viernes, 25 de julio de 2014

UN TRÉBOL DE CUATRO HOJAS

Ha sido la cuarta noche cuando por fin he comprendido que me estaba llamando.  
La primera, me levanto buscando, siguiendo esa exquisita voz que, con un volumen suave, sedosamente flexible, como si sólo para mis oídos estuviera interpretando el Casta Diva de Bellini. Como si la propia Norma, desde alguna pieza de mi casa y asomada a una ventana, dirigiera esa plegaria a la luna con la rama de muérdago en su mano derecha. Como si aún continuara soñando y, en mi sueño, la sacerdotisa hubiese recobrado su potestad, hechizando mis sentidos que usurpan, con la memoria, los ojos de Burt Lancaster mientras participa en una de las escenas más sensuales del séptimo arte, y Susan Sarandon, como sólo ella consigue hacerlo, pasea ese limón, refrescando su escote del calor de Atlantic City.
No pretendo destruir la fascinación del momento, pese a que descubro el vinilo de la Decca bailando sobre mi viejo giradiscos y, sin entender quién ha posado la aguja sobre el surco, quién ha deslizado la palanca del amplificador hasta el on, cautivado, persigo las vibraciones de la Callas mientras va poniendo fin al rito y el bosque, su bosque, es limpiado de los profanos.
Pero los fenómenos extraños tienen el capricho de reincidir hasta que acabas asumiéndolos, nunca los terminas de entender, por eso se conforman con que captes el detalle. El aria se repite durante tres noches más, tres noches en las que compruebo que los números verdes de mi despertador utilizan la misma hora para dar comienzo a la función: 05:08. Y, es entonces, cuando entiendo que esa hora no indica una hora, esos dígitos son el detalle, esa pequeña circunstancia que cambia una vida. Me llega el recuerdo de aquel cinco de agosto, no tan lejano, cuando la tuve que llorar porque se empeñó en marcharse. Siempre he preferido la idea de que fue ella quién decidió no darle más vueltas a la cuerda de su enorme corazón de ochenta y cinco años. Se le amontonó el tiempo en el que el paisaje de este ateneo globalizado había dejado de interesarle y decidió soñarse. No, nunca he pensado que fuera una víctima, simplemente se aburrió de aburrirse esperando que la llama del ser humano prendiese alguna vez, y nos dejó, a quienes la disfrutamos, convertidos en víctimas de su ausencia.
Tuve la suerte de empezar a conocerla durante sus últimos años como profesora. Fue ella quien me enseñó a aprender la historia, fijándome en los ingredientes que siempre han sido desterrados de los libros de texto, esas inconsistencias que en toda realidad manipulada guardan la verdad. Ella me enseñó a descubrir lo que falta en un cuadro y lo que sobra en una fotografía. Las ausencias de la naturaleza humana y la presencia de lo que, cada vez más efímero, debemos intentar retener.
Asumió la jubilación como un periodo elástico en su incansable pasión por la docencia. Recuerdo tardes de lluvia, y Ducados humeando desde las butacas de su saloncito, mientras Turandot, su gato, sonreía maliciosamente escuchando los absurdos requiebros con los que la dialéctica intenta convertir en racional aquello que sólo vive más allá de la utopía. Y recuerdo sus palabras cuando me lo regaló bajo el sol de aquél día de san Juan del ochenta y ocho: 


