Estamos sentados sobre la piedra del
tiempo. Es un cómodo saliente rocoso, plano, lo bastante ancho como para apoyar
la espalda en la pared de la montaña sin perder los pies en el vacío. Nosotros
la llamamos así porque allí no importa ni el cómo ni el porqué. Será que sólo
cuenta el tiempo, y además, desde ella, pese a la distancia se escuchan las
campanadas del reloj de la iglesia. Aunque, para nosotros, la medida de las
horas la marca el declinar del sol de verano, nos gusta despedirlo mientras
hablamos. Pero a veces, creo que nos ignora, que él se occidenta ajeno a
nuestra conversación, asumiendo su rutina entretanto, nosotros, aspiramos a
entender la fragilidad que nos concierne. Es nuestro momento diario en el que
el juego de preguntas y respuestas no tiene instrucciones, una partida en la
que la verdad no es el objetivo sino el principio. Acaso sea en ese espacio
cuando la metáfora intenta conquistar esos sonidos del pensamiento que, por
reales, se confunden con nuestro ruido de fondo. Y fluye, fluye libre, desnuda
de prejuicios, confirmando que el sueño, ese que se refugia en la cara oculta
del desorden, puede ser un buen lugar para vivir. Allí, no importa si es ella
la que pregunta y yo respondo, si soy yo el que duda porque ella constata. Allí,
nos leemos la mirada en la que el reflejo del alma llega sin maquillaje.
—¿Sabes? —Siempre empieza ella—. Lo
peor del camino no son las caídas ni los desvíos erróneos, ni el mal tiempo,
esa lluvia que hace que cada vez te pesen más las botas. Lo peor del camino son
los seres queridos que se van quedando atrás. ¿No los añoras?
—La nostalgia es el único territorio
que merece la pena conquistar —respondo con la mirada perdida—. ¿Acaso se
olvidan los besos, las caricias o los abrazos? ¿Y las miradas, y la voz de
quien te quiso, su consuelo o las alegrías compartidas?, eso nunca se queda
atrás. Ni el olor a esencia de madreselva en su sonrisa, porque así huele el cariño,
aunque a veces duela. Esa es la alegoría del camino, aprender a conservar el
único valor eterno, la compañía de quienes estuvieron y que, aun en los tramos
más solitarios, nunca te abandonarán.
—¿Y las decepciones? —Ahora el perfil
de su rostro se horizonta con el mío—. Son espinas que siempre dejan marca.
—Sólo las propias, compañera. Las que
nosotros infligimos, porque fueron las que pudimos evitar y no quisimos. Porque
traicionamos la esperanza que nos fue confiada. ¿O no es a nosotros a quienes
corresponde asumir que cada decepción ha supuesto un fracaso? De las ajenas no
somos responsables, y esas, poco más de un instante duelen.
—Pero a veces, de ese instante, por
pequeño, nace el rencor y permanece.
—¡Ah, el rencor! —Y me incomodo sobre
la piedra del tiempo—. Está escondido en la interminable escalera por la que
transita el alma humana. Subir es lo que más cuesta, y es arriba, en los
peldaños más altos, donde se encuentran el perdón y la tolerancia. Donde el
olvido se vuelve generoso y sólo quedan al alcance de la mano los momentos que
enriquecieron la amistad. Pero bajar…, bajar es lo más fácil. Descender,
peldaño a peldaño, hasta esos niveles donde vive el odio, y la venganza se
convierte en el único desahogo. Tras cada escalón, desperdiciamos perspectiva
y, por perder de vista las ajenas, nuestras heridas nunca cicatrizan. Y
entonces nos despreocupa la sangre que derramamos mientras que en el otro
podamos acertar a ver mayor caudal. ¿Y no es la envidia el más eficaz estiércol
del rencor? La envidia mueve el mundo, pero el mundo del indolente, ese mundo que
sólo él es capaz de ver girar en vertical, ofreciéndole tinieblas aunque el sol
brille para todos. La envidia sólo ve la piel bronceada en el mendigo, y no consigue
sentir dolor por el fallecido si en su entierro hay más presencias que las que ella
jamás aprendió a contar.
—¿Y la felicidad? —me pregunta—. ¿Dónde
vive?
—¿Ves ese árbol? —Señalo con mi mano—.
¿El roble de la derecha?
—No puedes saber si un árbol es feliz.
—Tú no me has preguntado eso. Pero a mí
me hace feliz ver sus primeros brotes que anuncian la llegada de la primavera,
me hace feliz disfrutar de su sombra en las calurosas tardes de verano. Incluso
cuando se otoña, y en cada hoja, al caer, leo que la vida sigue cumpliendo sus
ciclos. En ese árbol vive la felicidad. Y en esta piedra, donde puedo verte. Y
en aquella pareja de golondrinas que ahora se necesitan para sacar adelante a
sus polluelos. ¿No vive la felicidad en todo cuanto nos rodea? En la compañía
de con quien el aprecio es reciproco, y hasta en la soledad que, como ahora,
nos permite sincerarnos. Sólo depende de los ojos con los que miramos, y para
eso, querida compañera, hay que entrenarlos cada día.
—¿Y cómo los entrenamos para lo demás?
El dolor de los inocentes, la injusticia de los poderosos, el fracaso de la
naturaleza, ¿o tampoco fracasa? No todo son golondrinitas revoloteando, yo veo
huracanes, terremotos y sequías que producen hambruna. Hablas de la soledad,
pero no tiene la misma cara cuando tú la buscas que en el momento en que ella
viene decidida a apoderarse de ti. ¿Y las compañías? Muchas sólo sonríen, de
frente para obtener beneficio, y a tu espalda por haberlo obtenido sin
merecerlo.
Sentado sobre la piedra del tiempo se
me han escapado las horas, y el reloj de la iglesia me confirma que con el
crepúsculo la presencia de mi compañera se desvanece. Mi sombra se marcha
dejándome grabadas sobre la roca el eco de sus últimas palabras.
“Querido compañero, todo hombre
necesita forjarse una leyenda de sí mismo. Una leyenda que cuente de él más
allá de lo nunca fue capaz, que le preceda antes de que traspase cualquier
puerta tras la que ni siquiera le estén esperando. Una leyenda que circule
durante las más oscuras noches de taberna y bajo el brillo de la estrella del
mediodía. Sólo así, gracias a nuestra leyenda, disfrutaremos de la luz y
soportaremos las tinieblas de este mundo”.
Oscar da Cunha
1 de agosto de 2014
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