jueves, 19 de diciembre de 2019

Ahora que todavía quedan balas

Él se da cuenta una mañana en la que el calendario anda con ganas de anunciar que el invierno ha llegado; se detiene, observa la línea de horizonte donde mar y cielo juntan sus azules y entiende que ya no importa lo que insinúen los calendarios. Ellos no deciden. Hablan de números, que son fechas abstractas, y sólo sugieren. Ni caso. Y por fin él percibe que ya ha aceptado una forma distinta de mirar, cargada de experiencias, buenas, terribles y otras peores. Quizá para eso sirvan los viejos tiempos, piensa, pero no conviene volver, no se puede. Él mira las cicatrices que dejaron y le basta recordar que los hubo, que no es un hombre nuevo. Demasiados remiendos que esconder, con orgullo y para que la vida no insista porque no ha sido fácil conservar el pellejo completo.
            Ahora sabe dónde ir y cómo. Reflexiona y sonríe porque eso es una paradoja, qué más dan los lugares y las formas de llegar a ellos. Lo único sólido es el compromiso, y él ha decidido volver a caminar como lo hizo algún otro lejano día, sin garantías; y tal vez eso sea lo mejor, ni siquiera preguntarse si se va a completar cualquier viaje. Porque allí, en ese más adelante que él pretende, de nada sirven las espaldas con leyenda, sólo habrá nuevos momentos con sensaciones desconocidas de las que aprender. Y si hay suerte volver para contarlo.
            Él se gira una última vez y ve que ese cercano ayer no está, es imposible olvidarlo pero ha dejado de estar. Quizá se haya ido al mismo sitio que su infancia, su juventud, los amigos que vivieron con prisa, las hazañas que le perdonaron cada una de sus imprudencias porque le debían una a la suerte, y ese rinconcito donde aprendió que el amor era por encima de todo hacer muchos esfuerzos para saberse necesario. Se pone las gafas de sol porque esas lágrimas son egoístas. Ya está harto de los que vienen para hacerse querer y se marchan.
            Se mete las manos en los bolsillos y comprueba que todavía quedan balas. No muchas pero suficientes para lanzarse hacia adelante, convencido de que se han alterado casi todos los valores y lo que en otro tiempo tuvo importancia ya no es ni siquiera relativo. Le ha llegado el momento de admitir que ha quedado lo que no pudo llevarse la confusión y él ya ha aprendido que las certezas son menos estables que los sueños.
            Sabía que algún día iba a tener que recoger los destrozos, todo llega y tendrán que cuadrar como punto de inicio. Nada de lo que arrepentirse y mucho por hacer. Le silba a su compañero y juntos se marchan por un camino que antes no existía y él acaba de dibujar. No está nada mal para empezar, piensa mientras ya va dando los primeros pasos; un buen perro, una libreta con boli y esa sensación de libertad que se asoma junto a la certeza de que nadie tiene motivos para echarle de menos.

Oscar da Cunha

18+1 de diciembre de 2019

sábado, 12 de octubre de 2019

Lluvia negra


He visto llover de muchas maneras. Quizá no exista nada como la lluvia que cae sobre una piel desnuda. Es mi preferida. O tal vez puede que un cuerpo con gotas, cualquier cuerpo con gotas, sea mi ideal para calmar la sed. No conozco mejor forma de beber. Puedo imaginar cualquier cosa cuando saboreo el agua sobre una piel desnuda, y cualquier cosa es un sitio peligroso, de esos a los que uno llega dispuesto a no olvidar, después, cuando ya se ha marchado.
            El cuello mojado huele a sexo adolescente, todo aún por descubrir. Debería estar prohibido perfumarse el cuello. Esa parte es la entrada al infierno; se promete con lo que está sobre él mientras arde lo que domina debajo. Y si hay que quemarse en la hoguera que no sea sólo por el fuego, eso es banal. El resto es camino, justo donde vive el tiempo, el lugar en que detenerse para hacer experimentos y allí sólo cuentan la situación y el momento, a secas. Donde no se habla de futuro al que ninguno quiere ir para tampoco añorar un pasado. Tal vez mañana haya sequía y el agua de ayer ya se hizo hielo. Donde uno se convierte en acompañante de cualquiera de esas atrevidas lágrimas del cielo para descubrir hasta donde es capaz de llegar. Esa es la insólita realidad. Siempre más allá de lo permitido porque es en el cuerpo en donde hay que arriesgarse; no se encuentra lo que no se busca, hasta toparse con lo desconocido, lo que nadie supo alcanzar, donde no hubo caminante al que se le invitara a hacer ese camino clandestino. Y esa es la victoria del que invita. No cede, no consiente; ya se ha rendido con condiciones, sin duda, la única que admite el juego: esa puerta que es ahora o no. La piel ha dejado de ser suficiente y en la capitulación no basta con el placer porque se exige exceso. Todos los excesos. Uno por cada gota y la piel está empapada.
            Hay un punto de equilibrio, justo en el borde del abismo, allí donde cada uno exhibe sus demonios y, con fuerza,  se ciñe al otro para lanzarse. Allí donde no hay beso sin mordedura ni caricia sin llaga. Donde la frontera entre placer y dolor se confunden. El amante es el enemigo y todo es egoísmo, ganas de robar mientras poco a poco llega esa cuchillada que lo perfecto es que sea doble. Sólo en la mirada hay distancia entre los desconocidos que ahora sí, ahora se odian como dos que se derraman juntos saben hacerlo. El reino de la violencia abre sus puertas y la carne sufre porque se estremece y lo quiere todo, aunque todo es un lugar ficticio, un cruel punto de encuentro al que no se debe volver. Reincidir no se puede, ese es otro horizonte, el más peligroso.
            Entonces vuelve a caer la lluvia sobre los cuerpos desnudos y ya frágiles. Dos amantes y una lluvia que no moja. Es lluvia negra.