—Llévalo siempre contigo. No creo en la suerte emancipada y aislada de la intención. Pero te servirá para no olvidar que la búsqueda de la cuarta hoja, debe convertirse en tu alianza con la simetría entre el destino y la confusión.
»Dentro hay un mensaje que quizás nunca deberá ser abierto —continuó—. Y has de jurarme que jamás lo leerás salvo que tu intuición consiga demostrarte haber recibido mi señal.
Acostumbro a ser fiel a mis juramentos, y a no hacer preguntas a quien le sobran las herramientas para evitar las respuestas.
Esta madrugada, asumo que es ella la que está llamando a mi puerta y decido abrirla. La versión de Maria Callas era su preferida y recuerdo su predisposición a transformar las imágenes en planteamientos, los números en sentimientos y la duda en evidencia.
Espero la llegada del amanecer evocando sus palabras: “Si la noche te confunde, hazte amigo del tiempo hasta confirmar que el sol salga por el este”. Esta vez soy yo quien pone la aguja sobre el surco y no me cuesta separar ese plastificado que con los años se ha despuntado. Extraigo de entre las dos cartulinas blancas un fino papel doblado en cuatro, como las noches durante las que Norma ha cantado para mí.
Y leo.


Salgo y miro hacia el este. Un azulado apogeo me confirma que la noche no me ha confundido. Y ahora, por sus palabras, sé que ese imaginario en torno al que tantas veces nos perdimos, está. Y es precisamente lo que le confiere sentido a cada instante que nos espera.


* Cualquier coincidencia de este relato con la realidad, va más allá de la realidad, justo donde vive la razón.

* En ambos documentos he preservado su nombre por deferencia a su familia de la que me siento parte. Pero puedo aseguraros que, algún día de los que ya no tienen horas, la conoceréis.

©Oscar da Cunha

25 de julio de 2014



Casta Diva, che inargenti
queste sacre antiche piante,
a noi volgi il bel sembiante
senza nube e senza vel...
Tempra, o Diva,
tempra tu de’ cori ardenti
tempra ancora lo zelo audace,
spargi in terra quella pace
che regnar tu fai nel ciel...
Fine al rito: e il sacro bosco
Sia disgombro dai profani.
Quando il Nume irato e fosco,
Chiegga il sangue dei Romani,
Dal Druidico delubro
La mia voce tuonerà.
Cadrà; punirlo io posso.
(Ma, punirlo, il cor non sa.
Ah! bello a me ritorna
Del fido amor primiero;
E contro il mondo intiero...
Difesa a te sarò.

Cabaletta

Ah! bello a me ritorna
Del raggio tuo sereno;
E vita nel tuo seno,
E patria e cielo avrò.
Ah, riedi ancora qual eri allora,
Quando il cor ti diedi allora,
Ah, riedi a me.)


martes, 22 de julio de 2014

ERRORES

¡Cuánto de lo que he aprendido se lo debo a mis errores! De los aciertos, alguna vez, recogí alegrías, pero las más, me equivoqué conformándome sólo con sonrisas vacías y vanidad.

Por error, reventé mi coche contra una curva del camino. Y tuve que coger aquél tren en noviembre del ochenta y uno. Conviví con ellos doce horas sentados cara a cara. De Manuel, aprendí que hasta tu propio hermano es capaz de buscar tu espalda, con su puñal, cuando el brillo de las monedas resulta más poderoso que el vínculo que establece la sangre, la ilusión y el esfuerzo compartidos. Y que los nobles de entrañas, anteponen la distancia a la venganza. De Alicia, aprendí que el amor nunca duda, tampoco aviva hogueras porque no se conformará con esparcir, después, las cenizas. Que al fin del mundo, por mucho mundo que haya de por medio, merece la pena exiliarse con los ojos cerrados pero con el corazón apasionado. De ellos aprendí que la matemática, con las almas, falla. Y uno más uno, sigue siendo uno, extraordinario, pero uno.

Por error, no comprobé la batería de mi móvil al llegar las primeras sombras de aquella noche temprana en el invierno del noventa y siete. Y todavía no dejo de reprocharme sus lágrimas cuando me intentó avisar, como habíamos acordado. Alguna de las hojas que faltaban por arrancar del calendario de ese año podía ser la definitiva para Christine, su hija. Una despiadada leucemia, que lo intentó pero nunca consiguió apagar su preciosa sonrisa de once años, fue quién tuvo la maldita palabra final. Y yo no estuve allí para recoger de sus manitas ese último dibujo que me dedicó, que además de embellecer, más si cabe, su recuerdo, se quedó, para siempre, colgado de mi corazón, con un clavo en cuyo acero está grabada la palabra decepción. Y yo no estuve allí para compartir el más desesperanzado momento en la vida de mi amiga, una madre. Y yo no estuve allí y, con mis atormentados ojos llorando con retraso, aprendí que la amistad, esa que no supe demostrar, consiste en estar sin que te llamen, que las palabras excusa y amigo jamás podrán vivir en la misma frase.

