lunes, 18 de noviembre de 2013

COSAS DE CASA

Llueve como si nunca hubiese caído una gota, como si los ríos estuviesen sedientos de esas lágrimas dulces para, con la pleamar, encontrar la excusa que llevan meses buscando con el fin de desbordarse. Como si el mar necesitase algo de ese cielo, casi negro, tal vez buscando la orilla que nunca alcanzó en la temporada de baños y ballenas floreadas. Como si las alcantarillas implorasen una justificación para que los empleados municipales las desnuden. Como si a los que trabajamos por esta latitud que llaman Norte nos importase un carajo ir nadando por las calles.
Los arbolitos llorando lágrimas de agua y hojas —es el otoño—. Las puñeteras losetas de las aceras, siempre desenfoscadas, que se encargan de dar de beber a tus pies embutidos en esos zapatos sobre los que te prometieron: “son impermeables”. La gabardina empapada, ¡sí! esa que te vendieron al precio de una armadura impenetrable al invierno polar. El sombrero, que está buscando nuevas cabezas sobre las que sentirse más estable, sale volando por el agradable viento del noroeste. ¡Vamos, una puta mierda!
La peña que, por darle un uso al volante, se cambia de calle para comprar el pan justo a la salida de su portal. El del taller, ese que no consigue cambiarle ni unas bujías al buga de su primo, el que presume de mantener un coche necesitado de pasar la ITV cada diez minutos y ocupa tres plazas de aparcamiento por esas cosas de la edad. El minusválido que aspira a que los bancos vuelvan a dar créditos para comprarse algo parecido a un vehículo pero que invierte las aburridas horas de su vida mirando por la ventana por si algún desalmado ocupa su plaza, debidamente señalizada, teléfono en mano, para denunciar al delincuente que justo se permite unos minutos, los que necesita para entregar bajo el torrente de agua que no cesa, esos papeles que su asesor lleva semanas reclamándole.
Y así horas, escenas de este clima Cantábrico que ha decidido encabritarse con los encabronados que no acertamos a escaparnos porque nos pensamos que como aquí no se vive en ningún sitio.
Y yo buscando plaza para aparcar mi coche.
Lo veo retroceder, luces y bocina tronando en esa calle donde ni el arca de Noe se sentiría cómoda, reclamando ese espacio que debía estar esperando antes de que al patriarca le pasasen los planos. Me detengo: ¡vale tío, tú la viste antes! Y su moza… apoyando desde la acera:
—¡¡No te estoy diciendo que te pares!!
Me permito un humilde gesto de aquiescencia con mis manos. Seguramente bajo el chaparrón ella no lo aprecia e insiste:
—¡¡No te estoy diciendo que te pares!!
Repito el gesto mientras el coche de su maromo retrocede hasta conseguir la ansiada plaza, pero este jodido clima… y ella insiste:
—¡¡No te estoy diciendo que te pares!!
Ya se me han inflado los guardinoflios y me bajo, valiente, sin impermeable, con dos… bajo el diluvio.
—¿Por qué sigues gritando? —le pregunto— Ya le he dejado suficiente espacio para aparcar un trolebús.
—¡¡Joder, te he dicho que te pares!! —insiste.
—¿Y con qué autoridad me gritas? —Se me habían inflado, pero… ya lo he dicho.
El maromo que se apea del buga. —¿Qué pasa?
—Que va para soprano —le digo —. ¿O no la has oído?
Los dejo discutiendo en la acera, no estoy para seguir mojándome y me subo al coche, ya no soy Gene Kelly.
Este jodido clima…

Oscar da Cunha

18 de Noviembre de 2013, y sigue lloviendo.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Y LO DEMÁS… ME SOBRA

Quienes me conocéis, mis cuatro amigos, ya sabéis de mis extrañas costumbres. Una de ellas… no consigo conciliar el sueño sin antes pasear, recorriendo entre recogimiento y silencio, el camino que conduce a mi casa; es un camino tranquilo, despoblado y solitario en el que me gusta acompañarme del brillo de las estrellas y meditar con mi sombra que, gracias a la luz de la luna, suele ser mi única compañera. Pero… este clima Cantábrico, ya pasado el verano, acostumbra a apagar el cielo con ese manto de brumas y nubes que tiene la rutina de acercarse desde el mar.
La otra noche no fue sino una más de las que, en plena oscuridad, me vi obligado a medir cada uno de mis pasos. La tormenta que se avecinaba y la ausencia de farolas —una de las ventajas de vivir en tierra de nadie—, consiguieron que mi única compañera fuese Morgana, esa lechuza —a menudo dudo de que sea la misma— que me ronda cuando las agujas del reloj ya han agotado su paseo por la esfera del reloj de la iglesia de abajo, y entonces las vi bailando a mi alrededor.
Eran dos. Sí, dos. ¡Que estupidez! No se pueden tener dos sombras cuando ni siquiera hay luz suficiente para conseguir una. Bailaban a mi alrededor, no en torno a mí, sino a mi alrededor; parece lo mismo pero… si lo hubieseis visto, lo comprenderíais, es uno de esos pequeños matices que no resultan fáciles de explicar con palabras. Como la serenidad de un instante o la fragilidad de un éxtasis, cada uno tiene la oportunidad de disfrutarlo en su intimidad y… sacarlo fuera, compartirlo… quizá ni sea conveniente.
Pasada la medianoche y aún fumando —lo que venden en los estancos, que enseguida os da por pensar de más—. Oscarín, o te agarras los machos o sales corriendo; las tienes largas —hablo de las agallas— y esta es la ocasión.
Pregunté.
—No sólo el cuerpo tiene sombra —me contestó una.
—Del alma también hay contorno —le acompañó la otra.
—¡Ya estamos! —me dije—. Esta es nueva, yo siempre buscando mi alma y ahora me sale doble, tengo que dejar de leer: “Fumar perjudica gravemente su salud”. Si lo pone en todas las cajetillas…
—Mira bien —saltaron al unísono—. ¡No! ¡Mejor mira dentro!
—¿De las cajetillas? —pregunté.
—¡De ti! —me contestaron.
Miré.
—¿Aún no nos reconoces? ¿Todavía sigues sin valorar lo que conservas? —Fue un eco que sonó dentro de mi cabeza, ya sabéis, como cuando piensas y te da por estar en Babia.
—Yo soy la sombra de tus sueños —dijo una.
—Y yo la de tus ilusiones —le sonrió la otra—. Pese a la oscuridad seguimos contigo, nunca te hemos abandonado. Eres un tipo con suerte. Pero… no nos desestimes, tal vez algún día nos aburramos de ti.
Miré. Esta vez hacia afuera. Aún con la tormenta encima se me aparecieron todas las estrellas del cielo y la luna en creciente. Dentro de mi cabeza comenzó a sonar una melodía y al volver hacia casa me di cuenta de que éramos tres.
Que la fortuna me conserve mis sombras. Lo demás… me sobra.