Oscar da Cunha
12 de octubre de 2019

viernes, 27 de septiembre de 2019

Mi perro

Menos mal que lo tengo, porque desde mi despacho, donde suelo estar enredado con mil chorradas, no soy capaz de oír el pitido de la lavadora. Es entonces cuando llega él, con esa manía que tienen los perros de romper la soledad, para avisarme de que la máquina ha decidido que es la hora de hacer cosas serias.
            Metemos los trapos en un balde (a mí se me descuidan por el suelo los bóxer y otras menudencias que él recoge y las añade al montón de lo limpio), y nos vamos a esa parte trasera de la casa que no se ve cuando alguna de las visitas la mira en plan bonito y que sirve para la intendencia. Es mi sitio preferido, con un par de cuerdas, trastos apilados que me da pena tirar porque tuvieron vida y sé que allí hacen noche algunos de esos gatos a los que siempre les faltó un domicilio, y de donde nace una colina salvaje que podría haber sido un jardín pero a la que no me da la gana de quitarle el misterio.
            Dejo la ropa de cualquier manera en las cuerdas que para eso inventaron la plancha, y le sigo. Nunca le falta una aventura en la que complicarme, aunque no exista, aunque no haya nada que perseguir; él ladra, finge que me necesita para poner orden en ese pequeño mundo nuestro, lleno de invasores con alas como las de Campanilla y piratas de los de verdad, tuertos y de los que presentan batalla, aunque recuerden que ya los hayamos perseguido tras cada lavado y cazarlos sería un fracaso. Mi perro se lo monta para implicarme en esa sustancia mágica que envuelve a esos seres que viven con nosotros y que les sirve para convencernos de que no hay momento en el que dejamos de ser niños que no tenga remedio.
            A menudo sonrío con envidia al mirarlo; en sus ojos ligeramente achinados, siempre dispuestos a proponerme alguna catástrofe, voy aprendiendo a leer el mundo. Él lo divide en dos partes, únicamente dos. Una pequeñita que la componen las cosas, y sólo son útiles aquellas que sirven para romperlas, todas las demás complican la vida. Y otra muy grande que está llena de sentimientos. Con los de su especie la naturaleza fue generosa no esclavizándolos con el don de la palabra porque las más sinceras emociones se transmiten con hechos.
            Yo nunca le digo cuándo me duele por dentro. Tiene un viejo peluche al que llamamos Tripas, lo saca de debajo de la librería donde vive y me llena el suelo de algodones. Entonces empieza un folclore en el que yo recojo y él huye con los restos, y terminamos buscando pedacitos de Tripas en esas esquinas donde él sabe que se quedaron arrinconadas algunas sonrisas. Nos olvidamos de los algodones cuando me tumbo en el suelo y cierro los ojos para sentir mejor la caricia de su cara peluda empeñada en secar mis lágrimas mientras me da la risa, y él levanta la cabeza para lanzar un aullido de esos que ha debido copiar de algún documental que vemos juntos y dejarles claro a los fantasmas quién manda.
            Algo ha oído de mi afición a escribir y él recoge alguna de las hojas que se le despeina a cualquiera de los árboles del jardín y entra en mi despacho con ella en la boca, la deja a mis pies y se tumba sin dejar de mirarme. Es su manera de aceptar el rollo raro en el que ando metido. Un símbolo, una metáfora con la que trabaja su cerebro. En su idioma me dice que lo necesito para entender esos capítulos de la vida que no se escriben, capítulos que quiere compartir conmigo porque sabe que nos hacen falta; los que están llenos de tímidos olores, sonidos dormidos y pequeños escondites de la naturaleza reservados a quienes, como él, conocen los pasos de bailes correctos y que a nosotros, los humanos, se nos empezaron a tropezar hace tiempo y ellos están configurados de serie para percibir tanto de lo que se nos quedó atrás que no hay persona completa sin su perro. Pero yo dependo de él aún más y no se lo cuento para que no se le acumule el trabajo y se me desgaste, porque muchas veces ando perdido igual que un ciego por caminos desconocidos y necesito a mi lazarillo. A ese pequeñajo que es como una chincheta con cuatro puntas y un poco de pelo que protege de la intemperie a un corazón que ladra para que yo siga su voz.
            A veces vemos películas juntos, y en las escenas románticas se me sube encima y sólo me dice yo también, porque es macho y en las cuestiones del amor los de nuestro sexo vamos escasos de expresión, aunque la especie sea distinta.
            Respeto sus momentos de intimidad, cuando ya de noche, subo a la habitación y él se queda abajo hasta que a mí se me alborotan las letras de la novela de turno y apago la luz. Sé que necesita ese espacio para llorar ausencias, y sé que no quiere que yo lo vea. Él no nació para trasmitir tristezas y es de los que entiende que lo que sangra dentro no se saca. Después oigo sus pisadas en la escalera y me dispongo a dormir tranquilo, me despertará el alba y una cara dispuesta a lo que sea que nos traiga el día mientras sea para los dos. Y al cerrar los ojos, abro la misteriosa puerta del mundo de los sueños sin miedo porque yo tengo perro. Mi perro.

Oscar da Cunha
27 de septiembre de 2019

domingo, 8 de septiembre de 2019

Saludar es de valientes

Hay tardes que se empeñan en volver, como aquella. Un par de copas después de cuatro décadas y ya ni me molesto en hacer memoria de cuántos kilómetros he puesto de por medio, y voy por la calle y me la encuentro. Me mira, aquella tarde, intenta saludarme porque sabe que yo era su amigo, y yo, como todas las veces que nos cruzamos, agacho la cabeza.
            Él siempre va como un pincel, no le afectan los calores del verano ni los temporales del invierno cantábrico. Traje y nudo inglés en la corbata, espalda recta y ese andar de comerse sólo la parte del mundo que sabe que le corresponde. Si lo viera Carlos estaría orgulloso de su hermano, de aquel niño que no tendría más de diez años cuando llegó aquella maldita tarde…

            Decían que iban a venir los ochenta para cambiarlo todo. Nosotros estábamos bien: motos con las que pringarnos las manos de grasa, buenas bandas dispuestas a hacer historia de la música, y chicas, ellas eran la gasolina de aquel tinglado.
            El «Onda» no tenía nada de especial; si le quitamos que la mujer de Jose, el amo de la barraca, era de esas de las perderse sin importar dónde. Que al mar le había dado por colocarse justo alrededor, dejando sitio para llegar y sin prometer que de allí hubiera salida, y también ese no-se-qué de que íbamos a ser los últimos de algo pero estábamos condenados a entenderlo cuando tuviéramos perspectiva. Esa cosa rara que llega junto al hacerse viejo. El «Onda» era de puta madre. No sé si ahora existe nada que se le parezca, y si lo hay espero que no me dejen entrar. Cada uno tiene su sitio.
            Pues eso, que va y al guaperas de Carlos le da por pedirme la moto. En aquella época lo compartíamos todo, no era cosa nuestra, cada uno se ponía de moda cuando ellas nos lo permitían, salvo Carlos que había nacido para ser un clásico. Él era así, tenía una novia que estaba como el Orient Express pero a él le gustaba subirse a todos los trenes. Y es que no había tren que no quisiera hacer parada en su estación.
            Es posible que sonara Against the wind de Bob Seger en la sinfonola. Sin lujos. Era K7, yo llegaba y echaba «el duro» en la ranura. Pulsaba las dos teclas y nunca tuve disgustos. Era mi marca de cantero. Vivíamos tiempos en los que el respeto contaba.
            La mía, la moto, era como la suya pero en pequeño. Menos agujero en el cilindro y las gomas que tocan suelo en plan lo mismo. De rodar. A huevo para la escapada que se le había puesto a tiro. La morena que lo había pescado, y Carlos era de los de escoger el cebo, llevaba una de esas prisas que o se resuelven o te han liado el prestigio. Y él con la moto jodida, en el taller. Debía de ser cosa del chiclé, que ni palante ni patrás, y por lo visto a la pieza que estaba por llegar le iba a crecer el pelo en el camino.
            No recuerdo en qué parte importante del mundo me estaban esperando para que la arreglara. Sólo que había llegado para saludar y largarme. Entonces vivíamos el momento con perfil bajo, faltabas un día y ya te habían olvidado. La situación era urgente; la morena ya se estaba planteando eso de pensárselo una segunda vez. Por eso no me quise marchar sin echarle una mano para convencer a Boris. Acababa de comprarse una de esas cabras que sólo saben agarrarse bien a cualquier cosa que no sea asfalto. Un motón para fardar, sin más, porque Boris era alérgico a todo espacio que no estuviera entre dos edificios.

            Por las mañanas nos reuníamos cerca de las ocho, era de asistencia obligatoria, siempre celebrábamos un cónclave para decidir quién había tenido la mejor idea con la que fumarnos las clases. No se trataba de faltar porque sí, nos gustaba ser consecuentes con nuestras maneras de darle por culo al tiempo.
            Carlos no volvería a estar. La moto había patinado justo delante del árbol en el que él se quedó para siempre. De la morena se sabía que iba a salir de esa.
            Boris llevó la moto a la chatarra y yo le acompañé para ver si allí encontraba una dignidad en mejor estado que la mía.

            Pero no agacho la cabeza, cuando me cruzo con él, por lo que ocurrió aquella tarde. Además es posible que tampoco lo sepa. La verdad es siempre peor: sé que si hubiera alguna manera de volver a aquel momento y ser los que éramos, ahora yo seguiría agachando la cabeza, contra el viento, que para eso es la banda sonora de ese fracaso.

