Llueve como si
nunca hubiese caído una gota, como si los ríos estuviesen sedientos de esas
lágrimas dulces para, con la pleamar, encontrar la excusa que llevan meses
buscando con el fin de desbordarse. Como si el mar necesitase algo de ese cielo,
casi negro, tal vez buscando la orilla que nunca alcanzó en la temporada de
baños y ballenas floreadas. Como si las alcantarillas implorasen una
justificación para que los empleados municipales las desnuden. Como si a los
que trabajamos por esta latitud que llaman Norte nos importase un carajo ir
nadando por las calles.
Los arbolitos
llorando lágrimas de agua y hojas —es el otoño—. Las puñeteras losetas de las
aceras, siempre desenfoscadas, que se encargan de dar de beber a tus pies
embutidos en esos zapatos sobre los que te prometieron: “son impermeables”. La
gabardina empapada, ¡sí! esa que te vendieron al precio de una armadura
impenetrable al invierno polar. El sombrero, que está buscando nuevas cabezas
sobre las que sentirse más estable, sale volando por el agradable viento del
noroeste. ¡Vamos, una puta mierda!
La peña que, por
darle un uso al volante, se cambia de calle para comprar el pan justo a la
salida de su portal. El del taller, ese que no consigue cambiarle ni unas
bujías al buga de su primo, el que presume de mantener un coche necesitado de
pasar la ITV cada diez minutos y ocupa tres plazas de aparcamiento por esas
cosas de la edad. El minusválido que aspira a que los bancos vuelvan a dar
créditos para comprarse algo parecido a un vehículo pero que invierte las
aburridas horas de su vida mirando por la ventana por si algún desalmado ocupa
su plaza, debidamente señalizada, teléfono en mano, para denunciar al
delincuente que justo se permite unos minutos, los que necesita para entregar
bajo el torrente de agua que no cesa, esos papeles que su asesor lleva semanas
reclamándole.
Y así horas,
escenas de este clima Cantábrico que ha decidido encabritarse con los
encabronados que no acertamos a escaparnos porque nos pensamos que como aquí no
se vive en ningún sitio.
Y yo buscando plaza
para aparcar mi coche.
Lo veo retroceder,
luces y bocina tronando en esa calle donde ni el arca de Noe se sentiría
cómoda, reclamando ese espacio que debía estar esperando antes de que al
patriarca le pasasen los planos. Me detengo: ¡vale tío, tú la viste antes! Y su
moza… apoyando desde la acera:
—¡¡No te estoy
diciendo que te pares!!
Me permito un
humilde gesto de aquiescencia con mis manos. Seguramente bajo el chaparrón ella
no lo aprecia e insiste:
—¡¡No te estoy
diciendo que te pares!!
Repito el gesto mientras
el coche de su maromo retrocede hasta conseguir la ansiada plaza, pero este
jodido clima… y ella insiste:
—¡¡No te estoy
diciendo que te pares!!
Ya se me han
inflado los guardinoflios y me bajo, valiente, sin impermeable, con dos… bajo
el diluvio.
—¿Por qué sigues
gritando? —le pregunto— Ya le he dejado suficiente espacio para aparcar un
trolebús.
—¡¡Joder, te he
dicho que te pares!! —insiste.
—¿Y con qué
autoridad me gritas? —Se me habían inflado, pero… ya lo he dicho.
El maromo que se
apea del buga. —¿Qué pasa?
—Que va para
soprano —le digo —. ¿O no la has oído?
Los dejo
discutiendo en la acera, no estoy para seguir mojándome y me subo al coche, ya
no soy Gene Kelly.
Este jodido clima…
Oscar da Cunha
18 de Noviembre de
2013, y sigue lloviendo.
Pues ese jodido clima es lo que tiene... que saca lo peor de nosotros en los mejores momentos... o no, quizá en los peores, porqué en los mejores, yo me habría puesto a cantarle ópera a la soprano esa...
ResponderEliminarY es que hay cosas que la naturaleza intensifica, como ir dándote tortazos por la vida, y así le echamos la culpa a la niebla de Lleida...
Un besazo enorme, Oscar, que te echo de menos...