Por error, escuchando a los demás no supe escucharlo a él, y le enseñé mi espalda. Yo también tuve dieciséis años. Por ese error, dejé de ser individuo para formar parte del rebaño que desprecia, con el miedo que se vende en el mismo frasco que la ignorancia, al audaz peregrino que sólo utiliza la piel del lobo para protegerse de las pedradas a las que no tiene ningún interés en responder. El curso del setenta y ocho nos juntó en la misma mesa, y su decidida mirada me confirmó que aquello que de él se contaba no era diferente de cuanto, en cada momento, los demás nos negamos a oír, agachando las orejas por seguir compartiendo la hierba del mismo prado. De él aprendí a temerle más a la envidia que a la soledad, y que el valor por contagio de la multitud no es más que valor de cobardes.

Por error, tropecé con una piedra que, con el nombre de fracaso cincelado en su cara oculta, me esperaba en el camino y me hizo caer. Aprendí que, cuando caes, dejas de necesitar agenda, sólo los dos teléfonos que guarda tu memoria van a contestar. Necesité pararme para recomponer los pedazos que consiguieron sobrevivir a lo que fui. Y en aquél banco, quizás el último de su recorrido, el solitario anciano, desde su triste mirada, aprendió por fin a compartir. Yo le pregunté por su tristeza y él por mi naufragio. Entonces agradecí mi piedra, la que él nunca tuvo y que por eso jamás cayó, ni calló tampoco su arrogancia. Por eso se fue vaciando en su recorrido hasta alcanzar la definitiva sombra a la que condena la soberbia: la soledad. Y en su amargura aprendí que la humildad no es una virtud, es una necesidad. Y comprendí que dividir, multiplica. Y que admitir las piedras de los demás, consigue que los demás quieran verte, por muy hundido que te encuentres detrás de las tuyas.

Por error, en algún punto del camino me equivoqué de cruce y tomé la carretera que no estaba programada, así nos conocimos Soria y yo. Por ese error, me volví a equivocar pensando que ya estaba el día perdido y lo dediqué a pasear junto a las aguas plateadas del Duero, a saborear los aromas de romero, tomillo, salvia y espliego. Y en el camino encontré a Machado y por él, supe de iniciales que son nombres de enamorados y cifras que fueron momentos en los que el gesto superó al verbo. Y de él aprendí a ser pretendiente de la palabra. Y gracias a él comprendí que en la nostalgia se van acumulando las sendas que nuestro caminar nunca nos dará la oportunidad de volver a pisar.

Por error, en ocasiones callé. Y aprendí que lo queda sin decirse termina fermentando en mala cosecha.

Por error, en otras hablé. Y aprendí que no siempre la palabra mejora el espacio que al silencio le corresponde.

Por los demasiados que cometí, sé que aún me quedan muchos por cometer, y ya he aprendido que continuaré caminando en busca de mi horizonte, con mis bolsillos dispuestos para seguir acumulando aprenderes durante el itinerario que mis errores vayan escribiendo.