Oscar da Cunha
8 de septiembre de 2010

sábado, 3 de agosto de 2019

Una cajita de bombones

Aún no ha amanecido y me despierta un olor amargo, triste, como cuando durante un paseo por el bosque huele a esa corrupción que deja la muerte después de apropiarse de la vida de algún animal. Me sobresalta. Debe de ser muy intenso para que atraviese mi nariz de fumador y llegue hasta mi cerebro. Ya sólo percibo los olores cuando llevan añadidas demasiadas emociones. Pepe duerme a mi lado y ronca, suave; supongo que ahora pasea por ese sueño que tienen los perros: un mundo posible, para ellos, carente de humanos que los maltraten y los abandonen, y siempre pendientes de algo a lo que ofrecer cariño. La gata se quedó anoche por fuera. Cumple. Le gusta ser la señora de la casa, la que revuelve con los malos rollos de la oscuridad mientras los demás dormimos. Y en este momento la escucho maullar contra cualquier cosa; aún no ha llegado la luz y ella sabe cómo hacer porque conoce mis demonios.
            No es ninguno de los míos, pienso y respiro tranquilo; y entonces me acuerdo de Berta, la araña que vive en mi despacho desde hace meses. ¡Por Dios! ¡Que no sea ella! Con lo que le ha costado manejar el Excel y a mí confiar en una secretaria.
            Bajo la escalera con prudencia. Desde arriba sólo ves hasta dónde puedes caer y también pudiera ser que el olor llegase desde un futuro en el que hace ya tiempo que yo pude tener un tropiezo desafortunado y fatal. Nunca se sabe con los olores, pero si habéis visitado un cementerio os habréis dado cuenta de que las lápidas no se inventaron para que los muertos descansen tranquilos. Es lo lógico, a nadie le gusta que le huelan su peor momento.
            Llego al despacho y la veo tranquila, Berta está sobre la novela de Javier Marías donde le gusta dormir. Justo levanta un ojo y no mueve ninguno de sus cuatro pares de patas como es nuestra costumbre. No son horas para saludos.
            Recorro la casa y me esfuerzo. Mi nariz es como una vieja aspiradora a la que sólo le funcionan las ruedas. Pero sé que llega desde el salón, lo intuyo porque algunos olores llevan añadida una carga dramática para asustar, como el Chanel nº 5 que tendrían que haberlo llamado "Quítamelo si te atreves".
            Es el espejo, el olor sale del espejo. Podría haber surgido de cualquier cuadro y eso facilitaría las cosas. Pocos se salvan de que les huela el aliento en un Renoir, pero no, yo tengo uno de esos complicados cristales que funcionan como la piel de un lago en un mediodía de invierno. Más vale no pensar en lo que puede haber debajo del reflejo.
            Asomarse a un espejo es un misterio, distorsionan la realidad con esa costumbre de mostrarte el futuro como si únicamente quisieran robarte el tiempo que falta para que lleguen las canas, las arrugas y las ojeras. Son malvados, se aburren cuando no estás delante y esperan, fríos y silenciosos, hasta que llega ese desliz que consigue que la cuchilla de afeitar se pintarrajee de sangre y entonces sonríen en rojo, los espejos sólo sonríen en rojo.
            Me acerco y compruebo que el olor, ese inquietante olor, no está sobre el cristal. Sale de dentro y no me va a quedar más remedio que cruzar al otro lado de mi propia imagen. Necesito encontrar una fisura para poder entrar pero tengo la sensación de que todo sucede al revés. Es él quien encuentra mis fisuras y ya estoy en la otra cara del reflejo.
            Lo que veo es extraño, no es el salón del que acabo de venir. Más bien parece que el espejo escoge. No son escenas que hayan pasado frente a su mirada. Ahora el espejo soy yo y lo que veo son momentos que no recordaba haber guardado. Momentos llenos de errores, decisiones mal tomadas y muchas otras que quedaron pendientes. Todo lo que se pospuso porque no parecía importante. Lo que se dejó de vivir para vivir lo que no era vida. Y muchos sinsentidos a los que el paso del tiempo les ha dado el sentido de que llegaron para haberlos aprovechado pero se dejó que las horas pasaran sobre ellos… como si pudieran volver.
            Pero esas son piezas del pasado que no huelen, me digo. Hasta que me fijo en la cajita de bombones que no quise comprar. La recuerdo, y no debería porque nunca la vi. Esa en concreto no. Lleva la etiqueta de Thierry Bamas, el maestro chocolatero de Biarritz donde ella siempre me pedía hacer una parada. Los que iban aderezados con pimentón d´Espelette eran sus preferidos. Los que la hacían salir de la chocolatería con una sonrisa triunfal tras diez inútiles minutos de pelotera para el maestro, porque el maestro se empeñaba en que había que comprar surtido y ella siempre volvía, como siempre, con una caja llena de lo le daba la gana.
            Pero aquel domingo, nuestro último domingo, no paré. No consigo recordar la excusa; pudo ser el tiempo, demasiado bueno o demasiado malo, el que sobraba o el que faltó. Quizá la prisa por nada o esa vieja costumbre que se nos había pegado: un día sin discutir era un día perdido en el que después no habría medianoche en la que reencontrarse, o tal vez por oírla amenazarme, con esa manera de amenazar que utilizaba y que parecía una promesa de las que se hacen a medialuz cuando los fantasmas pasan envidia: «El próximo me compro dos cajas».
            No quise parar.
            Y ahí está la cajita de bombones, ahora ya rancios y desaprovechados; y de mí, que ahora estoy dentro del espejo, es de donde sale el olor. Porque realmente es para eso para lo que sirven los espejos, para devolvernos lo que no podemos ver con la mirada, sino con la memoria cuando le da por doler con olor.

Oscar da Cunha
3 de agosto de 2019


domingo, 28 de julio de 2019

Búho

De todos los animales que trajinan la noche el búho me parece el más interesante, me lo pido. Aunque no sé si se puede elegir. Lo de la reencarnación me suena de oídas, y hasta el momento, ningún murciélago de los que andan por aquí, ha conseguido convencerme de que él, ahora, vuela libre después de haber agotado otra vida como un simple ratón prisionero de esta tierra que todo lo considera suyo y termina por apropiárselo.

            El asunto es más sencillo, vas y te lo crees. Sin razonar, porque ese vicio lo desaconsejan todos los médicos.
            Me gusta la noche porque en la oscuridad cualquier cosa es posible y porque donde yo vivo no hay nadie que me lleve la contraria. Y me gusta sobre todo en verano, cuando el día es más agresivo y se empeña en llenar el ambiente de realidad. Se va la luz y por fin todo se llena de fantasmas y hasta la más extravagante de las ideas tiene hueco.
            La gata que vive conmigo me cuenta que lo suyo es por la maldición. Le iba bien de puta, solitaria y sin ese chulo del gato de Cheshire que a todo humano nos acompaña. Yo la convertí en princesa y ahora los suyos la huyen, y no les culpo porque los gatos que se vuelven de casa están condenados a escucharnos.
            De noche piensas y te contestan. Quizá la reencarnación consista en eso, en convertirse en una de las voces que acuden en nuestro auxilio para negociar con las angustias que nos desordenan. Pero no tengo ninguna certeza, porque esas respuestas pueden llegar desde nuestro propio yo que ya sale reencarnado de talleres, como si una parte, oculta y misteriosa de nosotros, nos estuviera esperando, sabedora de que nuestro destino, que no es inmune a ese morboso complot que acompaña a la vida, es el destino con el que ya nacemos atormentados; de forma que otra parte, acaso menos oculta y menos misteriosa pero asociada en el mismo negocio con la anterior, a su vez, venga con el encargo de crear esas angustias y confundirnos, y entre las dos hacernos creer, cuando nos llegue ese momento en el que deja de amanecer, lo bonito que será convertirse en una voz que no envejece.
            Todo es posible aunque para elegir nunca nos ha faltado imaginación. Nosotros, que somos más listos que el resto de los animales y por eso inventamos las armas para matarnos con mucho más civismo y no a mordiscos como las bestias, también hemos inventado el rollo de las religiones, que da para mucho arte, un montón de guerras y además son un gran negocio. Pero yo me quedo con el búho porque no hace prisioneros, apenas sonríe y sólo es compañero del silencio.
            Y es que retomando lo de la reencarnación, siempre podemos encontrar mil excusas tentadoras para volver, porque para aprendices tal vez no sea suficiente con una vida y yo sólo espero que el búho no tenga memoria. De lo contrario todo sería menos divertido y a nadie le gusta girar en círculo. Aunque no sé, me siento raro, yo nunca había visto las cosas desde esta perspectiva por la noche. O al menos, no recuerdo otro tiempo en el que podía volar.

