Como todos, recuerdo muchos finales de
año diferentes. Pero… aquél se me ha quedado grabado como… No sé, algunos
pasajes nunca terminan de borrarse y le condenan a tu memoria a permanecer
encadenada al pasado. Y no es cosa de la edad, que también, más bien se trata
de la voluntad, esa necesidad de inaceptar que el tiempo ha saltado y seguimos
sin movernos de la casilla en la que la torre le hizo un corte de mangas al rey
blanco con un: ¡Que se enroque tu madre! Pero yo tenía treinta años menos y,
salvo alguna cosilla que tampoco estoy dispuesto a desnudar, sigo siendo el
mismo. No, no penséis que la vida no me ha mandado lecciones, simplemente
algunas me he negado a aprenderlas aunque ellas sí se hayan aprehendido a mí.
Los termómetros no conseguían subir de
los doce grados bajo cero y, para resultaros sinceros, nos importaba un carajo.
Quise entrar por el “Checkpoint Charlie” pero… mi pasaporte no estaba bien
visto entre los que, como siempre, se ocupan de escribir la historia. No fue un
capricho, ni un error, ni tampoco chorradas del destino que suelen ser las que
se encargan de demostrarte que en este mundo no hay ni buenos ni malos sino
todo lo contrario, simplemente necesitaba comprobar que nada cambia el uniforme
que uno viste, ni los colores de la bandera que, la mayoría de las veces, no
resulta más que un abanico que se afana en espantar, por pequeña que sea, la
brisa que generan esas utópicas reflexiones de libertad por las que demasiados
perdieron la vida.
Vida que quemábamos durante las últimas
tardes de un ochenta y cuatro en aquél apartamento de Andrea, en la Hermannstraße,
jugando a soñar el blanco y negro de ese nuevo mundo que nos habíamos empeñado
en creer que seríamos capaces de colorear.
Bailábamos en los salones del palacio
de Charlottenburg al silencio de Strauss celebrando un futuro que sólo sonaba
en nuestra imaginación; bailábamos las noches de Spandau convencidos de que con
el último Rudolf Hess se apagaba la hoguera y sobre nadie volverían a caer las
cenizas de la vulnerabilidad del hermano de Caín.
Derribábamos muros imaginarios entretanto,
amparados por la oscuridad del U-Bahn, cambiábamos de mundo sin cambiar de
ciudad, cargados de clandestinas tabletas de chocolate y al volvernos, con los
bolsillos llenos de sonrisas del este, apedreábamos un muro de la vergüenza sin
saber que los muros se comportan como la energía de Einstein, nunca desparecen,
sólo cambian de condenados.
Condenados a explotar el minuto último
disfrutando de los colorines que iluminaban el cielo del primero que ya
imaginábamos como el definitivo que aún hoy seguimos esperando, mientras les
lanzábamos a los VoPos las botellas vacías de Henkell-Trocken sin suponer que
todavía, al presente, seguiríamos recogiendo los cristales.
Cristales a través de los que, como las
lágrimas de aquél tiempo que se congelaban al brotar, hoy seguimos utilizando
para cubrirnos los ojos con la ilusión de ver llegar un día en el que soñar
ya no sea necesario y podamos mirarnos todos de frente y felicitarnos, no por
un nuevo año que empieza sino por una nueva vida que tan sólo continúa como
desde el principio tuvo que ser.
Oscar
da Cunha
27
de diciembre de 2013
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