No soy capaz de irme a la cama “a pelo” y
enterrar cada día como si me fuera ajeno, necesito hacer todas las noches una
última reflexión, quince o veinte minutos despidiendo la jornada, procurando
archivar en su correspondiente carpeta los diferentes momentos que me han
deparado las últimas veinticuatro horas. Siempre en la terraza, aprovecho para
charlar un rato con la luna, contar las estrellas, o imaginar sus juegos
secretos cuando la noche nublada preserva su intimidad. Sin ninguna duda es mi
momento preferido del día, unos minutos que los reservo exclusivamente para mi;
en los que, en soledad, desenvaino mi sombra y discuto con ella. Quienes viajan
conmigo, y me conocen bien, respetan ese viejo ritual, ese momento sagrado en
el que me recojo en mi templo.
Por experiencia conozco los ruidos de esos
momentos de la noche, y como estos van variando según pasamos las hojas del
calendario. A menudo me ronda alguna lechuza y, en cuanto desaparecen los
fríos, murciélagos y erizos se añaden a mi velada. Pero de todas, mis
preferidas son las noches de grullas, sobre todo en otoño, cuando estamos a
punto de entrar en ese túnel que llamamos invierno. Ellas, con sus trompeteos, vuelan
buscando la eterna primavera del Sur; siempre las envidio y lamento no
atreverme a acompañarles en ese último tramo de su viaje hacia la luz.
Pero estas últimas noches algo ha estado
turbando la magia de ese momento. Una sensación parecida a cuando intuimos la
mirada de alguien clavada en nuestra espalda, nunca debemos despreciar las
intuiciones. Desde hace más de una semana, esa percepción me obliga a mirar
hacia la curva del camino que llega a mi casa, y entonces veo esa luz. Se trata
de un halo semitransparente, con forma ahusada y de color azulado, no tiene mucha
intensidad, la suficiente para destacar entre la oscuridad del camino en el que
no hay ningún alumbrado.
Las primeras noches, seguramente por el
cansancio de la hora, lo atribuí a algún reflejo que cualquier iluminación
lejana pudiera crear entre la niebla, realmente me negué a verlo, nunca debemos
negar lo que vemos. Hace ya unos días que la niebla despareció, y ese halo ha
seguido asomando allí, en la curva del camino, inmóvil, silencioso. Nunca he
sido capaz de distinguirlo llegar ni marcharse, solo lo veo estar. Aparenta
esperarme, y no se porqué me siento atraído por él.
Durante dos noches consecutivas, y
envalentonado por la compañía de uno de mis gatos, decidí recorrer los cien
metros que me separan de la curva donde aparece la extraña luz. A mitad de
camino, mi gato se paró observando fijamente la aparición, sacudió la cabeza y
dio media vuelta, nunca debemos ignorar la perspicacia de un gato, y menos de
uno ya anciano y experimentado. Le imité y juntos desandamos el camino, su
prudencia estimuló mi miedo.
Pero la otra noche la luminosidad del halo
cobró intensidad y quizás la energía que parecía contener me cautivó. Admito
que mientras caminaba por la oscuridad me temblaron las piernas, sólo los
valientes sabemos lo difícil que resulta superar el miedo. Cuando llegué a su
altura pude verlo bien: tan solo era un trozo de luz que no provenía de ningún
sitio, comenzaba a escasos centímetros del suelo alcanzando el metro y medio de
altura. No percibí ninguna sensación, ni frió, ni calor, ningún movimiento,
ninguna vibración, nada, simplemente era un haz de luz. Quienes hayáis visto
algo parecido sabéis a lo que me refiero, para los demás, lo siento, no puedo
explicarlo mejor.
-
¿Quién eres? - Todavía no sé porqué hice esa pregunta.
-
Ya sabes quién soy. Lo importante es ¿por qué estoy aquí?
La respuesta no salió del haz de luz, sonó
dentro de mi cabeza. Era una voz infantil, dulce y serena.
-
¿Por qué estás aquí? - Volví a preguntar.
No sé si alguna vez habéis hablado con un haz
de luz, pero si se os presenta la ocasión procurad que no haya ningún testigo.
La estúpida mueca con la que se te descompone la cara es mejor no compartirla.
-
Soy tú mismo, hace cuarenta años -.
Esta vez sonreí, la voz me resultó familiar,
un recuerdo lejano ya perdido en la memoria.
-
Has olvidado tus sueños infantiles, has abandonado los propósitos que juraste
perseguir. Has dejado de soñar.
Permanecí varios minutos junto a luz,
inmóvil, hasta que conseguí recordarlo todo. Durante unos instantes volví a
tener once años, fue suficiente para volver a abrir los ojos, para volver a ver
la realidad completa.
Entonando una vieja canción regresé hacia mi
casa, los árboles volvieron a tener rostro, pude ver el movimiento del aire de
la noche, y una lechuza se detuvo sobre el muro del borde del camino para
llamarme por mi nombre. A mitad de
recorrido cogí una piedra del suelo y me la guardé en el bolsillo, me pareció
una bonita piedra. Me giré mirando hacia la curva, el halo había desaparecido.
-
Gracias -. Murmuré con una amplia sonrisa.
Oscar
da Cunha
22
de Marzo de 2012