Oscar da Cunha  

22 de julio de 2014

miércoles, 16 de julio de 2014

LA FERIA

¿Por qué iba a ser diferente este año? Avanza el verano y el pueblo se viste de gala para disfrutar de las fiestas patronales en honor a San Repetido. De él, se cuenta que subió al cerro que hoy ensombrece la villa desde el oeste, lanzó una piedra con su honda de tendones de lobo y, justo allí, donde cayó, brotó un manantial que se trasformó en un cristalino río empeñado en conseguir el mar. En ambas orillas se estableció una próspera comunidad de pescadores de salmón, de cuyo caserío nació la primitiva aldea que, aún hoy, conserva el nombre del santo. Me resulta impropio que el plato popular sea el cochinillo asado pero, ¿no me digáis que la leyenda no es bonita?
Y por esto de que no hay fiestas sin feria, la serenidad de la plazuela junto a la pineda se marcha de vacaciones. La caravana multicolor despliega sus tinglados y, al llegar la noche, el espectáculo de luz y sonido convierte el embrujo de la soledad en hoguera de tentaciones. La noria ambiciona, cada año, acercarse más a la luna. El carrusel de las cadenas gira con mayor velocidad y, ahora, improvisa escoras capaces de hacer naufragar la voluntad con ese vértigo que sólo la turbación comprende. Los autos chocan, y no hay escopeta capaz de partir los tres palillos sobre los que se retuerce esa pulsera, trenzada y  culpable de hacer brillar los ojos de la novia del mejor francotirador del pueblo.
Esta noche me parece mejor apuesta que los bares de la calle Mayor —antigua cuesta del General Mola—, y me dedico a pasear entre las atracciones, evitando las zonas directas en las que el bombardeo de esas cajas acústicas que se entremezclan, crean un irreconocible estruendo ambiental. El aceite quemado de los filetes de lomo se confunde con el azúcar del churrero, y un tipo cojo y desdentado me aborda.
—¡Eh, oiga! Tenga, le gustará.
Me grita mientras me alcanza un papel.
»Esta atracción no es para la juventud, ¿sabe?. No le estoy llamando viejo, ¿eh? No me malinterprete, pero es que hoy en día nadie anda con pantalones largos en verano.
»Estamos al final del parque, justo allí, cuando empiezan los pinos. —Me señala—. Es la zona más tranquila. Donde apenas llega la música y la luz se convierte en misteriosa —termina, guiñándome un ojo.
Recojo el panfleto, apenas una cuartilla y no puedo evitar una sonrisa al leerlo.
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LA CASA DEL TIEMP0
(UNA EXPERIENCIA EXCEPCIONAL)

1- DENTRO DE ESTA ATRACCIÓN USTED SOLO DEBERíA SER UN ESPECTADOR. LAS CONSECUENCIAS DE CUALQUIER INTERACCIóN CON LAS PERSONAS Y OBJETOS CON LOS QUE SE ENCUENTRE SERÁN DE SU EXCLUSIVA RESPONSABILIDAD

2- ANTES DE ENTRAR NO SE OLVIDE DE INDICAR AL EMPLEADO DE LA TAQUILLA EL AÑO AL QUE DESEA VIAJAR

3- LA DURACIóN DE LA ESTANCIA DENTRO DE LA CASA DEL TIEMPO NO TIENE LÍMITE

4- SI NO QUIERE SALIR, RECUERDE QUE NADIE IRÁ A BUSCARLE

5- PARA ABANDONAR LA ATRACCIóN, DIRíJASE AL BARQUILLERO CON EL PERRO BLANCO, LO ENCONTRARÁ JUNTO AL TIOVIVO.

 LA EMPRESA NO SE HACE RESPONSABLE DE LAS EMOCIONES PRODUCIDAS 
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 Me acerco, más por alejarme del ruido que por la curiosidad. ¡Qué narices, para que voy a mentir! Me devora la curiosidad. Bordeo las atracciones hasta llegar al lugar que me ha señalado el cojo. Allí el suelo ya no retumba por la megafonía, allí no se atreven a acercarse los gritos ni las risas de la gente, allí sólo encuentro una cabaña de madera, rodeada por unos troncos de los que cuelgan unas pequeñas linternas, y en la puerta, el letrero:

