domingo, 31 de diciembre de 2017

Feliz Año Nuevo, amigos. Y un propósito

Por delante van ellos. No entiendo lo que dicen pero sé que son ellos, conozco sus voces. No fueron las primeras que aprendí, hubo alguna anterior pero ahora no está. De palabras sé poco, unas cuantas, sólo las que me hacen reír, aunque de las voces estoy seguro. Debe de ser normal, como lo es que todavía tenga dificultades para seguir su paso, me cuesta andar a esa velocidad porque empecé hace poco, y a veces… ¡Vaya, otra caída! Y ellos a lo suyo, contándose… No, eso todavía no me lo han enseñado. Pero yo no debería estar tan lejos. El de la derecha, mi padre, sigue atento a cualquier gesto de mi tío, y ninguno mira hacia atrás. Por lo visto es la hora para ejercer de hermano. Tampoco sé de horas, pero ya he aprendido que cuando se encienden las farolas me mandan a dormir, y hoy se han olvidado porque veo cómo se balancea el reflejo de las bombillas en el agua. Sólo unos pequeños halos de luz sobre ese mar que es negro como el suelo del puerto. Todavía no entiendo de puertos, ignoro por qué pero sé que estoy en uno y hay algunos barcos, creo que son los primeros que veo, lejos, también iluminados por alguna farola.
           Igual me tropiezo, pero voy a intentar alcanzarlos. No quiero seguir solo y no me oyen cuando les grito, eso es porque aún apenas sé pocas palabras. Sí, empiezo a correr, ya lo he hecho otras veces, creo que dos, y las heridas de la rodilla sólo han sido rasponazos porque no están lejos del suelo, a mi edad todavía no tengo nada lejos del suelo, y en este momento es mejor olvidarlo, ahí abajo todo es negro. Tengo que mirar hacia adelante antes de que ellos desaparezcan después de la última farola. Es fácil, primero un pie y luego el otro, pero más deprisa; creo que la maniobra consiste en no perder contacto, y el equilibrio con los brazos, esos sí pueden volar.
           ¡Vaya, algo ha ocurrido! ¡Otra caída! Esta ha sido diferente porque ahora los pies también vuelan, más despacio, y la luz de las farolas parece alejarse. No, ella sigue ahí, flotando encima mío, soy yo quien se aleja. ¿Por qué me hundo? Estiró una mano y a lo que podría agarrarme se desliza, me atraviesa y se queda mientras yo bajo hacia lo negro. A ellos ya no los veo. Quiero gritar pero no suena y se me llena la boca de esa oscuridad mojada. La claridad se ha convertido en un punto borroso, arriba. Y se va mientras yo sigo, caigo hacia el miedo.
           No debería asustarme porque esto también ha pasado antes, ya dejé de respirar mientras ellos no se enteraban. Nunca se enteran. Sé cómo solucionarlo, igual que las otras veces, creo que han sido seis o siete pero tengo que pensar rápido, no puedo ahogarme. ¡Eso es! Sólo el miedo es real y se trata de decirle que quizá no consiga vencerlo pero voy enfrentarme a él. Abro los ojos, también la boca con ansiedad, todo sigue oscuro pero el aire por fin entra, a bocanadas que necesito, y me incorporo. Estiro la mano, tiene que estar ahí el maldito interruptor. Tengo que comprobar que otra vez ha sido el mismo sueño…

