Me lo encontré en uno de mis paseos por el
camino que acompaña a las aguas en su tramo final. Él, estaba sentado en un
banco, con la mirada fija en la familia de patos que nadaban sobre la corriente
que la bajamar reclamaba desde la desembocadura del río. Yo, divertido con los
apuros que estaba pasando el sol esquivando las nubes para poder saludarme,
tropecé contra el banco.
—¿Te has hecho daño?
Su interés me sorprendió. Antes de que
pudiera contestarle me volvió a sorprender.
—¡Siéntate un momento! Por lo menos hasta que
se te pase la mala cara por el golpe.
Acepté su invitación con una mezcla de
curiosidad e indignación. El crío no aparentaba tener más de diez años; pero,
me trató y me miró con la condescendencia propia del joven guerrero hacia el
viejo peregrino.
—¡No ha sido nada! —confieso que impuse mi
voz más áspera, no estaba dispuesto a vender mi orgullo por una roncha.
—¡Ya! —mantuvo su vista en los patos mientras
desairaba mi respuesta.
El grupo de patos oscilaba de una a otra
orilla buscando el efecto del sol sobre el agua. Los machos, siempre más engreídos,
alzaban el cuello para presumir de sus colores reflejados en el espejo. Las
hembras, aburridas de tanta vanidad, no perdían de vista a sus polluelos que,
todavía inconscientes del juego de la vida, se distraían siguiendo la estela de
algún palo.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté intentando
iniciar una conversación.
Admito que tengo muy poca experiencia con
los niños pero su actitud me sorprendió hasta el punto de estimular mi
curiosidad.
—Me llamo David, tengo doce años, y no estoy
perdido; te has tenido que cruzar con mis padres en el banco anterior, un calvo
con una rubia teñida. Están arreglando su última discusión, que tampoco ha sido
por nada importante, y yo estoy disfrutando viendo nadar a los patos. No tengo
hermanos; ando en bicicleta y nado muy bien. Sí, me gustan los animales aunque
no tenemos ninguno en casa. Estoy a punto de terminar el curso, y voy a sacar
buenas notas.
—Yo
tampoco —contesté intentando esconder una sonrisa mordaz.
—En mi generación es más habitual —me
devolvió el gesto—, no están las cosas para familia numerosa.
—Me refería a que yo tampoco estoy perdido.
—Tienes suerte entonces —esta vez me miró fijamente;
sus ojos azules reflejaban los matices de las aguas del río, el primero era más
claro que el izquierdo—. La mayoría de los hombres, a tu edad, lo están. Tienen
una mujer y van siempre detrás de las de los demás. Tienen coche y se pasan la
vida deseando el que les acaba de adelantar. Sueñan con un premio de la lotería
mientras se preguntan como llenarían su tiempo sin trabajar. Y casi todos están
amargados porque su vida no es como la soñaron de niños, pero ya no persiguen
esos sueños porque los han olvidado.
—¿Y tú, con que sueñas? —le pregunté mientras
asimilaba su disertación.
—Yo sólo quiero seguir siendo siempre un
niño. ¿Te has fijado en los patos?
—Si.
—¿Y qué ves?
—Un grupo de patos —contesté.
—¡Mira mejor! ¡Míralos como cuando tenías mi
edad!
Durante un rato ambos permanecimos en
silencio, yo con la mirada fija en el río, él sin apartarla de mí.
—Me gustaría nadar con ellos —El tono de mi
voz recuperó la adolescencia—, dejarme llevar por la corriente y volver a
remontarla buscando el sol.
—Has mirado con nostalgia, así no mira un
niño de doce años.
Observé sus ojos y me sumergí en la
profundidad de sus diferentes azules.
—¿Y tú que ves? ¿Cómo miras tú?
—Veo a un hombre que se conforma sólo con
seguir soñando. Añoras tus sueños, pero ya los das por perdidos. Yo imagino
a esos patos saliendo del agua,
sentándose a mi alrededor mientras les cuento historias de cielos con dos soles
y ríos con aguas del dolor del oro. Y a partir de ese instante, ellos y las
generaciones que les precedan, nadarán siempre buscándome en la orilla. Yo ya
soy parte de la naturaleza y estoy enamorado de ella, sólo pretendo que me
corresponda.
—Es una bonita fantasía —le contesté— pero, a
lo largo de la vida, la realidad va tocando el tambor y tienes que ir remando a
su ritmo, se llama sobrevivir.
—¿Sobrevivir? —Me miró fijamente—. Ellos
sobreviven —terminó señalando al río—, pero no renuncian a lo que son; no
pretenden ser cisnes, ni delfines; se conforman con ser patos, se conforman con
vivir felices siendo consecuentes con ello. A cada uno la naturaleza nos asigna
un papel, los adultos os empeñáis en disfrazaros para intentar un destino que
no os ha sido concedido…
—¿Si? —le interrumpí—. No olvides que la
inquietud humana ha hecho evolucionar al
mundo.
—Pero… ¿Y las personas? ¿Hemos evolucionado?
¿Somos más felices que nuestros antepasados de hace cien o mil años?
»A mí no me concierne si el mundo evoluciona
o retrocede, yo sólo quiero seguir viviendo con mirada de doce años. ¡Ya lo sabes!
Los niños somos egoístas.
Supo la hora al observar el reflejo del sol
sobre las aguas del río, y dando la conversación por terminada, se levantó.
No quise concederle el tiempo necesario para
alejarse un segundo paso y le grité:
—¡Me has engañado! ¡Tú no tienes doce años!
—¡Si, te he mentido! —me contestó con otra
sonrisa. Sus ojos brillaban como la ilusión de la flor de iris al brotar por
primera vez.
—¡Todavía
tengo once! Siempre estoy a punto de cumplir los doce mañana. Además,
compruébalo al volver, este el único banco del paseo.
Le observé mientras se marchaba con paso
tranquilo pero decidido. Se agachó para oler una flor blanca, no la cortó, sólo
se llevó su perfume. Por la orilla, la familia de patos siguió tras él.
Oscar
da Cunha
20
de Junio de 2012