LA CASA DEL TIEMP0

—¿Cuanto vale la entrada? —le pregunto al Farias de la taquilla detrás del que supongo que hay alguien.
—Son veinte euros, ida y vuelta. —Hay alguien, el Farias sólo echa humo.
—¡¡Veinte euros!!
—No se me queje, de normal cuesta cuarenta pero hoy es la noche amarilla, ¿no ha visto el color de las linternas?
—¿Y eso de qué depende?
—A mi qué me cuenta, cosas del hijo del empresario. Es del mismo que la noria, hoy la noria está en noche roja. Ya sabe, el típico listillo que ha estudiado y se piensa que todo es marketing.
»¿A qué año vamos? —pregunta.
—¡Espere, espere! ¿Cuánto dura? Porque veinte euros…
—¿No ha leído el folleto? Cómo si se quiere quedar a vivir dentro.
—No me venga con cuentos…
—Mire, pantalones-largos, por cada pueblo por el que pasamos se nos quedan dentro… —Se lo piensa mientras le da una calada a su Farias—…unos cuantos.
—¡Venga enróllese! ¿Qué hay dentro?
—Eso depende de usted, del año que elija, y de… ¡Pero cómo quiere que yo lo sepa! Para eso me tendría que contar su vida y no me pagan por aguantar rollos. ¿Qué, entramos o este es el comienzo de una buena amistad?
—¡Vale, entro! —Y le suelto mi billete de veinte.
—¿Año?
Reconozco que ahí me vengo abajo.
—¿Oiga lo del barquillero?
—No se preocupe, siempre está. ¿Año?
Escojo aquel en el que tuve seis, aquel en el que todo aún estaba en su sitio.
—Tenga, el ticket. Se entra por esa puerta de la izquierda y luego siga recto, está todo indicado. Y recuerde, si no quiere problemas no toque nada ni hable con nadie. La empresa no se hace…
—Ya, ya lo le leído. —Le señalo el folleto.

Me cuesta empujar el portón de entrada, como si un viento furioso se empeñara en mantenerlo pegado al marco. Pero no hay viento al entrar. Un pasillo apenas iluminado, un suelo de madera y una colección de fotografías en sepia colgadas de las paredes a ambos lados del corredor. Escenas de otros tiempos: campos arados con mulos, ciudades con tranvía por las calles, y estaciones con trenes de vapor. Retratos de familia con el recién fallecido en cuerpo presente, y curas con sotana y sombrero de fieltro. Diez metros de recorrido y otra puerta con letrero:

¡EMPUJE! SU VIAJE EMPIEZA AHORA

Seguro que es la salida y te han tomado el pelo Oscarin. ¿Qué esperabas? ¡Ni  barquillero con perro blanco, ni Tiovivo, ni leches!
¡Vaya, por veinte euros se podían haber currado un poco más el decorado! Ahora, seguro que al salir estará medio pueblo partiéndose de risa. Con suerte hasta te devuelven los veinte…

         No obstante, me lo pienso, no quiero renunciar a unos minutos de pasado y decido que todavía no voy a abrir esa puerta. ¿Por qué no? Surgiendo entre el silencio del pasillo va creciendo la voz de Paul Anka, aquella canción que nació el mismo año que yo. ¿Cómo lo han sabido? Recuerdo el pequeño vinilo girando, una y otra vez, en el viejo tocadiscos de madera de mis seis años. “Tonight My Love, Tonight”.