           Nunca lo he olvidado, aunque no sé cuántas noches seguidas lo soñé, tal vez fuera en torno a una semana. Tampoco recuerdo con qué edad, en la pesadilla me veo muy niño y no me dejaron serlo mucho tiempo. Debió ser poco después, cuando tuve que empezar a enfrentarme yo solo a los miedos y empezaron a formar parte de mi mundo. Y ese reto me empujó a sentir un intenso amor por la vida, a quemarropa. Entendí que el amor, el verdadero amor, ya sólo podría dedicarlo a todo cuanto me llegara acompañado por el temor a no ser reemplazado. Me condené a convivir con el miedo, por amor; siempre ante ese desafío, esa determinación de ser yo quien ganase.
           Tal vez por eso empecé muy joven mi relación con el mar. Y aún continúo…
       Sólo mi tabla y el horizonte salvaje, despiadado con los intrépidos, obstinado en demostrar su amenaza con cada estruendo que acompaña a cada ola, la siguiente mayor que la anterior mientras remo directo al rompiente, sin saber si volveré, sin gastar una mirada hacia la playa donde quedaron las garantías. Con el temor, en cada ocasión, de que sea esa mi noche en el puerto. A veces me detengo un momento, breve, eterno porque empezó de niño, y aprieto los dientes o lanzo un juramento mientras mis brazos vuelven a hundirse en el agua para impulsar la tabla con furia, y de nuevo avanzo decidido. Sé que podrá vencerme el mar que nunca es compañero de nadie, pero jamás me convertiré en víctima del miedo que me acompaña. Entonces sonrío, el mar cree que es por él pero se equivoca.

           Hoy pasaré la última página del calendario de este año. La siguiente abrirá la puerta del novato que ya se asoma, despistado y lleno de contingencias, muchas las aprovechará el miedo. Y ya conozco a ese viejo compadre; ese fullero que se ríe de los temerarios, ingenuos que le dan la espalda para ignorar su presencia y convencerse de que no viaja con ellos; ese farsante que somete a quien sólo le cree las consecuencias. Suspiro y se me pone cara de guasa. Yo aprendí a estar atento, nos vemos a menudo y sabe que a mí siempre me encontrará dispuesto a enfrentarlo, nunca se lo voy a poner fácil. Hace tiempo que colecciono otros propósitos y adornan mi despacho, cada uno dentro de su tarro de cristal.
           
           Feliz Año Nuevo, amigos.

Oscar da Cunha
31 de diciembre de 2017

lunes, 18 de diciembre de 2017

Eso tan sencillo

No sé si empiezo a acercarme a esa pasión con la que debieron coquetear cuantos han escrito un libro desde la sinceridad, por lo menos la intuyo. Cuando tengo uno entre mis manos noto que son mucho más que papel y tinta, un soporte lleno de propósitos; algunos, fascinantes a modo de cofre del tesoro como el de Black Sam Bellamy; otros, sobrecogedoras cajas de Pandora sin aviso a navegantes. Pero en todos, dentro, están esas palabras con las que se construyeron ideas y quedaron impregnados del esfuerzo que se empleó para trasmitirlas. Escritos desde la tristeza, empujados por la emoción, creados gracias al convencimiento o envueltos en la duda; sentimientos que cobraron vida, decepciones que se dejaron como legado de lo que no pudo ser o cantos a la esperanza por lo que se vio empezar. Tampoco hay dos ejemplares iguales, porque todos los lectores somos distintos y ante un determinado párrafo cada uno ha sentido diferente. Tras pasar la última página se cierra el libro, pero nunca se encierran las ideas. Queda el lomo a la vista sobre la estantería y ya no son títulos con nombre de autor; uno es el que nos destapó esquinas desconocidas del amor, otro nos enseñó a llorar, con alguno aprendimos que la amistad era eso, simplemente eso, y con un tercero nos atormentamos al comprobar que el odio siempre llega mucho más lejos que eso.
            Frecuento alguna de las pocas librerías de segunda vida que hay en mi ciudad, me gusta esa nueva oportunidad para los libros que ya acumulan varias biografías, la que se escribió y cuantas se quedaron dentro al leerlas. A veces busco una obra en concreto, descatalogada; voy directo, pillo y salgo con el tesoro. Otras, no sé lo que busco y espero a que me encuentre. Saco un ejemplar del montón, cualquiera por el que no me intereso de quién ni cómo lo tituló. Abro sin mirar qué página y leo, entonces respiro. Si me entran ganas de quedarme dentro, ese era el que me esperaba; lo cierro y ya no lo suelto porque hay mucho buitre que se alimenta de las casualidades. Oportunistas de la opción ajena.
            Creí que el otro era un día más, me equivocaba porque si no hubiera llovido tal vez habría cruzado la calle. Por estas tierras estamos tan acostumbrados a la lluvia que nos hemos vuelto expertos en repudiarla mientras la esquivamos. Entré sin buscar nada pero en muchos libros hay sol y un rato no me vendría mal. Título y autor los miré después así que no los voy a citar, que fuera Los pasos perdidos de Carpentier no viene a cuento. Yo no lo elegí. Y la página por la que se abrió estaba amañada. Se puede encontrar cualquier cosa dentro de los libros; Emma Bovary la muerte, un amigo mío a la mujer de la que sigue enamorado, y Alicia el único mundo que quizás tenga sentido. Yo encontré un suspiro en el reverso de una fotografía. Con letra de hombre, como escriben muchas mujeres.

