Lunes,
recién estrenada la mañana, frío, el cielo anunciando una nueva nevada y yo
llegando con más de quince minutos de adelanto a mi primera cita de la semana.
Tengo que planteármelo seriamente: cronómetro en la muñeca, la hora en el
móvil, el reloj del coche y nunca consigo atinar con una cita; o llego tarde, o
me toca esperar; algunos lo llaman planificación pero yo siempre he apostado
porque el tiempo tenga sus propios caprichos.
Intentando compartir un café, ni siquiera veo
a Isma con su inseparable Rosy instalado en su esquina habitual, un duro
amanecer en el que seguro que se le han pegado los cartones. Nuestro bar, el de siempre, cerrado por
vacaciones; me entallo bien la bufanda, sólo son unos metros pero esa cafetería
de la calle trasera hoy se ve muy lejana.
— ¡Buenos días! ¡Café, por favor! —Me instalo
en una mesa con un diario deportivo, no me interesa en absoluto, pero es todo
lo que he localizado sobre la barra. Cerca, únicamente otra mesa ocupada por una
pareja, el resto del local vacío y en la pantalla, un vídeo en blanco y negro
de Sting paseando por un New York también invernal. Tengo la sensación de haber
vivido ya esa escena, pero en mi otra versión aún se podía fumar dentro de las
cafeterías.
No puedo evitar observar de reojo a la
pareja, discuten; él no aparenta más de cuarenta; a ella le echaría más
esencia, más experiencia, sus gestos son más serenos, resignados, con esa
expresión de quién asume que tenemos que afrontar la realidad por dura que nos
resulte. Su rostro denota sufrimiento pero no asoma ninguna lágrima en sus
ojos, está acostumbrada a que la abandonen, no es su primera despedida y sabe
que ésta tampoco será la última. Él mueve sus brazos con desesperación, se tapa
la cara con sus manos, ambicionando justificar quizá lo inaceptable; no consigo
oír sus palabras, pero seguro que intenta mil argumentos ante los que ella
reiteradamente agacha la cabeza. Con las primeras gotas en su mirada le coge
ambas manos procurando esa definitiva reconciliación, aferrándose a ella con el
ansia de evitar su propio naufragio. Ella, con una suave mirada niega
reiteradamente y retira la caricia, no me cuesta interpretar que es el triste
final de una larga relación. Con la desesperanza tallada en su cara él abandona
el local, ni siquiera un gesto de despedida que sabe que ya es inútil. Ella lo
ve marcharse y esta vez le concede la humedad en esa última mirada.
Por unos instantes, en la cafetería se
instala un difícil silencio, la canción ha dejado de sonar. Ella me mira con
una amarga sonrisa que yo intento devolver con gesto comprensivo, no resulta
manejable ser el aislado testigo de una ruptura a esas horas de la mañana.
Recoge su bolso, se incorpora y al pasar se detiene junto a mi mesa.
—Siempre resulta doloroso —me dice.
—Lo siento —es cuanto atino a decir—, los
hombres cometemos siempre los mismos errores, nos gusta dejar nuestra huella en
todos los puertos.
—Este no es el caso —ella cariñosamente me
acaricia el pelo—. Yo estoy en todos esos puertos, soy la vida, y a él, un
cáncer traidor le está robando el último tramo de su camino.
Mientras la veo salir por la puerta, la
música vuelve a llenar el local, otra vez un vídeo de Sting, que con una aceptable
pronunciación interpreta en francés:
“Ne me quitte pas”
Oscar
da Cunha
24
de febrero de 2013