Cierro los ojos, y empieza el viaje a través mis recuerdos. Y la veo, y me veo de su mano. Esa figura espigada y nariz firme, pretendiendo calmar mi ansiedad por subirme al caballito del Tiovivo. Su sonrisa y la mía, cuando me aferro a la barra torneada y el carrusel inicia la cabalgada. El caballo que sube y baja, yo que miro hacia atrás para comprobar que mi ejército me sigue. A los que van por delante seguro que los capturamos antes de la próxima vuelta. ¡Otro viaje más, abuela!
         ¡Como viaja la memoria! Papá y yo nadando contra las olas. Corriendo por la orilla hasta que me pone la zancadilla, y me caigo entre risas. “Para que no te fíes ni de tu padre”, me grita. Y aquella morenita que me enseña las letras mientras me mira desde sus ojos negros, ¿cómo se llamaba… Dicen que el primer amor nunca se olvida, pero los que dicen no conocen mi mala memoria.
         ¡Cómo vuelven los olvidos! La tienda de Pascual y nosotros robándole las aceitunas. Las canicas rodando por la plaza, mientras Tony, aquel fiel callejero del que nunca se de dónde saca la hora, con su dentadura preparada para quien se atreva a robarme la negra, mi preferida. El guardia, con su casco blanco y bigote rubio, cuando corremos, entre pitidos, para que no nos quite el balón con el que a punto hemos estado de romper el cristal de la panadería. Y los atardeceres en el parque, escondidos entre las flores, espiando a las parejas hasta que se roban ese beso prohibido.
         Y mis amigos, y los vecinos que terminan siendo mi familia. Y los domingos de misa, de la que siempre me escapo. Las casas con sus puertas abiertas, y los seiscientos parados sin necesidad de aparcarse. Los charcos helados en invierno, y la cola de verano para refrescarse en la fuente. Mañoli, con su escote hasta que le salga novio. Y el pobre Don Félix, al que le llevamos el periódico porque él ya no puede. La cola en la cabina del teléfono y Agustín, el cartero, que sólo trae buenas noticias. Julián, que vuelve de permiso cuando las rosas empiezan a enrojecer. Y las primeras lluvias, mientras descubrimos los libros del nuevo curso.
         ¡Cómo acaricia el pasado! Mi primera bicicleta, roja y con los cambios de marcha en mis piernas. Y aquella colección de cromos… nunca llego a conseguir el leopardo, pero lo imagino y lo pinto. La vergüenza cuando Don Basilio me manda resolver un problema en el encerado, y mi venganza cuando le escondo la regla que saca, con demasiada facilidad, a pasear por nuestras manos.
         Esas revistas que pasamos a escondidas desde Francia, ¿es así como se hace? Y el exterior del escaparate de la tienda de televisores, abarrotado de público viendo el partido del domingo. El Nodo, y el cine que tiembla con nuestras patadas cuando aparece la caballería. Patxi, que de vez en cuando me deja que le gane al futbolín, y nuestras miradas absortas en Pinito del Oro, que sin red, vuela bajo la carpa del circo Price.
         Esas minifaldas de los sesenta que nos tienen todo el día por el suelo, con la excusa de jugar a chapas. Y la botella de Fundador, que siempre hace falta en casa para darle saborcillo a la cazuela de riñones. Ramón, el del butano, siempre con una al hombro salvo cuando se cruza con Mañoli, entonces coge dos. Y Perico, con su transistor en la oreja, todavía sigue gritando los goles de Zarra aunque hace años que no juega. Manolo Escobar que, por aquellos tiempos, empezaba a buscar su carro y Atahualpa Yupanqui que seguía sin engrasar los ejes de la suya.
         El reloj del ayuntamiento, empeñado en que no avancen las horas, mientras las fichas del dominó suenan desde fuera de la taberna. Y el olor a café de puchero con achicoria que se queda frío junto al sol y sombra, tras el que Don Alfredo, el alcalde, esconde sus intenciones de envidar a grande.
        
Y… por sólo veinte euros. Y tú que pensabas que era una broma.

Todavía con la humedad de la nostalgia en los ojos y una sonrisa, empujo aquella puerta, salgo y enciendo un pitillo. 

—¡Pero qué …
Lo que veo me conmociona. La sangre deja de circular por mis circuitos y me cuesta expulsar el humo del cigarrillo que se niega a atravesar ese mugriento estado en el que se ha convertido una atmósfera paralizada, exánime y derrotada.

