Ha sido la cuarta noche cuando por
fin he comprendido que me estaba
llamando.
La primera, me levanto buscando,
siguiendo esa exquisita voz que, con un volumen suave, sedosamente flexible,
como si sólo para mis oídos estuviera interpretando el Casta Diva de Bellini.
Como si la propia Norma, desde alguna pieza de mi casa y asomada a una ventana,
dirigiera esa plegaria a la luna con la rama de muérdago en su mano derecha.
Como si aún continuara soñando y, en mi sueño, la sacerdotisa hubiese recobrado
su potestad, hechizando mis sentidos que usurpan, con la memoria, los ojos de
Burt Lancaster mientras participa en una de las escenas más sensuales del séptimo
arte, y Susan Sarandon, como sólo ella consigue hacerlo, pasea ese limón,
refrescando su escote del calor de Atlantic City.
No pretendo destruir la fascinación del
momento, pese a que descubro el vinilo de la Decca bailando sobre mi viejo giradiscos
y, sin entender quién ha posado la aguja sobre el surco, quién ha deslizado la
palanca del amplificador hasta el on, cautivado, persigo las vibraciones de la
Callas mientras va poniendo fin al rito y el bosque, su bosque, es limpiado de
los profanos.
Pero los fenómenos extraños tienen el
capricho de reincidir hasta que acabas asumiéndolos, nunca los terminas de
entender, por eso se conforman con que captes el detalle. El aria se repite
durante tres noches más, tres noches en las que compruebo que los números
verdes de mi despertador utilizan la misma hora para dar comienzo a la función:
05:08. Y, es entonces, cuando entiendo que esa hora no indica una hora, esos dígitos
son el detalle, esa pequeña circunstancia que cambia una vida. Me llega el
recuerdo de aquel cinco de agosto, no tan lejano, cuando la tuve que llorar
porque se empeñó en marcharse. Siempre he preferido la idea de que fue ella quién
decidió no darle más vueltas a la cuerda de su enorme corazón de ochenta y
cinco años. Se le amontonó el tiempo en el que el paisaje de este ateneo
globalizado había dejado de interesarle y decidió soñarse. No, nunca he pensado
que fuera una víctima, simplemente se aburrió de aburrirse esperando que la
llama del ser humano prendiese alguna vez, y nos dejó, a quienes la
disfrutamos, convertidos en víctimas de su ausencia.
Tuve la suerte de empezar a conocerla
durante sus últimos años como profesora. Fue ella quien me enseñó a aprender la
historia, fijándome en los ingredientes que siempre han sido desterrados de los
libros de texto, esas inconsistencias que en toda realidad manipulada guardan
la verdad. Ella me enseñó a descubrir lo que falta en un cuadro y lo que sobra
en una fotografía. Las ausencias de la naturaleza humana y la presencia de lo
que, cada vez más efímero, debemos intentar retener.
Asumió la jubilación como un periodo
elástico en su incansable pasión por la docencia. Recuerdo tardes de lluvia, y
Ducados humeando desde las butacas de su saloncito, mientras Turandot, su gato,
sonreía maliciosamente escuchando los absurdos requiebros con los que la
dialéctica intenta convertir en racional aquello que sólo vive más allá de la
utopía. Y recuerdo sus palabras cuando me lo regaló bajo el sol de aquél día de
san Juan del ochenta y ocho:
—Llévalo siempre contigo. No creo en la
suerte emancipada y aislada de la intención. Pero te servirá para no olvidar
que la búsqueda de la cuarta hoja, debe convertirse en tu alianza con la
simetría entre el destino y la confusión.
»Dentro hay un mensaje que quizás nunca
deberá ser abierto —continuó—. Y has de jurarme que jamás lo leerás salvo que
tu intuición consiga demostrarte haber recibido mi señal.
Acostumbro a ser fiel a mis juramentos,
y a no hacer preguntas a quien le sobran las herramientas para evitar las
respuestas.
Esta madrugada, asumo que es ella la
que está llamando a mi puerta y decido abrirla. La versión de Maria Callas era
su preferida y recuerdo su predisposición a transformar las imágenes en planteamientos,
los números en sentimientos y la duda en evidencia.
Espero la llegada del amanecer evocando
sus palabras: “Si la noche te confunde, hazte
amigo del tiempo hasta confirmar que el sol salga por el este”. Esta vez
soy yo quien pone la aguja sobre el surco y no me cuesta separar ese
plastificado que con los años se ha despuntado. Extraigo de entre las dos
cartulinas blancas un fino papel doblado en cuatro, como las noches durante las
que Norma ha cantado para mí.
Y leo.
Salgo y miro hacia el este. Un azulado
apogeo me confirma que la noche no me ha confundido. Y ahora, por sus palabras,
sé que ese imaginario en torno al que tantas veces nos perdimos, está. Y es
precisamente lo que le confiere sentido a cada instante que nos espera.
* Cualquier coincidencia de este relato
con la realidad, va más allá de la realidad, justo donde vive la razón.
* En ambos documentos he preservado su
nombre por deferencia a su familia de la que me siento parte. Pero puedo aseguraros
que, algún día de los que ya no tienen horas, la conoceréis.
©Oscar da Cunha
25 de julio de 2014
Casta Diva, che inargenti
queste sacre antiche
piante,
a noi volgi il bel
sembiante
senza nube e senza vel...
Tempra, o Diva,
tempra tu de’ cori
ardenti
tempra ancora lo zelo
audace,
spargi in terra quella
pace
che regnar tu fai nel
ciel...
Fine al rito: e il sacro
bosco
Sia disgombro dai
profani.
Quando il Nume irato e
fosco,
Chiegga il sangue dei
Romani,
Dal Druidico delubro
La mia voce tuonerà.
Cadrà; punirlo io posso.
(Ma, punirlo, il cor non
sa.
Ah! bello a me ritorna
Del fido amor primiero;
E contro il mondo
intiero...
Difesa a te sarò.
Cabaletta
Ah! bello a me ritorna
Del raggio tuo sereno;
E vita nel tuo seno,
E patria e cielo avrò.
Ah, riedi ancora qual eri
allora,
Quando il cor ti diedi
allora,
Ah, riedi a me.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Me interesa tu opinión, te contestaré.