miércoles, 20 de junio de 2012

EL RÍO, EL BANCO, Y LOS PATOS


  Me lo encontré en uno de mis paseos por el camino que acompaña a las aguas en su tramo final. Él, estaba sentado en un banco, con la mirada fija en la familia de patos que nadaban sobre la corriente que la bajamar reclamaba desde la desembocadura del río. Yo, divertido con los apuros que estaba pasando el sol esquivando las nubes para poder saludarme, tropecé contra el banco.
  —¿Te has hecho daño?
  Su interés me sorprendió. Antes de que pudiera contestarle me volvió a sorprender.
  —¡Siéntate un momento! Por lo menos hasta que se te pase la mala cara por el golpe.  
  Acepté su invitación con una mezcla de curiosidad e indignación. El crío no aparentaba tener más de diez años; pero, me trató y me miró con la condescendencia propia del joven guerrero hacia el viejo peregrino.
  —¡No ha sido nada! —confieso que impuse mi voz más áspera, no estaba dispuesto a vender mi orgullo por una roncha.
  —¡Ya! —mantuvo su vista en los patos mientras desairaba mi respuesta.
  El grupo de patos oscilaba de una a otra orilla buscando el efecto del sol sobre el agua. Los machos, siempre más engreídos, alzaban el cuello para presumir de sus colores reflejados en el espejo. Las hembras, aburridas de tanta vanidad, no perdían de vista a sus polluelos que, todavía inconscientes del juego de la vida, se distraían siguiendo la estela de algún palo.

  —¿Cómo te llamas? —le pregunté intentando iniciar una conversación.  
     Admito que tengo muy poca experiencia con los niños pero su actitud me sorprendió hasta el punto de estimular mi curiosidad. 
  —Me llamo David, tengo doce años, y no estoy perdido; te has tenido que cruzar con mis padres en el banco anterior, un calvo con una rubia teñida. Están arreglando su última discusión, que tampoco ha sido por nada importante, y yo estoy disfrutando viendo nadar a los patos. No tengo hermanos; ando en bicicleta y nado muy bien. Sí, me gustan los animales aunque no tenemos ninguno en casa. Estoy a punto de terminar el curso, y voy a sacar buenas notas.
  —Yo tampoco —contesté intentando esconder una sonrisa mordaz.
  —En mi generación es más habitual —me devolvió el gesto—, no están las cosas para familia numerosa.
  —Me refería a que yo tampoco estoy perdido.
  —Tienes suerte entonces —esta vez me miró fijamente; sus ojos azules reflejaban los matices de las aguas del río, el primero era más claro que el izquierdo—. La mayoría de los hombres, a tu edad, lo están. Tienen una mujer y van siempre detrás de las de los demás. Tienen coche y se pasan la vida deseando el que les acaba de adelantar. Sueñan con un premio de la lotería mientras se preguntan como llenarían su tiempo sin trabajar. Y casi todos están amargados porque su vida no es como la soñaron de niños, pero ya no persiguen esos sueños porque los han olvidado.
  —¿Y tú, con que sueñas? —le pregunté mientras asimilaba su disertación.
  —Yo sólo quiero seguir siendo siempre un niño. ¿Te has fijado en los patos?
  —Si.
  —¿Y qué ves?
  —Un grupo de patos —contesté.
  —¡Mira mejor! ¡Míralos como cuando tenías mi edad!
  Durante un rato ambos permanecimos en silencio, yo con la mirada fija en el río, él sin apartarla de mí.
  —Me gustaría nadar con ellos —El tono de mi voz recuperó la adolescencia—, dejarme llevar por la corriente y volver a remontarla buscando el sol.
  —Has mirado con nostalgia, así no mira un niño de doce años.
  Observé sus ojos y me sumergí en la profundidad de sus diferentes azules.
  —¿Y tú que ves? ¿Cómo miras tú?
  —Veo a un hombre que se conforma sólo con seguir soñando. Añoras tus sueños, pero ya los das por perdidos. Yo imagino a  esos patos saliendo del agua, sentándose a mi alrededor mientras les cuento historias de cielos con dos soles y ríos con aguas del dolor del oro. Y a partir de ese instante, ellos y las generaciones que les precedan, nadarán siempre buscándome en la orilla. Yo ya soy parte de la naturaleza y estoy enamorado de ella, sólo pretendo que me corresponda.
  —Es una bonita fantasía —le contesté— pero, a lo largo de la vida, la realidad va tocando el tambor y tienes que ir remando a su ritmo, se llama sobrevivir.
  —¿Sobrevivir? —Me miró fijamente—. Ellos sobreviven —terminó señalando al río—, pero no renuncian a lo que son; no pretenden ser cisnes, ni delfines; se conforman con ser patos, se conforman con vivir felices siendo consecuentes con ello. A cada uno la naturaleza nos asigna un papel, los adultos os empeñáis en disfrazaros para intentar un destino que no os ha sido concedido…
  —¿Si? —le interrumpí—. No olvides que la inquietud humana  ha hecho evolucionar al mundo.
  —Pero… ¿Y las personas? ¿Hemos evolucionado? ¿Somos más felices que nuestros antepasados de hace cien o mil años?
  »A mí no me concierne si el mundo evoluciona o retrocede, yo sólo quiero seguir viviendo con mirada de doce años. ¡Ya lo sabes! Los niños somos egoístas.