         
©Oscar da Cunha
15 de Noviembre de 2013

sábado, 2 de noviembre de 2013

COMPAÑEROS

Fue en el paseo del río, mientras yo disfrutaba de la fogosidad de mi cachorro, cuando los volví a ver. Los cuatro amigos que me leéis habitualmente ya conocéis mi oficio de voyeur, siempre he considerado que la vida está llena de pequeñas esquinas que habitualmente se nos escapan pero, poniéndoles un algo de interés, son capaces de enriquecernos más que las grandes noticias que no están fabricadas más que para distraer a las masas. Y perdónenme aquellos que se sientan aludidos, pero el pan y circo se inventó hace muchos siglos, como el fuego, o como el oficio más viejo del mundo, que no es el que estáis pensando, tarambanas, sino aquél en el que el más fuerte se aprovecha del esfuerzo del más débil. En esto no hemos evolucionado, todavía somos una especie joven y si, pese a los muchos intentos, nuestra capacidad de autodestruirnos sigue fallando, quizás algún día consigamos alcanzar ciertas metas de felicidad tan sólo intercambiando impresiones y emociones con nuestros semejantes.
Decía que los suelo ver en el paseo del río, a los dos, no sería capaz de distinguir quién es más anciano, si el hombre o el perro, ambos están ya jubilados de sus tareas y, como buenos camaradas, el uno respeta el descanso del otro, alternativamente. Cuando al humano le pesan sus zapatos se sienta en uno de los bancos con el chucho debajo; y viceversa, cuando el animal se detiene para recuperar el aliento, el abuelo —todos son abuelos a esas edades— se espera comprensivo, apoyado en su bastón.  De vez en cuando intercambian alguna mirada, como esperando ver quién cede primero y da la orden de volver a casa para poner fin a esa tortura diaria que consigue mantener la sangre circulando por sus venas.
—Se le ve muy viejito —le comenté al anciano—. ¿Qué años tiene?
—Los mismos que yo, más o menos —me contestó—. Ambos estamos ya en ese punto en el que no importa lo vivido, porque la memoria falla y menos aún lo por vivir, porque ya no pertenecemos a este mundo que a ninguno de los dos nos interesa entender.
Esa última frase me empujo a reflexionar —acto que cada vez procuro evitar más a menudo— en la ironía que encierra nuestra vida, cuanto más has caminado, cuantas más experiencias tienes para compartir, a menos gente le interesan y no es inusual que a muchos ancianos haya que sacarles su historia con sacacorchos. Su pasado pertenece a una irrealidad que se quedó atrapada bajo los tilos donde bailaban los sábados durante las tardes de verano, y en los matasellos de las cartas con las que se declaraban unos sentimientos que no desaparecían entre la trivialidad de la telefonía móvil.
Aproveché unos de sus descansos para acompañarlos en un banco e iniciamos una conversación que me niego a transcribir, a nadie le interesa ya leer sobre nada que no aparezca en la televisión.
—El mío también fue joven —dijo con nostalgia mirando las mil correrías de mi cachorro—. Ahora, cada noche nos abrazamos en la cama, con la esperanza de ver amanecer juntos o de no volvernos despertar, a ninguno nos interesa un minuto de esta vida sin el otro. Yo creo en Dios —me lanzó con solemnidad—, y él también —señaló mientras acariciaba a su compañero—, a ambos nos consuela saber que Él nunca nos separará.
Con la primera ráfaga de viento fresco que anunciaba el declive del día se pusieron en pie y, mientras lentamente se alejaban el uno junto al otro, me di cuenta de lo hermosa que es la amistad, aunque para algunos se llame fe.

©Oscar da Cunha

2 de Noviembre de 2013
(Día de los fieles difuntos)