Oscar da Cunha
28 de julio de 2019

lunes, 22 de julio de 2019

El peor de los miedos


Son las seis y el primer cuarto de una mañana de julio, y en esta región del Atlántico a la que se asoma Biarritz hace fresco para llevar puesto sólo un traje de baño. Pero hoy necesito sentir.
            He venido a buscar una playa dormida y aún vacía. He venido a buscar en el océano ese momento en que él se levanta de la cama y se despide de la noche con un beso y a su amorío le llaman alba. He venido a buscarme a mí.
            Pido permiso y las gaviotas que abarrotan la orilla me hacen hueco para integrarme al mar. Está cálido, y lo percibo como entrar en el cuerpo de una mujer en una madrugada de invierno. Tal vez para mí el mar sea eso, volver a donde nace la vida.
            Apenas distingo el rompiente, pronto llegará la luz que ya se anuncia, pero sé de sonidos que traen las mareas y el que se acerca es suave. Remo tumbado sobre mi tabla con poco más que un pequeño balanceo al ritmo de la habanera que interpreta la brisa, y me deslizo como por encima de una sábana que los amantes acaban de dejar un poquito desordenada.
            Remonto una primera ola que justo me moja el pelo y en mis ojos las lágrimas tienen compañía. El mar hace que no se note cuando uno llora. Sólo otra pleamar en la mirada y esperanza, porque la esperanza es esa línea de fondo a la que las intenciones se dirigen sin que importe que no haya marea para volver.
            La luz del faro acaricia la superficie y yo supongo que por última vez, porque los faros entienden de colores y porque saben que no fueron hechos para competir con el azul que al cielo y agua les trae el día.
            Entonces, me siento sobre la tabla, que es como sentarse sobre el propio mar o como en el suelo de esa olvidada ermita, casi derruida y desacralizada, y que tal vez sea el único territorio en el que Dios existe. Y no puedo evitar sentir envidia de los que se fueron porque yo tengo miedo. El peor de los miedos. Estoy cansado de querer y que se me vayan. De llorar ausencias y recordar no consuela. Y tengo muchas dudas porque no sé qué es peor, no quiero convertirme en la ausencia de nadie, de los que quiero aunque yo no sea como me parieron y tal vez por eso últimamente sólo reparto desplantes. Y es que todo termina doliendo. Menos el mar.
            Miro el horizonte y es una posibilidad. Allí está el destierro pero con abismo, sin garantías. Para ese siempre hay tiempo. Y ahora llega una ola, pequeña pero suficiente. Y la bailo porque quizá ese sea mi destino, hasta que la música se pare, hasta que el mar se duerma y a mí me admita en su sueño.

Oscar da Cunha
22 de julio de 2019

sábado, 20 de julio de 2019

Ruidos en el desván

Es noche de viernes pero yo no le doy mucha importancia, al fin y al cabo todas las semanas hay una. Por lo visto alguien tiene algo que celebrar porque desde la lejanía llega ese ruido con eco en el que se convierte la música cuando viaja. No sé qué hora es, aquí en el jardín no tengo nada a mano para consultarla, pero cuando levanto la vista del libro y miro las estrellas intuyo que la medianoche hace ya tiempo que ha quedado atrás. Antes era capaz de calcular el momento y la orientación con sólo mirar su posición en el firmamento. Ahora me he vuelto más práctico, cuantos más puntitos brillantes veo supongo que es más tarde, por fin empieza a aflojar el calor y yo sigo en el mismo sitio.
            Quedaría muy chulo decir que me alumbro con un viejo quinqué de petróleo, pero el alargador del cable no se gasta y tengo bombillas de repuesto. Son de las viejas, de las incandescentes. Cuando las iban a retirar compré tantas que algún día podré montar una verbena en el infierno.
            De pronto me sorprende el silencio. No creo que la música haya parado, simplemente no llega. Pero lo pienso un momento y no me parece tan simple, la noche siempre tiene sus ruidos. Hay ruidos de invierno, de verano; ruidos de tempestad o ese cotarro que organizan los animales cuando el mundo está en calma. Ahora no se oye nada. Perturba, es un silencio extraño y yo reacciono mal ante lo desconocido. Debe de ser por haber llegado a esa edad en la que uno se cree que ya lo ha visto todo y el problema real es que va cansado de mirar.
            Decido indagar. El silencio sólo puede llegar por el camino que termina en mi casa. Nada viene por otro sitio, salvo la primavera, que hace que todo se vuelva bonito, pero de ella ya me avisan los árboles cuando se ponen cachondos.
            Me voy hacia la oscuridad, con chulería, que para eso tengo perro y estos cabrones lo perciben todo en alta definición. Esos avances que conseguimos con la   tecnología me hacen darme cuenta de lo chapucera que ha sido la naturaleza con nosotros. O igual fue un despiste, como cuando hay que precipitar una boda antes de que se note y por ese mismo precipicio después se caen todos.
            A la derecha, sobre la hierba, dos ojillos brillan. Todo bien, me digo. Mientras sean dos ni es Polifemo ni nada de esas cosas raras. Y ahora me alegro de no vivir en el mismo barrio que Stephen King. Llevo la escopeta cogida por los cañones. Desde que estoy solo me salen mal todas las compras y los vendedores van a lo suyo, no aconsejan. Yo me dejé llevar por los ojos y ahora resulta que los cartuchos más gordos no encajan con el calibre del arma. Creo que me voy a apuntar al campeonato de culatazos.
            Pepe, mi perro, pasa del bicho y eso me acojona. Éste sólo corre detrás de lo que sabe que se puede escapar. Es inglés pero él no tiene la culpa; salvo los de Bilbao, cada uno nace donde puede y después uno se apaña con las consecuencias.
            Me acerco y lo que sea no se mueve. Mal asunto, oigo en mi cabeza. Hoy en día no hay nada que no huya del hombre. Tenemos mala prensa. Por fin me doy cuenta de que es un gato. Sigue inmóvil cuando lo toco suavemente con el pie. Debe de estar muerto, pienso, pero sus ojos siguen mirándome y eso no encaja. Aunque lo que me preocupa es que no encaje lo que acabo de imaginar. Me agacho, lo compruebo y en efecto, no encaja. Un gato de peluche no anda solo a estas horas de la noche y por eso miro a Pepe con desdén. Lo de la escopeta lo acepto, pero que tampoco me funcione el perro… Va a ser cosa de ajustarle mejor la dosis de ginebra en el agua que bebe.
            Alguien ha tenido que dejar ese peluche, y no está a tanta distancia de la casa como para que a él le haya pasado desapercibido. Mi perro es uno de esos hooligans para los que cualquier excusa es buena con tal de armar jaleo.
            Vuelvo hacia mi libro pero ya no puedo leer. Nunca me había fijado, el silencio total es molesto. Se nota que algo falta, o falla, o funciona mal, o yo que sé. Quizá el problema del silencio total sea que no puedes ir a quejarte contra nadie. Tengo que solucionarlo, le voy a montar a ese peluche una bronca que se le van a quitar las ganas de volver a joderme el ruido.
            Voy lanzado, como si supiera lo que hago. El puñetero perro otra vez pasa de largo y esta vez los ojillos de cristal del falso gato brillan desde la izquierda del camino, algunos metros más cerca de mi casa. Tranquilo, me insisto, la respuesta está en el frigorífico. Hoy has hecho la compra muy deprisa y las cervezas 0,0 a veces se confunden con las de verdad. Todo es cuestión de retroceder y dormir la mona. Mañana, con un par de aspirinas, volverá el ruido. Respiro profundo porque jamás he visto a la poli hacer el control de alcoholemia en la escalera que sube a mi habitación. Además, tampoco subo nunca en coche. No me parece cómodo despertarme abrazado a él mientras ocupa el lado vacío de mi cama.
            En mi casa no se sale a la terraza, más bien es al revés. Se trata de una terraza a la que se llega y que tiene una casa en la esquina, molestando. Se nota que uno ha llegado a un sitio civilizado porque tengo las zarzas controladas. Hemos llegado a un acuerdo razonable. Ellas se encargan de decorar todo lo que no tenga cemento debajo y ahí es donde pongo algunas sillas. He aprendido a amar el plástico; si la intemperie lo ensucia mucho lo mandas a reciclarse en tapones de botella y renuevas el mobiliario. Eso sí, todo tiene que ser blanco. Ahora están más de moda otros colores, indefinidos, con nombres exóticos para que te lo tengas que currar hasta encontrar la porquería: gris Pompeya, nogal del Himalaya… Yo prefiero el blanco inodoro porque me lo pone más fácil. Y al volver, sobre el blanco de una de las sillas me vuelvo a encontrar a ese maldito gato que acabo de dejar tirado en el borde del camino.
            Sé que es imposible y todo es cosa de mi imaginación, pero es la primera vez que muevo gatos y necesito ponerme a prueba. Uno necesita saber dónde están las costuras del mundo real.
            No me cuesta encontrar una cuerda. La anudo alrededor de su cuello, apretando sólo lo suficiente para que no escape. Y con el brazo de la silla no tengo ninguna piedad.
           