A mediodía, como siempre a mediodía, mi amor.
Entre las horas.
En ese hueco donde se nos perdió el tiempo.
A mediodía, te espero a mediodía, mi amor.

            Me lo llevé con el presentimiento de cometer una tontería. La foto no presentaba demasiado desgaste, pero aunque hubiera sido de ayer, supe que era una tontería. El tiempo no cura nada, a lo sumo termina matando al mensajero. Y yo sólo me agarraba a un viejo mensaje y a unas fechas en las que mi reloj se vuelve más tolerante.
            El lugar de la cita me pillaba a mano, y confié en que esa otra dimensión, tan incomprensible porque siquiera podemos aspirar a comprenderla cuando nos ha dejado una nota, pudiera estar de vacaciones.
            El paseo de La Concha atrae a turistas y vecinos, pero por distintos motivos. Los primeros quieren guardar el haber estado, y los de casa sabemos que en alguna puesta de sol nosotros no estaremos y en los folletos del futuro nunca hay garantías.
            Es durante el segundo mediodía, sentado en el banco y con el libro a la vista, cuando empiezo a tontear con los reincidentes. Fracaso con una elegante anciana, la cara con la que huye al tomarme por un pervertido arranca una sonrisa cómplice en el caballero que repite observando desde la barandilla. Pelo abundante y blanco, la mirada firme, decidida incluso si hubo errores, el porte digno, accesible por no temer más miedos, y unas facciones con las que sólo se llega hasta esa edad cuando se ha hecho el camino correcto. Las arrugas en su sitio.
            Intento convencerme de que es una tontería, no puede ser él porque yo imaginé a una mujer y sólo mis personajes de ficción me estafan, pero se acerca y me señala el libro. Se sienta a mi lado, sin saludo, y en sus ojos veo que no vamos a hablar de literatura. Por eso saco la fotografía, la giro y le muestro el suspiro. Él me lo pide mientras me cuenta que el libro, junto con el talante para aguantar más pacientes, se dejaron perder durante un traslado. Acepto como siempre lo hago, con clausula de rescisión, y él sonríe porque es de los que entiende de curiosidades.
            El tiempo del que me habla parece muy lejano, pero sólo porque se usaban las cabinas de teléfono y ellos estaban casados por lo aparente, sin que ninguna de sus parejas lo llegara a sospechar. Descubrieron que compartían inclinaciones sexuales, a ella también le gustaba la aventura.
            Pero de incógnito, como en las más imprudentes correrías, se presentó la fatalidad y se enamoraron a imposible. Fueron discretos, sólo confiaron en los más íntimos porque sabían que esos traicionan con mejor estilo, y lo suyo no era una infidelidad de quitarse las bragas sino el sombrero.
            Ahora soy yo quien señalo la foto y pregunto qué acabó mal. Intuyo la tragedia, y sólo se pude convivir con la tristeza chapuceando un mal arreglo, una cita diaria con el pasado. Él me observa, sorprendido, distingo una sombra en sus ojos con los que me dedica un gesto serio antes de confesar que no repararon en la conspiración de sus parejas, su venganza fue la tolerancia y en silencio permitieron que la rutina hiciera el trabajo sucio. Aquel fue el peor castigo para dos amantes de la aventura. No lo superaron.
            Se pone en pie mientras noto un nuevo brillo en su mirada y veo a una dama acercarse por el paseo. Le interrogo con un gesto y él sonríe al devolverme el suspiro con el libro que dejó de necesitar.
            Los veo alejarse despacio, cogidos por el brazo y algo más. Dos viejos cansados que ya han gastado el viaje hacia su Ítaca y se conforman con eso tan sencillo que llamamos amor pero desconocemos cómo funciona.

