Hablaba
Hermano del «dieciséis» —http://patxihinojosalujan.blogspot.com/2019/01/simbolismos.html—,
pero quizá no sea un número más miserable ni más responsable que los demás
aunque le haya tocado cargar con la maldita tiniebla; y también con él, como con
cualquier otro, se puedan hacer un sinfín de lacerantes malabares. Tal vez los
números disfruten con sólo ser una herramienta de la vida para desafiar
nuestros sentimientos. Para que podamos contar, gota a gota, por dónde se nos
escapa el alma. Y a veces a chorros. Para que le echemos la culpa a la
matemática y no al aliento cuando se ha convertido en demasiado viento para una
sola boca. Y quizá yo ya no crea en los números porque son invento del hombre,
como las palabras, pero no su contenido, y sin él ni los unos ni las otras son
nada. Como es nada decir amor o ayer si no la hay ni lo hubo, aunque nadie sepa
dónde pero duela, incluso de carencia.
Durante un año, todos han sido «el
primer sin», y no sólo los números; esos diecitodos, seises o veintes, porque Hermano
tiene razón y acostumbramos a rodearnos de simbolismos, que no son otra cosa
que esas tabernas de cada puerto en las que pretendemos dejar fondeados
nuestros sueños y también las batallas que sólo se pudieron perder. Sé que llegó
la primera primavera porque incluso las plantas abandonadas florecieron gracias
al recuerdo, y entre noches de gato solitario en la ventana se echó encima el
primer otoño. Pasaron, este año sin saludar, las primeras grullas rumbo a su
Sur; volvieron las primeras grandes mareas, que esta vez se conformaron con mirar
cómo uno peregrinaba, sin importarles a qué recuerdo, sobre esas arenas que
siendo las de siempre ya no sabrán ser las mismas aunque se repitan. La primera
lluvia de estrellas de no sé cuándo y el primer viaje a no sé dónde ni por qué.
Y entre fechas y acontecimientos a
uno se le han acumulado demasiados primeros, tantos que ya no lo parecen, hasta
hacerse experto en estrenar ausencias. Y ahora nada de lo que llega es nuevo. Supongo.
Porque uno sólo debería sobrevivirse a sí mismo y no a quien ama. Y no sé si a
partir de la segunda vuelta será mejor o peor porque uno se convierte en
reincidente, pero sin experiencia y con la sensación de que nunca van a
terminar las prácticas. ¿Qué pudo tener el anterior abril que no lo traerán los
siguientes? Del primer solsticio de verano no dejarán de estar llenos los que quieran
llegar, y las viejas canciones seguirán sonando a eso: cada una a aquel primer baile
ahora y las que vengan ya imposible.
Quisiera suponer que tampoco se
podrán inaugurar emociones nuevas, lágrimas que ya no se hubieran gastado ni
llamadas en ningún desierto. Pero el tiempo es un tramposo porque te las guarda,
y cuando uno se repite y los demás se lo repiten: que esto son dos boleros y hay
que seguir adelante; tras el par de pasos que se han conseguido aparece un
fragmento de tiempo que pasó y se saca de la chistera una vieja rosa con las
espinas, otra vez y cada vez con menos clemencia, clavadas en la memoria.
No, ya no habrá más primeros… Como
si eso fuera a mejorar los siguientes y todo pudiera ser menos difícil. Como si
escalar una montaña garantizase el ascenso de las que le siguen. Como si pasar
por el dolor funcionara de anestesia para nuevos dolores. Porque uno no se
acostumbra a los abismos, se transforma ante esas estocadas del alma que también
llegan cambiadas, con un acero más distante que asimismo pretende alejar los
recuerdos. Cuando es en los recuerdos por donde camina el consuelo y se busca
la soledad para que no escapen.
Y todo esto a uno lo va volviendo
raro, desapacible como un reloj que siempre marca la hora de la batalla, tal
vez inclinado hacia ese comprometido bando de los locos, porque sabe que muchos
lo intentan pero nadie lo entiende si no lo comparte y quiera Dios que no pase;
y entonces uno se acuerda de aquel viejo letrero, al que por suerte o por feo nadie
nunca hizo caso, en la entrada del taller de Padre: «Se agradecen la visitas,
se ruega sean breves».
Oscar da Cunha