Ya no hay noche, sólo una explanada de cemento cuarteado por un despiadado sol que, aunque apenas visible, pretende arrancarme la piel. Ni siquiera el recuerdo de donde antes hubo una pineda. Ya no hay feria, ni luces ni música. Ya no hay risas ni olores. Al girarme, tampoco veo la cabaña de “La Casa del Tiempo” ni la taquilla con el tipo del Farias.
Me acerco a la plazuela que ahora no es más que un cementerio de ladrillos rotos. A mi alrededor, silencio y polvo, soledad y olor a azufre. Me abro camino entre los cascotes de lo que fueron las calles del pueblo. Casas abandonadas, tejados que me miran amenazando con desmoronarse. No encuentro más que ausencias y ratas que se asoman por las ventanas, y este calor que prohíbe respirar.
Tardo en atravesar, entre tumores de lo que existió, la destrucción en que se ha convertido la calle Mayor y, al llegar arriba, donde algunos sillares esparcidos y recubiertos de negra pez, recuerdan que hubo iglesia, contemplo el panorama. Gris, muerte y polvareda que se arremolina por el suelo. Porque ya no hay más que suelo, rajado y estéril. Suelo inútil que ya no sirve ni para pisarlo. Nada parece añorar que por allí vivió la vida, quizás algunos carbones que pertenecieron a lo que llamábamos árboles. Y el río, ahora transfigurado en un séquito de cenizas, rodea la parte baja del pueblo formando una curva que se asemeja, que consigue imitar, la siniestra sonrisa del maligno.
—¿Y el Tiovivo? ¿Y el barquillero?

—Siniestro, ¿verdad?
Escucho una voz a mi espalda y me vuelvo.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién es usted? No consigo verle.
—Yo soy el dueño de esta atracción, y lo que ha pasado es mi nombre: Tiempo.
—No entiendo nada. Quiero salir de aquí y volver…
—¡¡Volver!! —suena una carcajada—. Primero mira, siente, y reflexiona. Esto puede ser el futuro y, visto el proceder del género humano, ya ha superado la frontera en que comienza a convertirse en más que una posibilidad. Las señales están claras, vivís con ellas pero no prestáis atención. No me culpes, yo no actúo, sólo soy el tiempo. Son vuestros hechos, vuestra actitud la que pasará por mi nombre, y este será el resultado.
—No es justo. ¡Es cruel!
—¿Acaso no lo sois vosotros? Ambición, guerra, corrupción, envidia, avaricia, lujuria, odio… Es lo único por lo que os esforzáis. Eleváis muros para distanciaros, causáis hambrunas para enriqueceros, invertís fortunas para crear nuevos métodos de destrucción intentando separar lo que nunca el hombre debió aprender a fragmentar. Todo forma parte de vuestras vidas. Como el aire que despreciáis, como el hábitat al que le dais la espalda, y lo peor, como vuestra propia naturaleza humana que seguís permitiendo que se gangrene.
Sigo mirando el horizonte, conmocionado por lo que veo y no consigo encontrar palabras para responder a esa voz.
—Cuenta lo que has visto.
—¿Cómo puedo volver? No hay barquillero ni perro blanco, no hay Tiovivo…
—Cierra los ojos y espera hasta que escuches la música.
Ahogo mi mirada unos instantes, tampoco quiero seguir observando y me niego a admitir lo que interpreto. No lo soporto, es peor que la muerte, es un viaje al más allá del infierno.

Al momento escucho ese “Psalmus Ode” de Vangelis. Abro los ojos y estoy de nuevo junto a la cabaña, rodeado por las linternas amarillas. La noche ha vuelto, el aire entra y oxigena mi aturdida cabeza.
Al fondo, la feria sigue girando. Color y sonido. Todavía.
Yo, me vuelvo a casa y me pongo a escribir.