  Supo la hora al observar el reflejo del sol sobre las aguas del río, y dando la conversación por terminada, se levantó.
  No quise concederle el tiempo necesario para alejarse un segundo paso y le grité:
  —¡Me has engañado! ¡Tú no tienes doce años!
  —¡Si, te he mentido! —me contestó con otra sonrisa. Sus ojos brillaban como la ilusión de la flor de iris al brotar por primera vez.
—¡Todavía tengo once! Siempre estoy a punto de cumplir los doce mañana. Además, compruébalo al volver, este el único banco del paseo.

  Le observé mientras se marchaba con paso tranquilo pero decidido. Se agachó para oler una flor blanca, no la cortó, sólo se llevó su perfume. Por la orilla, la familia de patos siguió tras él.

Oscar da Cunha

20 de Junio de 2012   

sábado, 9 de junio de 2012

LA TERCERA PUERTA


  Para quienes tengáis sensibilidad. Para quienes améis la vida. Para quienes cada mañana sea una nueva oportunidad de reencontraros con la alegría, aceptad mi consejo y no leáis este relato. La tinta negra con la que aparece es un engaño, realmente es un episodio en dos colores, el primero rojo por la sangre, y el amargo por mis lágrimas el segundo.
  Creedme cuando os digo que, aún hoy, me resulta asombroso haberla rescatado del rincón más agotado de mi corazón para ser capaz de compartirla con vosotros.

  ¿Quién no se ha sentido dominado por los sentidos en cualquiera de esos magníficos amaneceres que nos regala el principio del otoño? El sol se levanta a una hora más refinada, permitiéndonos disfrutar la alborada con el efecto del primer café ya en la sangre; admiro esa luz que acaba de perder la pasión del verano y nos cede el deleite del verdadero color de la naturaleza. La cálida brisa que se disfruta en esta época, por estas latitudes, desprovista de la humedad habitual; y sobre todo el sosiego de recuperar el ritmo de nuestra vida, pasadas ya las ansias veraniegas de bebernos de un solo trago todos los deseos que vamos acumulando conforme pasamos las hojas del resto del  calendario.

  Su gimoteo llegó despacio aquél trece de octubre, confundido entre la jerga de los adolescentes nacidos la pasada primavera que iniciaban, un día más, sus juegos aleteando entre las ramas del jardín. La encontramos arrastrándose sin rumbo entre las plantas, todavía no sabía andar, y aún tenía los ojos cegados por ese velo protector que caracteriza a los peludos recién nacidos. Nos faltó tiempo para conseguir un biberón y leche. Con la panza llena, la dejamos dormir donde acabábamos de localizarla; en ningún momento perdimos la esperanza de que su madre fuese incapaz de encontrarla. A media tarde la naturaleza dictó sentencia salomónica, nos convertimos en padres; tan pequeña, tan indefensa, acababa de devolvernos la sonrisa.
  La primera noche ya me bautizó como madre. Guiada quizás por la necesidad de contacto animal trepó hasta la cama, y solo encontró consuelo junto a mi cara. Mi respiración calmó la ansiedad de sus ojillos aún borrosos, y compartimos el mismo sueño. Solo fue la primera de todas las noches.
  Su hambre era mi despertador, mi primer café y cigarrillo se conformaron con pasar a segundo plano; solo conseguía sacarles placer cuando ella, saciada de biberón, ronroneaba sobre mis piernas. Enseguida empezamos a compartir las noticias de la radio. Siempre el mismo ritual, tras cada crónica, mi carcajada y su patita en mi barbilla, era su manera de pinchar “me gusta”. Me aficioné a manchar mi café con unas gotas de nata líquida, el platillo que ella vaciaba necesitaba justificante en la lista del supermercado, y aún hoy mantengo esa rutina, aunque siga sin gustarme la nata. Nunca me acostumbraré a volver a desayunar solo.

