Es posible que
la peor alegoría del tiempo sea un reloj. Con sus agujas siempre dando las
mismas vueltas hasta que se le acaba la pila. Porque eso me lleva a preguntarme
quién puede ser el encargado de cambiarle la pila al tiempo. Y la cosa se
complica. Aparte de necesitar ese chute recurrente de energía, el tiempo
también podría sufrir averías. ¿Dónde está el responsable de mantenimiento? ¿Y
qué pasa con nosotros durante las reparaciones? Aunque quizá lo segundo sea lo
menos importante. Al fin y al cabo no somos más que el resultado de un
experimento fallido de la evolución. No creo que ningún mono quisiera
convertirse en un menos mono preocupado por pagar hipotecas o alquileres,
mientras que las mejores construcciones que confirman que ya nos apañábamos
antes de inventar el alicatado, las pirámides, no tienen permiso de
habitabilidad.
Nos acomodamos al pensar que el
tiempo es caprichoso; algunas veces le da una patada al acelerador y no siempre
coincide con nuestros mejores momentos, también hay minutos de los que depende
una vida y se nos evaporan entre los acontecimientos. Después, esos minutos son
eternos, son los mismos pero ya con la decisión de no marcharse. Y con desesperación nos
vemos atascados dentro de ellos y nos
invade la sensación de que nuestro cerebro está en manos de un maníaco. Quién
sabe si son las mismas manos que le dieron cuerda al caos para todo se pusiera
en movimiento.
Nadie duda de que todas las horas
están ahí y duran lo mismo. ¿Seguro? Yo tengo horas que no consigo localizar y
la sospecha no es la de haberlas olvidado, porque mi memoria hace un esfuerzo
y sé que dentro de ellas no hubo nada. O estuvieron cerradas para mejorar el
servicio, disculpen las molestias.
Y me da por pensar que tal vez en
algún lugar haya un almacén de horas averiadas, olvidadas, desechadas por el
fallo de alguna de sus piezas y por consecuencia robadas a nuestra vida. Aunque
eso no me preocupa, o no demasiado, me adapto a las que puedan llegar de recambio,
con el tiempo es inútil negociar. Pero donde hay un almacén suele haber un
almacenero, quizás un tipo desencantado y aburrido de amontonar tanto tiempo
inútil que nadie pudo utilizar cuando seguramente hizo falta. Horas antiguas
que se podrían aprovechar para hacer algunos retoques en el pasado y mejorar
esta chapuza de presente que nos ha salido. Y me imagino la decepción del viejo
almacenero que conoce la verdad; porque él ya sabe, después de una eternidad
esperando sentado en una silla, que nunca hubo quien tuviera intención de
repararlas, y tampoco habrá ninguno que llegue para hacerlo. Y que el problema
no es que el tiempo pase, ni ese tiempo que no pasó, ese enorme desperdicio de
oportunidades cautivas, tal vez, en horas que decidieron morirse de
indiferencia. El problema es la propia indiferencia de un universo que va a su
bola seguramente sin haberse enterado de nuestra existencia.
Tardo, pero dejo de pensar en
chorradas y es entonces cuando intuyo que quizás todos seamos desiguales
versiones de ese almacenero con una dosis de resignación ajustada a nuestra
estupidez. Y en las noches despejadas levanto la mirada y sólo veo estrellas, y
me conformo con esos puntitos brillantes a los que nuestros antiguos pusieron
nombres divinos. Porque ellos, tan clásicos, también se aburrieron de esperar
al que tendría que haber llegado para hacer las reparaciones, y no se
equivocaron. Sólo son las bombillas que se olvidaron apagar esos bastardos de los
dioses cuando huyeron del tiempo sin importarles abandonarnos a nuestra suerte. Y es que al final el tiempo lo mata todo.
Oscar da Cunha
10 de Junio de
2018
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