            Todavía no ha amanecido pero me despierta el ruido. Ha vuelto. Discreto, como acostumbra a esta hora. No tardará en salir del sueño el alboroto, me gusta esperarlo. Siempre he pensado que eso de que te pille la mañana por sorpresa no tiene ninguna gracia. Es como empezar a leer un libro por su segundo capítulo. El alba es cuando el día se expresa en verso, lo demás sólo es enredar con las palabras.
            Salgo fuera y huele a nuevo; me recuerda a cuando, de niño, estrenaba sueños de los que no se sueñan porque la esperanza tiene esa magia que sólo se presenta entremedio de la incertidumbre y el deseo.
            Nadie se ha llevado al gato que me mira desde la silla donde lo he dejado horas antes. Sus ojos de cristal ahora sonríen con ironía porque lo que falta es la cuerda con la que me afané en atarlo. Esa no está. Y entonces, al mirar hacia el oriente que se empieza a poner en ese azul que borra las estrellas, comprendo que lo que nos hizo humanos no quiere entender de nudos.

Oscar da Cunha
20 de julio de 2019


domingo, 14 de julio de 2019

Nos ven

Y enredan. Y tampoco sé por qué. La verdad es que no tengo ninguna certeza sobre lo que intento escribir. Llego a percibirlo en pequeños detalles, en esas tonterías que suelen pasar de largo, desapercibidas, como un descuido, salvo cuando me detengo y echo un vistazo, con precaución, hacia ese escaso fragmento de tiempo que acaba de fugarse y lo único que veo es que alguien ha cambiado algo. Y entonces me parece raro porque miro alrededor y hace demasiado tiempo que ya no hay nadie.
            A veces ocurre con ese viejo bolígrafo que utilizo porque parece que tiene duende sobre el papel; o el propio papel en el que acabo de anotar lo que estoy seguro de que después de unos pocos minutos se me va a olvidar. O con muchas otras cosas que sé dónde viven y voy y las uso con respeto, sin incomodar, que para eso, ellas, esperan con esa modestia que tienen las cosas.
            Y sin avisar se ponen en marcha esos momentos en los que todo se perturba; son breves, nada está en su sitio, que para mí es como no estar. No me importa con lo que enredé ayer, que eso es mirar muy lejos. Pero si llevo más de media hora sin moverme de mi silla, no me parece sensato que el mechero con el que acabo de encender el cigarrillo que aún mantengo entre los dedos aparezca, mientras me he descuidado justo lo que tardo en saludarle al cuervo que me visita al otro lado de la ventana, en la otra mesa de mi despacho, a la que sólo le dirijo la mirada para asegurarme de que no estoy sordo; y que si nadie responde la culpable es la soledad, porque la muerte hizo su trabajo y también se fue.
            Otras cosas, cuando ya me he resignado a darlas por perdidas, me saludan, de repente, desde el mismo centro de mi mesa de trabajo, como si quien no hubiese estado durante el tiempo que han faltado fuese yo. Siempre son cosas pequeñas y de uso cotidiano, de modo que lo que sea que juega con ellas, conmigo, nunca tuviera la intención de hacer una exagerada demostración de poder, pero tampoco quiere pasar desapercibido.
            Puede que sea una insistente llamada de atención, porque empiezo a comprobar que todo consiste en hacerme perder el tiempo entre esas interferencias y mi memoria. Creo que la clave está en el tiempo y tal vez eso venga desde algún lugar donde ayer y mañana sean gastados conceptos que ya dejaron de manejarse. Y desde allí pueda verse, con claridad, cuántos trocitos de nuestra vida desperdiciamos como si se tratasen de porciones de una tarta que nunca se nos pudiera terminar. Y eso me hace mirar hacia atrás, sobre todo hasta antes de donde empezó a doler, para intentar recordar todo el que he malgastado. Y es entonces cuando estos fenómenos me parecen muy serios. Me inquieta pensar que pueda existir un estado de conciencia, interminable, en el que tantos de nuestros momentos despilfarrados tengan un dedo con el que señalarnos, y disparar.
            Pero aunque he dicho al principio que no tengo ninguna certeza, tal vez tenga dos. En algún momento fuimos dioses y nos echaron del asunto porque despreciamos el valor del jefe supremo, y el tiempo, que no hace amigos, nos condenó a esto que llamamos vida; una acotación con principio y final para que aprendamos a respetarlo. Quienes ya no están sometidos a sus caprichos nos avisan. Y es que nos ven.