  A mis viejos peludos les tocó del papel de padres. La enseñaron a trepar a los árboles, a jugar con las pelotas de papel de aluminio, a robarle la comida a Naty, a buscar el sol en invierno y la sombra en verano. Recuerdo cuando, triunfante, vino a enseñarme su primera lagartija. Ignoré la cómplice mirada  que tras ella cruzaron los viejos, y acepté aquella lagartija como el final de su infancia.

  La sorpresa por su primera nevada, su alegría por la primera flor de la primavera, y el sopor en las tardes de agosto tumbados bajo los manzanos mientras le leía a Stendhal. Las noches de invierno, tumbada junto a mi ordenador, mientras yo tecleaba y ella miraba con aprobación la pantalla, fingiendo ignorar esa coma desplazada, o ese acento olvidado. Esperaba pacientemente el “hasta mañana” de la inspiración para acompañarme a terminar el paso al nuevo día. Durante las frías noches de invierno agradecía el calor de su respiración sobre mi vientre, y en las calurosas de verano también.
  Aprendió a bailar muchas canciones, pero su voz preferida siempre fue la del sensual barítono Barry White. Sobre mis rodillas se hipnotizó con la trilogía de “El Señor de los Anillos”, y enseguida se identificó con Arwen, la escogió para sus sueños de pubertad.
  Adquirió la costumbre de despedir la puesta de sol desde su altar secreto, del que no salía hasta acompañarnos en el último paseo con Naty. Como cada noche, nos esperaba bajo el cerezo de la esquina del camino, y enseguida noté que esa vez su maullido no era el habitual. Al cogerla en brazos, pese a la oscuridad, vi el borbotón de sangre en que se había convertido su boca. Ella se aferró a mí piel con un grito de despedida. Han pasado dos años y ni siquiera las cicatrices por la uñas de su desesperado abrazo han dejado de sangrar.

  No consigo recordar con claridad los momentos que siguieron; su cuerpo convulsionándose y el maldito coche, derrochando goma en las curvas, que no terminaba de llegar hasta el veterinario de guardia. Con las manos llenas de su sangre, posé suavemente mi corazón sobre la camilla de la consulta mientras exhalaba el sollozo final. Al mismo tiempo que sus latidos, el mundo se paró.

  Salí con ella en brazos apretándola contra mi pecho y me senté en el suelo. Quise llorar pero no tuve lágrimas, intenté respirar pero no hubo aire, ansié verla ver pero tampoco hubo luz, ni siquiera la oscuridad se atrevió a presentarse. Intenté gritar pero no salió ningún sonido de mi garganta. Solo el vacío, la soledad, el silencio, hasta el tiempo hizo una respetuosa pausa. Y entonces llamé. ¡Supliqué! ¡Se lo ofrecí todo! ¡Todavía tenía que haber posibilidades y le brindé un cheque en blanco! Hasta lo más sagrado me pareció barato a cambio de su vida.

  En aquel instante se presentó. Por primera vez le vi lucir su traje de gala; estaba esperando, anhelando ese momento, lo tenía reservado con antelación. Se plantó ante mí con sus casi tres metros de altura, el descomunal torso rojo y los ojos de fuego; dos grandes colmillos ornamentaban su sonrisa, y tres pares de cuernos se confundían con sus negras alas extendidas.

- ¿La has encontrado? - Tembló el suelo con el trueno de su voz.

- ¡Quizás sí! No lo sé seguro. ¡Ayúdame y algún día mi alma será tuya! ¡Te lo juro! ¡Te lo prometo! ¡Pero, devuélvele la vida a mi pequeña!

- ¿Me-lo-juras? - Con su carcajada, el fuego de sus ojos estalló.

- ¿Quién te has pensado que soy? ¿El que ayuda a las viejecitas a cruzar la calle?

- ¡No, Imbécil! Yo soy el que distrae al conductor para que se salte el semáforo en rojo. Yo soy el último vaso de alcohol que empuja al desgraciado a destrozar la cara de su mujer. Yo soy el que le priva de alimento a la madre para que abandone a su hijo muerto en el borde del camino que nunca terminará de recorrer.

- ¿Me-lo-prometes? - Insistió. - ¿Tengo yo pinta de aceptar promesas? ¿Acaso has pensado que yo concedo perdones?  Si tienes problemas para encontrar algo que merezca la pena dentro de ti, tendrás que llamar al timbre de arriba. Yo soy el vecino del sótano, mi puerta solo se golpea desde dentro, con el dolor.

