Y enredan. Y tampoco
sé por qué. La verdad es que no tengo ninguna certeza sobre lo que intento
escribir. Llego a percibirlo en pequeños detalles, en esas tonterías que suelen
pasar de largo, desapercibidas, como un descuido, salvo cuando me detengo y echo
un vistazo, con precaución, hacia ese escaso fragmento de tiempo que acaba de
fugarse y lo único que veo es que alguien ha cambiado algo. Y entonces me
parece raro porque miro alrededor y hace demasiado tiempo que ya no hay nadie.
A veces ocurre con ese viejo
bolígrafo que utilizo porque parece que tiene duende sobre el papel; o el
propio papel en el que acabo de anotar lo que estoy seguro de que después de
unos pocos minutos se me va a olvidar. O con muchas otras cosas que sé dónde
viven y voy y las uso con respeto, sin incomodar, que para eso, ellas, esperan
con esa modestia que tienen las cosas.
Y sin avisar se ponen en marcha esos
momentos en los que todo se perturba; son breves, nada está en su sitio, que
para mí es como no estar. No me importa con lo que enredé ayer, que eso es mirar
muy lejos. Pero si llevo más de media hora sin moverme de mi silla, no me
parece sensato que el mechero con el que acabo de encender el cigarrillo que
aún mantengo entre los dedos aparezca, mientras me he descuidado justo lo que
tardo en saludarle al cuervo que me visita al otro lado de la ventana, en la
otra mesa de mi despacho, a la que sólo le dirijo la mirada para asegurarme de
que no estoy sordo; y que si nadie responde la culpable es la soledad, porque
la muerte hizo su trabajo y también se fue.
Otras cosas, cuando ya me he
resignado a darlas por perdidas, me saludan, de repente, desde el mismo centro
de mi mesa de trabajo, como si quien no hubiese estado durante el tiempo que
han faltado fuese yo. Siempre son cosas pequeñas y de uso cotidiano, de modo
que lo que sea que juega con ellas, conmigo, nunca tuviera la intención de
hacer una exagerada demostración de poder, pero tampoco quiere pasar
desapercibido.
Puede que sea una insistente llamada
de atención, porque empiezo a comprobar que todo consiste en hacerme perder el
tiempo entre esas interferencias y mi memoria. Creo que la clave está en el
tiempo y tal vez eso venga desde algún lugar donde ayer y mañana sean gastados conceptos
que ya dejaron de manejarse. Y desde allí pueda verse, con claridad, cuántos trocitos
de nuestra vida desperdiciamos como si se tratasen de porciones de una tarta
que nunca se nos pudiera terminar. Y eso me hace mirar hacia atrás, sobre todo
hasta antes de donde empezó a doler, para intentar recordar todo el que he
malgastado. Y es entonces cuando estos fenómenos me parecen muy serios. Me inquieta
pensar que pueda existir un estado de conciencia, interminable, en el que tantos
de nuestros momentos despilfarrados tengan un dedo con el que señalarnos, y
disparar.
Pero aunque he dicho al principio
que no tengo ninguna certeza, tal vez tenga dos. En algún momento fuimos dioses
y nos echaron del asunto porque despreciamos el valor del jefe supremo, y el
tiempo, que no hace amigos, nos condenó a esto que llamamos vida; una acotación
con principio y final para que aprendamos a respetarlo. Quienes ya no están
sometidos a sus caprichos nos avisan. Y es que nos ven.
Oscar da Cunha
14 de julio de
2019
¡¡¡MA-GIS-TRAL, Hermano!!!
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