viernes, 25 de julio de 2014

UN TRÉBOL DE CUATRO HOJAS

Ha sido la cuarta noche cuando por fin he comprendido que me estaba llamando.  
La primera, me levanto buscando, siguiendo esa exquisita voz que, con un volumen suave, sedosamente flexible, como si sólo para mis oídos estuviera interpretando el Casta Diva de Bellini. Como si la propia Norma, desde alguna pieza de mi casa y asomada a una ventana, dirigiera esa plegaria a la luna con la rama de muérdago en su mano derecha. Como si aún continuara soñando y, en mi sueño, la sacerdotisa hubiese recobrado su potestad, hechizando mis sentidos que usurpan, con la memoria, los ojos de Burt Lancaster mientras participa en una de las escenas más sensuales del séptimo arte, y Susan Sarandon, como sólo ella consigue hacerlo, pasea ese limón, refrescando su escote del calor de Atlantic City.
No pretendo destruir la fascinación del momento, pese a que descubro el vinilo de la Decca bailando sobre mi viejo giradiscos y, sin entender quién ha posado la aguja sobre el surco, quién ha deslizado la palanca del amplificador hasta el on, cautivado, persigo las vibraciones de la Callas mientras va poniendo fin al rito y el bosque, su bosque, es limpiado de los profanos.
Pero los fenómenos extraños tienen el capricho de reincidir hasta que acabas asumiéndolos, nunca los terminas de entender, por eso se conforman con que captes el detalle. El aria se repite durante tres noches más, tres noches en las que compruebo que los números verdes de mi despertador utilizan la misma hora para dar comienzo a la función: 05:08. Y, es entonces, cuando entiendo que esa hora no indica una hora, esos dígitos son el detalle, esa pequeña circunstancia que cambia una vida. Me llega el recuerdo de aquel cinco de agosto, no tan lejano, cuando la tuve que llorar porque se empeñó en marcharse. Siempre he preferido la idea de que fue ella quién decidió no darle más vueltas a la cuerda de su enorme corazón de ochenta y cinco años. Se le amontonó el tiempo en el que el paisaje de este ateneo globalizado había dejado de interesarle y decidió soñarse. No, nunca he pensado que fuera una víctima, simplemente se aburrió de aburrirse esperando que la llama del ser humano prendiese alguna vez, y nos dejó, a quienes la disfrutamos, convertidos en víctimas de su ausencia.
Tuve la suerte de empezar a conocerla durante sus últimos años como profesora. Fue ella quien me enseñó a aprender la historia, fijándome en los ingredientes que siempre han sido desterrados de los libros de texto, esas inconsistencias que en toda realidad manipulada guardan la verdad. Ella me enseñó a descubrir lo que falta en un cuadro y lo que sobra en una fotografía. Las ausencias de la naturaleza humana y la presencia de lo que, cada vez más efímero, debemos intentar retener.
Asumió la jubilación como un periodo elástico en su incansable pasión por la docencia. Recuerdo tardes de lluvia, y Ducados humeando desde las butacas de su saloncito, mientras Turandot, su gato, sonreía maliciosamente escuchando los absurdos requiebros con los que la dialéctica intenta convertir en racional aquello que sólo vive más allá de la utopía. Y recuerdo sus palabras cuando me lo regaló bajo el sol de aquél día de san Juan del ochenta y ocho: 


—Llévalo siempre contigo. No creo en la suerte emancipada y aislada de la intención. Pero te servirá para no olvidar que la búsqueda de la cuarta hoja, debe convertirse en tu alianza con la simetría entre el destino y la confusión.
»Dentro hay un mensaje que quizás nunca deberá ser abierto —continuó—. Y has de jurarme que jamás lo leerás salvo que tu intuición consiga demostrarte haber recibido mi señal.
Acostumbro a ser fiel a mis juramentos, y a no hacer preguntas a quien le sobran las herramientas para evitar las respuestas.
Esta madrugada, asumo que es ella la que está llamando a mi puerta y decido abrirla. La versión de Maria Callas era su preferida y recuerdo su predisposición a transformar las imágenes en planteamientos, los números en sentimientos y la duda en evidencia.
Espero la llegada del amanecer evocando sus palabras: “Si la noche te confunde, hazte amigo del tiempo hasta confirmar que el sol salga por el este”. Esta vez soy yo quien pone la aguja sobre el surco y no me cuesta separar ese plastificado que con los años se ha despuntado. Extraigo de entre las dos cartulinas blancas un fino papel doblado en cuatro, como las noches durante las que Norma ha cantado para mí.
Y leo.


Salgo y miro hacia el este. Un azulado apogeo me confirma que la noche no me ha confundido. Y ahora, por sus palabras, sé que ese imaginario en torno al que tantas veces nos perdimos, está. Y es precisamente lo que le confiere sentido a cada instante que nos espera.


* Cualquier coincidencia de este relato con la realidad, va más allá de la realidad, justo donde vive la razón.

* En ambos documentos he preservado su nombre por deferencia a su familia de la que me siento parte. Pero puedo aseguraros que, algún día de los que ya no tienen horas, la conoceréis.

©Oscar da Cunha

25 de julio de 2014



Casta Diva, che inargenti
queste sacre antiche piante,
a noi volgi il bel sembiante
senza nube e senza vel...
Tempra, o Diva,
tempra tu de’ cori ardenti
tempra ancora lo zelo audace,
spargi in terra quella pace
che regnar tu fai nel ciel...
Fine al rito: e il sacro bosco
Sia disgombro dai profani.
Quando il Nume irato e fosco,
Chiegga il sangue dei Romani,
Dal Druidico delubro
La mia voce tuonerà.
Cadrà; punirlo io posso.
(Ma, punirlo, il cor non sa.
Ah! bello a me ritorna
Del fido amor primiero;
E contro il mondo intiero...
Difesa a te sarò.

Cabaletta

Ah! bello a me ritorna
Del raggio tuo sereno;
E vita nel tuo seno,
E patria e cielo avrò.
Ah, riedi ancora qual eri allora,
Quando il cor ti diedi allora,
Ah, riedi a me.)


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