Oscar da Cunha

16 de julio de 2014

miércoles, 9 de julio de 2014

EL PINTOR DE DESEOS

Camina siempre solo. Las manos en los bolsillos de su pantalón y los ojos perdidos en el horizonte mientras pisa la arena con sus pies descalzos. De vez en cuando se para, levanta su mirada hacia el cielo, balancea su cabeza de izquierda a derecha y continúa su paseo. Yo diría que le gano en edad pero, a eso ya me estoy acostumbrando, cada vez son más con los que me sucede.
Si yo fuera gato, necesitaría un incalculable suplemento de vidas, aun así, mi curiosidad por el ser humano ya las habría agotado todas. Nos cruzamos a menudo y, aunque nunca nos hemos saludado, he observado que compartimos el mismo hábito.
Cigarrillo en mano, le abordo.
—Perdón. ¿Tienes fuego, por favor?
—Sí, por supuesto. —Me acerca un Bic rojo. —Enciéndelo tú, con esta brisa…
—Gracias.
Se lo devuelvo sin darme cuenta de que mi pitillo sigue apagado.
»Qué extraño está el tiempo ¿verdad? —Yo también levanto la mirada hacia el cielo.
—Siempre lo ha estado —contesta—. Nunca hay dos días iguales. Incluso, dentro del mismo día, tampoco hay dos momentos similares. Cada minuto es diferente del anterior, y vivimos con la duda de saber cómo será el siguiente. ¿No es así más apasionante la vida?
Me tiende su mano y una sonrisa.
»Me llamo Daniel, y soy un enamorado de la pintura. Quizá por eso sigo soltero, no me imagino llamándole a la Gioconda señora de Daniel.
Yo también me presento, pero no soy tan interesante. Me acuerdo de mi Winston aún pendiente y lo enciendo.
—¿No te gusta el azul? Es un bonito color. ¡Pero no! No creo que por eso me hayas pedido fuego.
Me ruborizo. ¡Cuántas veces las intenciones me traicionan!
—Disculpa, hace tiempo que nos cruzamos y…
—Has hecho bien —me interrumpe—, al final uno de los dos iba a tener que esconder su mechero.
—Entonces… ¿Eres pintor?
—Esa es la excusa, sólo trabajo en un cuadro y siempre es el mismo.
—¿La continua búsqueda de la perfección?
—No, la perfección no es hermosa. Ella sí.
—¿Ella? —pregunto.
—Por ella paseo todos los días. Por ella salgo a capturar, cada fecha del calendario, los nuevos colores, las variaciones de luz y las sombras…, esas son las más esquivas. Después, sobre el cuadro en el que ella está pintada, cambio el fondo, las estelas del mar, los diferentes matices del paisaje y hasta el sonido del viento.
—Pero… ella es parte de la pintura.
—Sólo durante el día. De noche sale del cuadro, con la pamela en su mano, su vestido blanco y su pelo dorado. Es entonces cuando improviso, para ella, un nuevo mediodía o la última puesta de sol, la intensidad de un azul radiante de primavera o el melancólico invierno durante un gris atardecer. Y me lo agradece con esa idéntica mirada, brillante como el zafiro, que capté en aquel tiempo, cuando la pinté por primera vez, aquí, en esta misma playa. Es entonces cuando puedo acariciar su cabello, y absorber el aroma de su piel que me llega desde la cara oculta de su vestido. Es cada noche cuando vuelvo a tenerla a mi lado, desde veinte años atrás. Nos sentamos delante del lienzo y le cuento el tiempo, le hablo del sonido de las olas o del calor del sol. Le enseño la lluvia y el olor de la arena mojada. Ella, se estremece entre silentes sonrisas y, poco antes del alba, conforme su presencia tenuemente se desvanece, leo en sus labios ese “hasta mañana” que me mantiene vivo. Y vuelve al cuadro.
—Es una hermosa historia, triste pero hermosa.  
—Amigo… —Daniel me contesta con sus ojos perdidos en la distancia—…ese es el sueño más excitante al que puede aspirar un artista. 
—¿Y qué fue de ella? —me atrevo a preguntar.
Ella nunca fue. Jamás estuvo. Yo la creé con mi deseo de crear. Con mis pinceles yo le di la vida, hace veinte años, cuando la imaginé posando en esta playa solitaria.

Oscar da Cunha

9 de julio de 2014