Oscar da Cunha
18 de diciembre de 2017

viernes, 8 de diciembre de 2017

Rocamadour

Camino y hace frío, lo sé porque llevo un buen rato sin fumar, y al respirar, por mi nariz salen dos pequeñas imitaciones de nube. Hoy las calles están vacías. Esta maravilla medieval colgada en un acantilado se convierte en un auténtico desafío para las piernas. La mirada aún quiere más mientras el pensamiento va pidiendo treguas. Es difícil, Rocamadour es difícil de entender. La obra del hombre y la naturaleza se entrometen, enredadas, como si cada una pretendiera confundir quién talló primero y para qué; quién ostenta más poder, la roca eterna o la intención humana. Acaso sea una demostración de que siempre han caminado juntas, y uno se pregunta dónde descansan los dioses cuando le ceden el paso al mortal. También lo contrario.
            Aquí no es festivo, atardece un día más de principios de este mes en el que la sociedad sólo piensa en celebrar y comprar porque ha oído que toca. Aunque no se pueda. Tú lo mereces es el lema que se impone a la razón. Pero aquí la razón parece muy sólida. Parece. El desafío es interpretarla cuando también hay negocio en torno a ella. Tal vez se crearan las razones porque el negocio las inventó mientras esperaba. Yo prefiero suponer que llegaron antes, cuando en vez de las consecuencias se consideraron los antecedentes. Aunque es un consuelo que tampoco consuela y en ocasiones dudo, y no puedo dejar de sospechar que el jardín del Edén lo creara una empresa de mantenimiento para que con ella se estrenara el mundo.
            Él es quien me aborda, tal vez aburrido de que le roben su soledad para hacerle preguntas y esta vez busque venganza porque yo sólo saludo. Se mantiene dos peldaños por encima mío y a mí me parece bien porque la escalera se las trae y yo iba de subida, y porque ya llevo un par de horas con el cuello estirado y la vista alzada, me va a costar recuperar la postura y prefiero hacerlo sin compañía.
            —Usted me preocupa, no hace fotos.
            Lo miro con curiosidad, sin contraatacar. Se trata un hombre viejo pero no anciano, y aparenta haber gastado más vida que años. En lo de tocar las narices sí parece francés, aunque le faltan la gorra y la baguette. El tipo a lo suyo.
            —Los demás, la mayoría, enganchan el teléfono a esos palitos y luego se marchan mirando la pantalla.
            —Yo no. —Y me encojo de hombros. Cuando me propongo hacer amigos lo bordo—. Yo he venido para estar, ¿y por qué debería importarme lo que a usted le preocupa?
            —A los otros, o a casi todos, no les interesa estar, sólo guardar el certificado de haber estado.
            Saco las manos de los bolsillos, cojo mi paquete de tabaco y me llevo un cigarrillo a la boca. Antes de encenderlo estiro la mano y ofrezco.
            —¿Y eso le parece mejor?
            —Así se marchan antes. Y cuando ya lo han visto no necesitan volver. Usted es de los reincidentes.
            —Lo prefiero a ser estúpido. —No sé por qué, estoy convencido pero se lo suelto con un murmullo.
            —Rocamadour ha sido desde hace siglos un lugar de peregrinación —se arranca el viejo—, y lo más absurdo de peregrinar es esa pretensión por encontrar en el destino lo que no se supo hallar durante el camino. Aquí no hay respuestas, en ningún sitio las hay. —Me apunta con el dedo—. Los estúpidos son los que vuelven. Les deslumbra lo extraordinario y ya no son capaces de orientar su mirada.
            Empieza a alejarse por las escaleras del santuario, sin despedidas. No ve cómo levanto las manos para señalar lo que me rodea pero le llega mi voz.
            —¿Qué sentido tiene todo esto?
            Se detiene, gira la cabeza y me responde antes de continuar.
            —Ninguno.
            Acaba de apagarse el día y lo sustituye la luz del hombre. Tal vez crearla fue el primer error, o quizás alguien menos estúpido descubrió que podía suplantar a los dioses. Al fin y al cabo, desde que dejamos las cavernas, ¿a quién le interesa sólo una roca?
            Salgo del poblado y me detengo. Rocamadour iluminado parece más humano. Parece. Yo sólo sé que tengo que volver.

