Has venido hasta aquí
buscando el principio, tú has abierto la quinta puerta.
Sobre el silencio del templo comenzó a
elevarse un murmullo de voces.
—¿También me vas a ofrecer a mí una manzana?
—No seas ingenuo —contestó—. El árbol de la
ciencia del Bien y del Mal no existe, la dualidad es una concepción del hombre,
pero la verdad proviene de un solo principio, el Mal, el origen y la razón de
todo cuanto existe.
—¿Y el Bien? — pregunté.
—Está contenido en el Mal, no es nada por sí
mismo, sólo sería si lo separáramos de su principio original, la Perfección.
Habéis pretendido sustituir la Unidad por la Multiplicidad, vosotros habéis
creado la confusión. La verdad es más simple.
El murmullo de voces fue creciendo en
intensidad, su voz, a cada momento, sonaba con más fuerza para destacar entre
el caos de sonidos que ya llenaba el templo.
—¡Escúchame! Al principio todo era perfecto,
no había voluntad; algunos de vosotros, egoístas, quisisteis crear el deseo de
la existencia individual, provocasteis la dicotomía del Verbo, buscando una
dualidad cuyo fundamento original os era ajeno, hostil, iniciasteis un camino
fabricado por falsas ilusiones alejándoos del Mundo Superior. Dividisteis la
auténtica Creación en un caos imperfecto, Materia y Espíritu.
—¿Y tú, representas el conocimiento integral?
—Los gritos de la multitud me hacían casi imposible comunicarme con él. El
templo era un alarido de voces pidiendo una manifestación de la verdad.
—Él, es el conocimiento integral, el alfarero
del orbe, quien me dio forma para disipar las tinieblas de vuestra ignorancia.
»Has venido en busca de la verdad y voy a
mostrártela, librarte de esa apariencia ilusoria del Espíritu y encaminarte
hacia el esplendor de la Materia, lo creado en origen. Redimirte de ese estado
intermedio que es el mundo psíquico, y concluir tu peregrinaje hacia la única
liberación, tu segundo nacimiento hacia la conciencia de la unidad inmutable.
La desesperación de los que gritaban tras los
muros empezaba a resultarme insoportable.
—¡No le escuches!¡Te está atrapando! —Nunca
supe como había conseguido entrar, la puerta no se había abierto. Gabriel, mi
“Dragón de las estrellas” estaba plantado justo en el centro del estrecho
pasillo que mediaba entre las dos hileras de bancos, sus pies apoyados
firmemente en dos cuadrados blancos, él sabía que los negros no eran más que
pozos de oscuridad donde se hundía la voluntad de los que habían sucumbido. Con
una de sus enormes manos agarró mi brazo y tiró de mí hasta la puerta de
salida, mientras con la otra giraba la oxidad llave de hierro. Asmodeo, que
ocupaba de nuevo su sitio, se acercó por mi derecha, y con una sonrisa que
nunca olvidaré me susurro los nombres de mis dos últimas puertas.
Con dificultad conseguí acercar la taza de
café a mis labios. Estábamos, de nuevo, en la pequeña taberna de pueblo
pequeño, sillas y mesas de madera de verdad, de las que todavía pueden brotar ramas y flores. Poca luz, y menos clientes.
—Gracias —le dije.
Él, mirándome a los ojos, con su casi metro
noventa, pelo ya cano y bigote amarilleado por el tabaco, esbozó una sonrisa.
Aquí
termina el relato de mis siete puertas del infierno. Ahora ya conozco el nombre
de las dos oscuridades a las que algún día me tendré que enfrentar. No os
revelo su nombre porque su sola mención me devuelve los gritos de cuantos se
han quedado atrapados tras ellas, y os aseguro que algunos de vosotros estáis
dentro.
Oscar da Cunha
29 de julio de
2012