Otra jornada agotadora. Sólo a mí se me
ocurre estrenar calzado con treinta y dos grados anunciados ya desde primera
hora de la mañana.
¿Dónde quedaron aquellos tiempos en los que
los zapatos y la ropa nueva se reservaban para los domingos? El breve paseo de
mediodía, por la ciudad antes de las dos “Mirindas” en la cafetería del centro,
y las patadas al balón de Angelito en la plaza del quiosco de la música se
encargaban de ir ahormando los “Gorila”, preparándolos para la temporada de
lluvias, en la que se convertirían en compañeros inseparables de los cuadernos
y los libros. Incluso las primeras apreturas se arrinconaban con la ilusión de
la pelotita verde que venía de regalo en la caja.
Otra jornada agotadora, problemas con clientes,
clientes con problemas, e incluso problemas que venían sin compañía. ¿Para que
quejarse? No había sido distinto del día anterior y no lo sería del siguiente.
Me dejé caer en la tumbona de la terraza tras
pincharme en vena un vinilo de Oscar Peterson. El sol empezaba a despedirse por
el ocaso dorando las aguas del río, y la refrescante humedad que anuncia la
noche se abría camino desde el Cantábrico.
¡Tampoco había sido tan mal día! A ese
empresario de la cita de las cuatro también la gustaba la pintura de Antonio
López, y la discusión sobre las ficciones de Borges resultó un bálsamo. Además,
seguramente íbamos a poder sacar a esa chica del paro. Habría que invertir
tiempo en formarla, pero ella apuntaba buenas maneras; un hijo y un divorcio resultan
ser la fascinación necesaria para salir del laberinto.
La quemazón en los dedos me sacudió del
sopor; no os aconsejo relajaros con un cigarro encendido, de hecho no os
aconsejo encender un cigarro. Con suerte, si todo el mundo dejará de fumar yo
podría comprar el tabaco más barato, esa batalla la perdí hace mucho tiempo.
Me sorprendió el intenso color rojizo que
envolvía el crepúsculo. Conozco bien las diferentes tonalidades de los
atardeceres, las luces del amanecer, las de la medianoche, y todo cuanto
acontece en esos momentos en los que los gatos comenzamos a ser pardos. Esa
coloración, anómala por estos valles, me inquietó. Peterson había terminado su
concierto, y el silencio había ahuyentado la refrescante brisa. Algo no iba
bien, todo aparentaba estar interrumpido. Observé ese cielo rojo, ya sombrío,
durante unos instantes, sólo dos o tres nubes aún más oscuras, inmóviles como
brasas extintas en un limbo estático.
Al ponerme en pie me di cuenta de que mis
movimientos eran lentos, como el último parpadeo antes de conciliar el sueño
final. La atmósfera era espesa, cálida, más densa que el aceite, y percibí que
mi interior, justo bajo la piel, estaba vacío.
Sentado en el murete de piedra el anciano me
miraba con sus ojos blancos cristalinos, escondidos entre la profundidad de sus
incontables arrugas. Su pelo, también blanco, llegaba hasta sus hombros
cubiertos por una túnica cuyo color me resultó imposible definir.
—¿Eres tú, verdad? —me costó que el sonido
saliese pesadamente de mi garganta, de hecho pese a que sólo nos separaban dos
metros mi voz tardó varios segundos en llegar hasta él.
—¿Quién sino? —su voz sonaba cansada, lejana.
Me llegó densa mientras se generaba un eco profundo con sus palabras. —Soy el
único que te queda, ¡y ya ves!, yo también me hecho viejo.
—¿A qué te refieres? —pregunté mientras la
sensación de angustia empezaba a dominarme.
—A lo que estás empezando a percibir. ¡Mira a
tu alrededor! ¿Ves a alguien?
Me giré, la que era mi casa presentaba un
estado ruinoso. La pintura desconchada, apenas quedaban un par de
contraventanas de madera podrida. Cristales rotos. Pero lo que en verdad me
zozobró fue ver los restos de varias macetas rotas, abandonadas entre montones
de ramas secas, trozos de cemento informe y tierra negra. Ni una flor, nada
vivo. Los geranios, los claveles, las azaleas, las hortensias, las calas… Todo
el color, la vida y los olores que con tanto cariño Lou mantenía constantemente
envolviendo nuestra pequeña parcela de mundo habían desaparecido.
—¿Dónde están los míos? —mi pregunta sonó suplicantemente
ridícula, pero ya no pude retirarla.
—¡Ya no están! Hace mucho, mucho tiempo que
dejaron de estar.
—¿Qué has hecho esta vez? ¿Qué me has
quitado?
—¡Nada! —Sus ojos blancos me miraron serenos
antes de girar su cabeza trescientos sesenta grados y volver a clavarse en mí,
esta vez con violencia. —El tiempo ha hecho su trabajo.
—¿Murieron?
—Todos.
—¿Mi mujer, mi familia, mis amigos, mis
animales…?
—¡Todos! —gritó molesto por mi insistencia.
—¿Cómo fue? ¿Sufrieron?