Oscar da Cunha
8 de diciembre de 2017

domingo, 3 de diciembre de 2017

Por un puñado de palabras

Quien cuenta someramente lo que ve, se arriesga a no igualar el artificio de una buena imagen. Hay virtuosos que se esfuerzan por penetrar en una escena, minuciosos hasta el límite con cada detalle de un entorno estático, y como mucho no superan más que lo mismo, una buena imagen. Pero si la sola imagen fuera tan poderosa merecería el esfuerzo, y bastaría con repartir fotografías de solomillos para acabar con el hambre o retratos con sonrisa para confortar tantas soledades. Acomodados en esta postura de la imagen, de lo aparente e instantáneo, le ofrecemos un folleto en colorines sobre Maldivas al mendigo que intenta aguantar el frío entre cartones. Tras un par de amaneceres, cuando se ha rendido ante el invierno, lo culpamos por no haber sabido utilizar las escenas, por no haberse reinventado dentro de los nuevos cánones de la mendicidad. Y los más simples nos conformamos, pero empieza a abundar esa anómala pluralidad que se indigna con un mezquino malversador de imágenes.
            A veces reviso viejas fotos. No se ve ningún cazo en ellas pero yo huelo el chocolate mientras por la espalda me llega el repiqueteo de la máquina de coser; y mi abuela, sin apartar su mirada de la ventana tras la que no cesa la lluvia, con ese acento francés al que jamás querrá renunciar, me cuenta de aquella juventud en la que otra lluvia se llevó, sin billete de vuelta, a su padre hasta las trincheras para defender sus tierras de los alemanes. En la radio, un señor dice que el hombre acaba de pisar la luna y abuela agita su cabeza lamentando que todavía no hayamos aprendido a caminar sobre la tierra. Es cuando cierra la capilla limosnera porque de esa esperanza ya dejó de esperar nada bueno. Y tose, siempre tose por culpa de la cocina económica mientras comprueba ese bolsillo donde esconde el paquete de Chester. Enrolla su metro y medio de cinta para entallar sisas y sonríe con gafas y yo la acompaño, quizá en esta nueva anécdota su padre haya vuelto para dirigir la vendimia. Y habrá calma, los vientos dejarán de alborotar porque en casa no hay quien le replique al Calendario Zaragozano.
            Huellas que nunca se desenfocan.
            Entonces, abro los ojos y veo que he estado mirando las fotos por su reverso. Que fueron las palabras las que, en cada instante, formaron las estampas del álbum que llevo dentro. Voces con mirada y manos que guiaron la mía. Objetos que siguen hablando desde cada escena que nunca es pasado, porque el pajarito del reloj sigue vivo y da las horas, que no importan, cada una sólo cuenta las sensaciones que quedaron dentro, con murmullo, olor y reto por superar. Y a esas imágenes sólo llego con la memoria, porque no sumó ni el plano ni el momento, sólo valen por cuanto se rellenó con sentimientos.
            Paseo, y más allá de la curva sobre el camino hay luz, es donde se abre la arboleda y la luna se cuela, me acerco y veo sombras que no salen en la escena porque son antepasados, incluso yo también estoy en antepasado. Sospecho que la imagen tampoco cuenta hasta que me añado, los escucho y hablo con ellos. Y la intuición no me traiciona porque no hay retrato que valga si las emociones quedan fuera, porque en el interior hay más y eso sólo se construye con palabras.
            Apago la mirada y veo.
            Y algunos se empeñan en hablarme de imágenes.

Oscar da Cunha

3 de diciembre de 2017