Oscar da Cunha
14 de julio de 2019


sábado, 6 de julio de 2019

Palabras

Hay una soledad que envuelve la pequeña caleta. Barcas dormidas bajo poca luz y a la calma se le añade el sosegado murmullo del Mediterráneo en la orilla. Supongo que el olor a pino es intenso para conseguir atravesar el humo de mi cigarrillo. Los coches que he visto en el aparcamiento deben de formar parte de la decoración del hotel; justo avanza ya la medianoche y siento que soy el único habitante en el silencio de este delicado equilibrio entre arena, mar y bosque. Pero esta es una de esas noches en las que me hace falta ruido en la cabeza; a mí ya me tengo muy oído y mi perro duerme en la terraza.
            Al momento, recuerdo el transistor que vive en mi baño y me acompaña en todos los viajes. Por seguridad. Soy un peligro con cualquier herramienta de corte en la mano. Ya no me interesan las noticias por la mañana (tampoco por la tarde), pero mientras me distrae oír cómo se destruye el mundo no pienso en la maquinilla de afeitar, una de esas a las que ahora les ponen más cuchillas que a una cosechadora.
            Lo enciendo bajito y busco voces aunque necesito palabras y no me importa que no tengan ningún sentido. Sólo quiero palabras abandonadas, de esas que no forman parte de ninguna conversación. Sobre todo palabras que no haya oído desde hace mucho para sentir cómo vuelven, cambiadas, porque tal vez eso sea lo más interesante que consigue hacer el tiempo cuando va y viene. Compruebo que a algunas las destruye y ahora regresan vacías, sin la personalidad que tuvieron cuando quien las pronunciaba se lo pensaba primero dos veces y un sol y sombra (mezclado, no agitado). Aún son palabras hermosas pero hoy lloran, ya sólo están de moda por lo del vintage y las dice cualquiera a través del móvil y sin que haya unos ojos con intenciones de por medio. Otras, consiguen llegar después de un largo naufragio, y a quienes les interesaban ya no están; fueron severos adjetivos que ya nadie comprende pero decoran, se han convertido en el posavasos de las conversaciones con licor de marca.
            Sigue la noche y aquí parece que nada haya cambiado porque apenas hay brillo de luna sobre el agua, aunque sólo lo parece y a mí me llegan palabras que ayer sonaban inofensivas pero la vida las ha tratado a pedradas. Palabras que regresan dispuestas a devolver los golpes como si hubiera un infierno de las palabras del que han vuelto malditas. Palabras que se utilizaron para sellar alguna  paz y ahora se aparecen cargadas con los demonios necesarios para declarar cualquier guerra. Palabras que sólo pueden ser pronunciadas en esos círculos íntimos en  los que nunca fueron necesarias las explicaciones, y aun así la prudencia se ha hecho la jefa. Porque de ella es hoy el gobierno de las ideas. Y en este momento siento que tal vez nos haya llegado la hora de vivir en el cementerio de las sensaciones. Ya no somos lo que decimos porque nunca decimos lo que pensamos. Estamos descafeinados. Utilizamos ese traductor que convierte la pasión en complacencia y la amistad en haber cuando quedamos. Y se me pasa por la cabeza que lo de Cristo fue una chapuza porque nosotros, ahora, del agua hacemos cloroformo. Y así no hay manera, cada uno dispara al bulto que se mueve desde su pequeña fortaleza.
            Endemoniadas palabras, están por todas partes y por eso tienen la culpa.
            Nos fue concedido utilizarlas para que nos entendiéramos, pero ellas, las muy canallas, nos han condenado a mal usarlas.

Oscar da Cunha
6 de julio de 2019

martes, 11 de junio de 2019

Y todo por una minifalda


Sería por el setenta y poco. Verano. Lo recuerdo porque hacía ese calor como antes, sin aire acondicionado; esa época que ya pasó, cuando se sudaba sin ser pobre y yo me enamoraba de cualquier cosa que no llevara pantalones. Cuando un buen escote me convencía de que algún día yo dejaría de ser un chiquillo, y ya tenía por dónde empezar a hacer planes para perderme en el futuro.
            Era una de esas tardes en las que llevaba pasta en el bolsillo porque mi padre me había vendido por una camarera, que para eso él estaba de vacaciones, yo de excusa y su cuestión consistía en despejar intrusos del campo de batalla. Ahora reconozco que haber ido de hermoso por la vida es un error, aunque quizá ya sea tarde porque feo se nace y ellas saben que lo que no te concede la naturaleza te lo recompensa la lírica.
            Un local de los que molaban entonces: alicatado con esos carteles que no estaban hechos con la idea de que los entendiéramos quienes sólo utilizábamos la nariz para quitarnos los mocos. Y ese ritmo, al que le pegaban los ingleses y sus alrededores, saliendo por la puerta para poner a bailar los cilindros de cualquier cosa pintada en negro que sólo tuviera dos ruedas y metiera mucho ruido. Allí no se entraba a comprar música sino para demostrar cuánto se formaba parte de ella. Tipos sólidos que parecían haber salido de una canción de Led Zeppelin después de que los hubieran echado por romper algo en cualquier otra de Jethro Tull. Olor a cuero con kilómetros, a mucho pachuli para disimular la maría y a vidrio con espuma de cerveza. Y esa puñalada en la mirada por comprobar quién la tenía más grande, la moto, creo, en la otra opción no pensé. En aquel territorio todo era bastantes tallas más grandes que la que yo usaba. Una de esas pequeñas fronteras que se ocupa de ponerte la vida para decidir si siempre querrás estar condenado al exilio de lo que pudiste ser.
            Quizá la mejor minifalda que recuerda haber visto el mundo, con un par de piernas de esas que te las guardas para poder decir, de viejo, que allí se te quedaron los ojos, ordenaba en sus estanterías los discos que los del hampa de moteros del turno de tarde se afanaban en dejar tirados por cualquier parte.
            Yo sólo tenía edad de mirar pero el riesgo lo lleva uno en la sangre. Y me vine arriba. Ya dentro, empecé a enredar mientras varios de aquellos fulanos cruzaban esa resignada sonrisa de haber pasado por esos tiempos en los que todo son pretensiones, y a la de la minifalda, que no tenía pinta de ser madre de nadie, creo que le entraron ganas.
            Y aquella epidemia de la que se habían contagiado todas las bandas por tener un nombre y canciones en ese habla con el que nunca he llegado a tener buen feeling. Ahora soy un hombre de mundo, y aparte del mío me relaciono bastante bien en otros muchos idiomas: argentino, chileno, uruguayo, peruano… Pero bueno, no me he puesto con esto para fardar.
            Allí no había nada de lo que me habían enseñado en casa: Adamo, los Sirex, y para Nochebuena Peret. O sea que me la jugué a la portada más chula. Cualquier cosa por lanzarme a algún abismo con la de la minifalda, que también trajinaba la caja.
            Algo me comentó ella mientras me cobraba el disco y yo iba de monumentos, pero ahora ya no estoy para recordar voces; y todavía hoy me entran ganas de ahogarme en el inodoro, cuando veo el elepé, por no haberme quedado a vivir en aquel momento. Pero la vida tiene el capricho de hacer regalos a destiempo.
            Podría acabar la historia en modo hidalgo y decir que, ese, mi primer disco, me dejó atrapado por aquella quimera. Mentiría. Al igual que muchos otros de Elton John los disfruté, incluso en los buenos tiempos, con mi hermano de corazón. Pero precisamente ese, que lo compré por una minifalda, cuando lo escucho aún hoy, sé que se cruzó en mi camino para estar en los momentos jodidos. Porque son muchos los barrancos y todos necesitamos a un Capitán Fantástico y no es al que mejor le suena la banda ni el que la tiene más grande, incluso la moto. Cada vez que la aguja pincha el surco yo cierro los ojos, y piernas para dejar allí un rato enredada la memoria hay muchas pero tipos como él no. Entonces veo todas las ocasiones en las que me he salvado de un naufragio por poder contar con el mejor hermano, aunque lo tenga que compartir con otros, porque también es el mejor amigo de muchos, el mejor marido y el mejor padre.
            Lástima no saber por dónde anda la de la minifalda para que mi hermano le eche un vistazo y de paso darle las gracias.