—¡Bah, detalles, detalles! ¡Qué más da! Cada
uno fue cruzando la puerta con las circunstancias que le correspondieron…
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has querido
dejarme solo? —le interrumpí. Comenzaba a sentir el dolor de la soledad, un
pozo profundo bajo la piel, dentro de mí; un viento poderoso que aspiraba mis
recuerdos, que anulaba mis sueños. Tan sólo era un pellejo sin vida, nadie con
quien reír, con quien sufrir, nadie a quien recordar; era mucho peor que estar
muerto.
—¿De qué me sirve continuar viviendo sin
ellos, de qué ha servido todo el camino recorrido si ahora ya no me queda ni el
recuerdo de haberlo compartido?
—Es el desierto de tu alma –me contestó con
mirada cansina, vieja.
—¿Ahora entiendes lo que siempre buscabas? Lo
tenías a tu alrededor, dentro de ti; y
tú constantemente intentando encontrar un tesoro escondido más allá de lo
trascendente.
—No he podido llorar a quienes tendrían que
haberse marchado antes que yo, ni despedirme de los que me debieron haber
sobrevivido; compartir el último adiós, justificar cada paso de nuestras vidas.
No sólo quiero morirme, quisiera jamás haber estado. Ni siquiera recuerdo ya
sus caras, sus voces, sus olores. Me has convertido en un muñeco de trapo que
nunca tuvo vida, el muñeco al que jamás sacaron de su caja y nadie jugó con él.
El anciano exhaló un suspiro. —Has abierto la
cuarta puerta, la de la verdad, ahora ya sabes donde moraba tu alma, y ya sólo
yo puedo ayudarte.
—Necesito dejar de respirar, incluso olvidar que
alguna vez tuve vida. Sin ellos, sin su recuerdo… Duele más el olvido que la
ausencia, la soledad que la pérdida. ¿Puedes ayudarme a dejar de estar? ¿Puedes
lograr que nunca haya existido? —le supliqué.
Sin levantarse del murete el anciano extendió
su brazo, los blancos ojos cobraron la vida de un millón de muertos.
—¡Dame la mano! Será muy cálido.
Me rendí, todos tenemos una voluntad incapaz
de superar ciertas pruebas. Se puede renunciar a una batalla, pero hay que
saber entregar las armas cuando se ha perdido la guerra.
Sobre mí, el cielo había sustituido la oscura
tonalidad rojiza a cambio de una tenebrosidad invisible.
Le comencé a tender la mía cuando noté sobre
mi hombro una cálida mano, suave, conocida. Me acarició de nuevo la húmeda
brisa marina, y me sobresalté al escuchar las risas de las últimas gaviotas que
sobrevolaban el río.
—¡Te has quedado dormido! ¡Entra ya! Se está
haciendo tarde para cenar.
Al reconocer su voz, levanté la mirada
envuelto en sudor, el cielo, aún con tintes azules, estaba lleno de estrellas. La
terraza volvía a lucir llena de colores y olor, y mis gatos, tumbados,
encontraban el calor de la tarde que aún conservaba el asfalto. La abracé, mis
ojos se hundieron en su cara.
Con la última corriente de aire sonó un golpe
de madera sobre metal.
—¿Qué
ha sido eso? —me preguntó.
—No lo sé, pero se ha cerrado.
Oscar
da Cunha
9
de Julio de 2012
Creo que a los problemas que vengan solos hay que tirarlos a la papelera.
ResponderEliminarMe quedo con la frase:"Se puede renunciar a una batalla, pero hay que saber entregar las armas cuando se ha perdido la guerra"
Me gusta leer y escribir de esa forma "monologo-dialogada". Ya me salió el palabro.
Un saludo, Oscar
Lo malo, amigo Antonio, es que a veces nosotros nos creamos problemas inexistentes, realmente no llegan solos, son fabricación "casera".
ResponderEliminarMe alegro de que te guste el estilo del relato.
Un Abrazo.
Te encontraste con el Tiempo, amigo, con toda lucidez. Se de desgarró el velo misericorcioso de Maya y viste lo que hay. Sí, "de pronto la belleza escalofría" y nos balanceamos al borde del abismo, ateridos por la inconsistencia de lo real. Perdona a la la profesora de filosofía pero creo que lo que tú expresas se refiere a una de las dos experiencias universales frente a "la belleza del mundo". Una es la de su absoluta maravilla que nos habla "de otra orilla" que en esos momentos mágicos nos es dado atisbar. La otra (la que describes) es la de su absoluta inanidad...
ResponderEliminar¡Qué bueno que todavía no! ¡qué buena esa mano cálida y la llamada a cenar..! ¡ Que consolador el velo de Maya desplegándose de nuevo suavemente sobre las cosas...!!
Un abrazo, Oscar.
Me encontré con la cara oculta del tiempo, la ausencia de percepción de la realidad tal y cual nos es permitido vivirla. Más allá de Schopenhauer caí en la sombra de la caverna, en esta ocasión el sueño me presentó una realidad que no estaba dispuesto a asumir, ¿por inane?
ResponderEliminarAfortunadamente, de nuevo, cayó el velo en el momento preciso.
Telón y siguiente acto.
Un Abrazo Begoña.