Nunca
hay que ignorar las señales que nos marcan el camino. A veces, son tan sutiles
que nos pasan desapercibidas, la intuición falla y nos dejamos llevar por la
rutina de nuestros quehaceres, nuestra realidad se altera sin que hayamos percibido
los cambios y achacamos las consecuencias al azar.
El azar no existe,
no es el azar quien creó nuestro universo y nos es por azar que nuestra vida, a
veces, nos tenga un destino preparado. El revólver sólo se disparará cuando la
bala que lleve nuestro nombre esté dentro del tambor, podemos intentarlo mil
veces y salir airosos del juego o puede que con sólo un ensayo se apague la
luz, pero en ningún caso habrá sido por azar.
En mi argumento no
valen las disculpas, siempre he confesado mi posición de voyeur en este casino
al que llamamos vida, pero esa maldita carretera tenía demasiadas curvas, mi
reloj estaba empeñado en adelantarme y la última campanada del ayuntamiento del
pequeño pueblo que acababa de cruzar, sonando al llegas tarde, le añadió presión
a mi pata derecha sobre el acelerador.
Aunque fingí
ignorarlo, estaba allí, llevaría ya unas horas, seguramente desde antes del
amanecer. Fue negro con manchas blancas, tuvo vida antes de que algún
desaprensivo…, o tal vez se cruzara con la bala que llevaba su nombre. Pasé a
escasos metros de él, ya no era más que el cadáver de un desdichado gato en el
borde de un camino que no volvería a recorrer. Lo ignoré utilizando la prisa
como coartada pero ningún jurado me absolvería; era la primera señal, y yo, por
lo menos, debería haber dedicado unos minutos de tristeza en su memoria.
Por fin, entre
curvas, el primer tramo recto, las gomas de mi coche justo acariciaban el
asfalto, y yo, con la mirada pendiente en la curva que se asomaba al fondo
hacia la izquierda fingí ignorarlo, pero si a alguien no le puedo engañar es a
mi sombra, el cráneo de carnero estaba colgado de una valla de maderos y, al
pasar junto a él, las cuencas vacías de sus ojos se iluminaron. Pudo ser un
efecto del sol que aún estaba bajo. Pudo. Era la segunda señal.
Al frenar levanté
una pequeña polvareda que se dispersó rápidamente entre las hojas de los
plataneros que circundaban la plaza. Yo no le llamaría pueblo, cuatro casas y
una de ellas el bar, por eso nadie se había molestado en cambiar la tierra por
asfalto. El barero me confirmó que todavía tendría que esperar un rato, por
allí se conocen todos y hablamos de gente de costumbres. Decidí esperar fuera,
me gusta el sol de primera hora.
Era lo único que se movía por allí y la escena no me pareció extraña, el primer vistazo siempre engaña. El niño jugaba con su globo, me costó adivinar que estaba interpretando una danza, un baile ritual, me lo dijo el globo. La memoria forma parte de mis debilidades, cuantas veces he deseado tener una, he visto cientos de niños jugando con globos, pero no recuerdo a ninguno que lo hiciera con uno de color negro, tan negro que ni al elevarse el sol era capaz de atravesar el aire que contenía. Era la tercera señal.
Era lo único que se movía por allí y la escena no me pareció extraña, el primer vistazo siempre engaña. El niño jugaba con su globo, me costó adivinar que estaba interpretando una danza, un baile ritual, me lo dijo el globo. La memoria forma parte de mis debilidades, cuantas veces he deseado tener una, he visto cientos de niños jugando con globos, pero no recuerdo a ninguno que lo hiciera con uno de color negro, tan negro que ni al elevarse el sol era capaz de atravesar el aire que contenía. Era la tercera señal.
El niño se me
acercó con su globo bajo el brazo y sin dirigirme la palabra me señaló un
pequeño edificio que yo todavía no había visto; cuatro paredes de piedra, una
cruz en lo alto y una puerta de madera.
Tengo muchos defectos y mi curiosidad es tan sólo uno de los más pequeños, por
eso probé, el pasador hizo clac y entré. La escasa luz se colaba por dos
rendijas laterales, una orientada al norte y la otra al sur, fallos de obra los
hay por todas partes. Mis pasos no sonaron sobre las losas del suelo, ya no
consigo encontrar zapatos sin suela de goma del mismo número que mi bolsillo.
No me tropecé con los bancos aunque todavía mi vista no se acababa de adaptar,
no fue el azar, tampoco penséis que soy tan hábil, la realidad decepciona, no
había ninguno. Al rato pude verlo, era la única presencia en aquél olvidado
templo, clavado en el madero, su cabeza alzada me permitió ver sus ojos
envueltos en lágrimas y no sé de ningún maestro imaginero que haya conseguido
que éstas continúen hoy deslizándose por sus mejillas.
Conseguí
mantenerle la mirada durante unos minutos, pocos, su cabeza cedió con un gesto
seco al tiempo que su mano izquierda se desclavó del madero, el golpe de ésta
sobre su costado herido, el mismo sonido que el globo negro reventando entre
los cuatro muros, la sangre de su llaga alcanzando mi camisa. Después, silencio
e inacción.
Atravesé la puerta
serenamente, esta vez hacia la luz, no me sorprendió que no hubiera niño, que
no hubiera casas ni bar, tampoco estaban los plataneros y, antes de girarme, sabía
que no iba a volver a ver ya esa iglesia. Arranqué el coche y volví a mi casa
deshaciendo el camino de ida, no había cráneo de carnero en la recta y
seguramente alguien había retirado el cadáver del gato. Al llegar, doblé
cuidadosamente la camisa manchada de sangre y la quemé aunque era mi preferida,
ardió con llama azul y humo blanco. No queda ninguna prueba de lo que os acabo
de contar, pero no es por azar.
©Oscar da Cunha
27 de Junio de 2013