Oscar da Cunha
11 de junio de 2019

domingo, 2 de junio de 2019

La Fotocopiadora


Así llamábamos a la primera planta del taller de mi padre. La que empezaba después de una puerta por la que entraba la calle, sin avisar.
            Había una escalera por la que se bajaba a la sala de máquinas y ese era el sitio donde se trabajaba. Nosotros bajábamos poco.
            Recuerdo las paredes atestadas de patrones (algunos incluso estaban terminados), dibujos que necesitaban demasiada imaginación y notas, muchas notas cada una con su chincheta y una idea ya caducada a la espera de una segunda oportunidad, por aquello de que las modas tenían la costumbre de volver aunque no se supiera cuándo. Y piezas de tela ordenadas con la lógica del montón. Todo estaba encima o debajo de algo, pero estaba con la esperanza de ser encontrado.
            Una mesa de corte donde se le invitaba a sentarse a cualquiera que llegase dispuesto y con buen rollo. Y un maniquí. Ese no recuerdo dónde lo robamos ni para qué. Siempre nos gustó verlo lleno de posibilidades y nunca nos atrevimos a vestirlo con nada.
            Olía a ese apresto que tienen los nuevos tejidos cuando ya se han hecho viejos sin que nadie les haga caso. Y también a colilla de Ducados. Alguien se llevó el cenicero y no nos dimos cuenta porque para eso teníamos suelo.
            Allí no se inventaba nada, se llegaba pensado de fuera. De París, Milán o del Jennifer, que era una discoteca que estaba en la calle de atrás y lo petaban las chachas con madre modista y ambiciones. Tampoco se discutían los diseños, que para eso la fama se la llevaban Gaultier, Saint-Laurent, y todos esos que en vez de en una pared y con chinchetas clavaban sus ideas en revistas para dar envidia. Nosotros copiábamos y nos  iba bien. Pero al fin y al cabo eso era lo de menos.
            En la Fotocopiadora se admitía a todo tipo de gente, a muchos nos los enviaban del bar de al lado. Eran de Lugo, los del bar, y sabían mucho de pulpo pero poco de gente. Lo del rollo era cosa nuestra y así nos apañábamos en el barrio. Y se nos iba el tiempo mientras hacíamos lo que podíamos entre los huecos de cada charla. De vez en cuando, llegaban viajantes con acentos de otros mundos en los que había los mismos problemas que en el nuestro, porque los problemas sólo entienden de personas. Entraban contrabandistas a los que ya les empezaban a amenazar con quitarles la frontera y hablábamos de libertades para las que ya intuíamos que nos las iban a poner. Los lunes, el ciego, al que se le iban los ojos detrás de todas las faldas, y al que le comprábamos los cupones de la semana anterior porque para perdedor se nace. Y cada sábado, la rubia del puticlub de enfrente con marido nuevo que pagaba los encargos de ella y a nosotros nos daba igual porque íbamos a medias.
            Hubo muchos más, de los que nos gustaban, de los que llegaban para no ser recordados. Allí sólo se guardaba lo contado, aunque fuera cierto, porque toda buena historia debe sobrevivir a sus protagonistas.
            Hace años que la Fotocopiadora ya no existe, son demasiados los olvidos que se ha llevado el tiempo y la memoria va cansada. Me asomo a las redes sociales pero no es lo mismo, son una chapuza. Lo de antes sí que era mentir con estilo.

Oscar da Cunha
2 de junio de 2019

jueves, 16 de mayo de 2019

Trotsky


Eran buenos tiempos, de esos que pasan deprisa y para no volver. Allí donde quedaron amores, amigos, promesas con la intención de no cumplirlas, y esa parte de lo que fuimos y que lo pone difícil para convencerse de haber estado. Soñábamos con mundos mejores sin saber que los estábamos gastando. Es lo que tienen esas edades sin pasado.
            Se alcanzaba la costa por un camino de arena, escondido entre los matorrales, que no figuraba en ninguna guía Michelin; y no nos imaginábamos que vendrían unos malditos años en los que cualquier imbécil con un chisme en la mano podría saber cómo llegar hasta ese lugar donde no hubiésemos aceptado compañía. Ahora está asfaltado y han rendido a la naturaleza para ponerlo demasiado fácil y prohibirlo todo. Somos nosotros, hoy, que ya hemos dejado de peinarnos, los que ya no vamos.
            El horizonte era bestial, como nos gustaba. Silencio salvo el rugido del gran azul rompiendo contra las rocas, y nervios mientras nos planteábamos llegar allí hasta donde nos llevase el miedo. Y nadie para decirnos que estábamos locos.
            Fardábamos de cicatrices en nuestras tablas pero éramos unos tramposos que no habíamos heredado nada. Hasta estas aguas y en aquella época sólo llegaban las que se había jubilado de demasiados naufragios en otros mares.
            No sabíamos que éramos los últimos de una generación adicta a jugársela sin garantía. Unos sin nombre pero con colegas de verdad, de esos que no recuerdan lo mal que lo hiciste con ellos sino lo bueno que fue estar juntos. Cuando el riesgo unía a un grupo de cobardes que sólo íbamos para héroes horas después, cuando las cervezas exageraban el mar y disimulaban lo nuestro.
            Y esto es porque hoy me ha llamado Trotsky para decirme que ha pillado un  cáncer al que ha decidido no ponerle remedio. El muy canalla es capaz de cualquier cosa con tal de no hacerse viejo. Aseguraba que era un animal marino condenado a vivir en el exilio, que para él era pisar tierra firme. No lo recuerdo, ahora se me ocurre que de ahí le vino el mote, porque la política dejó de interesarnos cuando las playas inventaron el topless y para atravesar los inviernos nosotros debimos de inventar algo con el mismo peligro.
            Me dice que no me preocupe, que él ya perdió la suerte en aquella ola donde se tenía que haber quedado para siempre. Y que para morir en tierra nunca es demasiado pronto. Que al final todos echamos de menos el momento en que pudimos convertirnos en leyenda porque a los cualquiera se les olvida rápido.
            Y yo quiero suponer que todos necesitamos sentir que formamos parte del final de algo importante. Como si en cada una de nuestras épocas fuéramos los protagonistas de los innumerables crepúsculos que atraviesa el mundo mientras nos deja atrás. Tal vez, y si esta de ahora ha sido mi ola, yo recuerde, dentro de otro de otro ciclo, estos tiempos, porque habrán llegado otros nuevos con el propósito de hacerme sentir extranjero.
            No lo sé, es posible que nuestra mayor inquietud sea la de creernos perpetuos desplazados, como parte de una especie en extinción de la que hablarán los demás. Y es verdad que todos atravesamos esta vida con la convicción de hacer historia. Pero sólo la nuestra.
            No lo intento y cuelgo. De las decisiones de Trotsky no se libra ni él mismo. Y miro al cielo, que esta tarde de jueves de mayo anuncia temporal, y me pierdo en los recuerdos…

            …Llueve y la marea nos viene muy grande. De las que a qué coño te crees que hemos venido —me dice él. Uno de los hermanos Barland sale del agua en modo cojera y con tan sólo un trozo de tabla para ponerla en la estantería de los trofeos. Y nosotros dos remamos juntos, más que nada para que quede algún testigo si el otro no sale. El rompiente es feroz como el puño de Dios cuando se cabrea; y la lluvia, que arrecia, consigue que maldiga los aditivos que les hemos añadido a la picadura de tabaco.
            —Pillamos una y nos largamos porque la cosa está chunga —me grita recién remontamos una mole de agua que me hace pensar en lo divertido que es el parchís, y eso que te lo diga Trotsky es muy serio.
            Por fin nos lanzamos. Bailamos la pared de mar sin mirar atrás. Ya no hay miedo. Y a ver quién se atreve a decirme que no existe el cielo porque yo sé que, aunque es terrible y salado, en él siempre hay un tipo con rizos, sonrisa de las que no se venden fácil y una camioneta en la que no deja de sonar el tema de Bob Dylan con el que acabo de escribir esto según me ha salido.
            Va por ti, J. P. C.


* Si lo pinchan, denle caña al volumen y sírvanse una cerveza (paga Trotsky).

domingo, 28 de abril de 2019

Tiempos Modernos


Ella amanece abrazada a la almohada, otra vez. Siempre el alba y la soledad. Y la espera por oír su voz, la de Él. Quien le va a repetir esas promesas que conserva la cama. Esas promesas que se mantienen desde que eran adolescentes y Ella no tenía un madrugar desafinado para ir al trabajo. Desde mucho antes de que Él fuera alguien ocupado y saliesen del sueño separados. Promesas que nacieron con el deseo y el querer, y han sobrevivido a tormentas y desiertos.
            Él nunca le concede al despertador ser el primero y suena el teléfono. Como cada mañana, le llama desde Bruselas para repetirle que Ella es más importante que esos congresos y despachos con los que intentan ponerle petachos a los agujeros del mundo. Que los años no son nada y la distancia aún menos. Y que Grand-Place de Bruselas está muy bonita pero fría y bajo un cielo que llora sin Ella.
            Y Ella, tras colgar, le sonríe al teléfono. Porque hubo otros tiempos en los que la separación era más difícil y la voz de Él llegaba a deshoras. Con eco de cabina y ruido de monedas. Y siempre con esos señores de afuera, a la espera, y a los que no les interesaba todos los te quiero que Él se guardaba por vergüenza.
            Después, como cada mañana, Ella abre el ordenador y antes de revisar el correo consulta las temperaturas en Bruselas para saber con qué ropa va a quitarse el frío de Aranjuez. Pero recuerda que son tiempos modernos y se le ocurre que tal vez pueda verlo.
            Grand-Place de Bruselas tiene cámara en vivo y allí está Él, con su abrigo negro, el que Ella le regaló y al que le puso su nombre para que le diera algo más que calor. Despistado, en el centro de un suelo mojado y frente a un termómetro que marca melancolía.
            Ella coge de nuevo el teléfono sin apartar los ojos, húmedos por la esperanza, de la imagen. Entonces ve cómo, en la pantalla, se acercan una mujer y dos niños. Él la besa con pasión y coge con cada mano a uno de los chiquillos hasta que todos desaparecen de escena.
            A Ella se le cae el teléfono y se rompe con el primer golpe. Son tiempos modernos y ya nada aguanta.

Oscar da Cunha
(Apaño de un boceto original de Yolanda Blasco)
Y mi eterno agradecimiento a Charles Chaplin por enseñarnos esas esquinas del mundo donde se esconde lo que merece la pena.

28 de abril de 2019

sábado, 20 de abril de 2019

Desde la Marisma


A veces uno vuelve donde empezó todo, y se decepciona porque nada empieza en un lugar. Y porque los sitios sólo son esas cosas vacías que necesitan de la presencia de a quienes se quiere. Pero vuelve aunque sea para comprobar que el asunto está cambiado.
            Las mismas tabernas, el estanco de la esquina, el mismo paseo de las palmeras con el chiringuito en medio y la vieja gasolinera de la entrada. Y uno observa, aturdido, como si se hubiera traído los ojos de mirar diferente. Es el problema de pretender ver con el recuerdo pero nadie va para niño. Y no nos faltan las personas, es su alma. ¡Maldita sea, porque a mí me sobra la mía!
            Se pregunta por los viejos amigos, y a uno, que ya viene cargado de muertos, se le amontonan las respuestas. Por suerte es atardecer de camisa y uno se sube el cuello para ver si se esconde. Es entonces cuando aparece la luna y te la lía, porque ella también estuvo y esa es de las que no perdona, que para eso sólo mira con una cara, la que quedó cuando dio la vuelta a la calle de la amargura.
            Suena algo de Dolores la Parrala, y en el rincón, el dulcero de siempre. Todo bien.
            Decía que uno vuelve en busca del tipo que fue y es mentira porque sabe que no puede. Ahí continúa la terraza y ni siquiera han movido las sillas, pero, ¿quién se sienta con quince años menos y cuando las cicatrices son de guerras perdidas, todas? Toca hacerse amigo de lo que ha quedado. Porque aquí lo que encuentra uno es a un extraño; un hombre que pretende empezar de nuevo, pero no sabe cómo ni por dónde. Aunque lo primero y para cumplir sea despedirse de ese que ha dejado de estar, y entonces uno se da cuenta de que ya está harto de despedidas porque sabe que sirven de muy poco con quien no se va a echar de menos.
            Y uno percibe que hace tiempo que ya nada es como antes, y que el problema ha sido aceptarlo porque la única diferencia ha estado adentro, y sigue. Para eso hay que olvidar las viejas rutas, llenas de fantasmas; y es que el mundo no se hizo redondo para darle la vuelta y volver al mismo sitio, sino para que todas las direcciones tengan horizonte.
           
            Ya he pasado varios días entre estas aguas y con esta última marea tengo las cosas de la cabeza más calmadas. Este puerto de partida es de otro y a la mar le dejo sus cenizas, él se queda aquí para siempre y a mí me toca encomendarme a los dioses y recorrer. Nunca es tarde para ser sólo un tipo con su perro y un macuto vacío.
            Si cualquier día me cruzo con alguno de vosotros, quienes me habéis conocido, y yo no os reconozco, no me lo toméis a mal.

Isla Cristina
20 de abril de 2019


sábado, 6 de abril de 2019

Hijos de algún dios


Todos somos hijos de algún dios, y en la mayoría de los casos nos convencemos de que hemos sido adoptados por nosotros mismos. Es esa parte egocéntrica, de la que nadie es inocente y está escondida entre los pliegues de nuestra identidad, la que nos diferencia de los animales.

            Ellos, esos inocentes a los que consideramos haber sido creados con el único propósito de que se mantenga la cadena trófica, sólo saben sumar. Desaparece cualquiera de sus miembros de la manada y los que se quedan cuentan las unidades que les rodean. Son cada uno de ellos más los demás.
            A nosotros la divinidad nos enseñó a restar y dividir. A elogiar al que falta y precisamente porque ya no está. Nos rodeamos de cadáveres ilustres y de huecos para los que ya no hay méritos con vida. Somos cada uno de nosotros menos los que se fueron. Todos llevamos un cementerio en la espalda.
            Utilizamos a los que se han ido como espejo donde creemos vernos reflejados, y no importa tanto lo que hicieron como en qué parte de sus hechos estuvimos nosotros. No heredamos las virtudes, somos ladrones de los aciertos ajenos por miedo a que los nuestros desaparezcan en quienes después se quedarán.
            Tal vez hubo un antaño durante el que fuimos héroes, anónimos animales con capacidad para imaginar lo que aún no podía verse. Y entendimos que lo importante no éramos cada piedra sino esa multitud que configura la montaña. Después, algo tuvo que sacarnos de la caverna y sentenciarnos a caminar tras el que marcaba el paso; para, con el tiempo, poder decir que él fue el importante porque los demás supimos seguirle. Y cada uno por diferentes motivos. Todos somos soledades con desiguales orgullos, como la última hoja que queda en el árbol al final del otoño y se apodera de las leyendas de las otras, de las que se han ido llevando los vientos.
            Elogiamos al que inventó el grupo para tener extraños a quien odiar, para odiarnos entre nosotros y por las mismas envidias, y por lo interesante que resulta en cualquier grupo ser quien da el primer paso para romperlo. En esta tierra de dioses todos somos vencedores con sierra.
            Somos soldados con las causas gastadas, ya las usaron otros, los que tras cada batalla prometieron no volver a dividir; y en donde crearon líneas de intercambio nosotros vemos fronteras, no para que no pase el de enfrente sino para expulsar a cualquiera de los nuestros. Y es que enemigo nunca ha sido el que piensa diferente, nos incomoda el que piensa igual pero mejor. Todos somos hermanos, y el que tenga dudas que se lo pregunte a Abel.
            Miramos el mundo desde arriba, pero los cielos no se hicieron para estar sino para tener algo a lo que parecernos. Porque los cielos, todos, se encuentran vacíos.

Oscar da Cunha
6 de abril de 2010