- ¡Tú la has matado! ¡Tú me la has quitado cabrón! -
  Sólo conseguí una mirada aún más insolente. La baba del triunfo empezaba a deslizarse por las comisuras de su asquerosa boca. 
- El veterinario ha dicho que ha sido un coche, pero desde hace horas no ha pasado ninguno -.

- Siempre tuviste miedo de perderla. Cada día volvías a casa ansioso por encontrarla ilesa, por volverla a abrazar y contar cada una de las rayas de su pelo. Ya no temerás más por ella. ¡Agradécemelo!

  Noté que se mordía una de sus lenguas, la más negra. Advertí su irritación por dejarse llevar por la miel de la victoria. Se descerrajó víctima de su propia vanidad.

- ¡Ahí es donde te escondes, miserable! ¡En el miedo! Nuestra angustia es el carburante de tu poder.

- Hoy es 7 de julio. ¡Tengo mucho trabajo!

  No se dio la vuelta, no se marchó; supongo que dejó de estar porque yo dejé de verle. Y ahora, con el tiempo como maestro, reconozco que tuve suerte. Todo mi dolor, en su presencia, se acababa de transformar en violencia. Hubiese sido capaz de romperme contra él, de vender el dolor  por mi pequeña a cambio de esa mercancía que abre una más de sus puertas, la venganza.

  La segunda oscuridad me reventó los ojos mientras besaba su pelo ahora salado por mis lágrimas. Me abracé a su cuerpo ya eternamente  quieto.

- ¡Perdóname pequeña! ¡Yo te he matado! ¡Mi miedo ha sido la rueda que ha acabado con tu vida! ¡Perdóname!

  Su cuerpo descansa en un lugar secreto. Gracias a su infatigable alegría ya han comenzado a nacer las primeras flores, rayadas como ella, huelen a felicidad y bailan con nuestros recuerdos.

  Yo, nunca más he vuelto a temer por quien amo.

Oscar da Cunha

9 de Junio de 2012 

viernes, 1 de junio de 2012

AMANECIENDO, QUE ES GERUNDIO


  Lo siento por Steve Jobs, es un tipo que siempre me entró bien, una lástima que nos dejara; se me sobrevienen, al instante y sin necesidad de recurrir a un informativo, más de cien candidatos que deberían haberle sustituido y de cuyos nombres ni se me ocurriría acordarme al día siguiente. Pero este Monopoly al que llamamos vida es así. El caso es que últimamente no hago más que toparme por todas partes con la jodida y famosa frase: “Si hoy fuese el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que voy a hacer hoy? …”, y ya empieza a cansarme.

  De aperitivo porque cuando me caigo de la cama cada mañana sé que están suspirando por mí el primer café y el primer cigarrillo del día, y tengo claro que voy a seguir disfrutando de ese orgasmo aunque me lo prohíba la mismísima Vara de Asclepio. Ese momento sagrado, esa comunión con el vicio, consiguen que me importe un chiflo saber si ese es el último día de mi vida, o si me está esperando en la ducha la propia Jennifer Aniston en pelotas para enjabonarme las mías.  Por otra, si a la mayoría de desgraciados y despreciados supervivientes de este naufragio nos diera por pensar - mala práctica que afortunadamente ya está tan en desuso como el papel pa la nalga del elefante - que las próximas veinticuatro horas son las últimas que nos quedan; a ciencia cierta que lo convertiríamos en el día más feliz de nuestra existencia. Saltaríamos a la calle, desnudos de nuestros aipozes, aipazes, aifones y demás aichismes que usted inventó, con las manos vacías preparadas para abrazar a esos amigos, los que nos regaló la suerte, con los que hace tiempo no nos vemos cara a cara ni oímos su voz. Más de muchos, nos percataríamos de que esa persona con la que compartimos nuestra vida, y con la que desde hace tiempo no tratamos de otra cosa que las facturas de los ais, es el auténtico amor de nuestra vida, e intercambiaríamos la primera caricia realmente sincera en los últimos años. Hablaríamos con nuestros hijos, primero pidiéndoles perdón por la mierda de sociedad que entre todos hemos permitido que se prostituya y, mientras contemplábamos nuestra última puesta de sol, les convenceríamos de que la dignidad y la libertad son valores que no se pueden poner en las manos de los cuatro charlatanes que a nosotros nos las han robado. A todo lo demás deberían darle por el culo, en ese día final, porque no merece la pena.
  Pero por desgracia, los únicos que de verdad saben cual va ser el último día de su vida no suelen estar en situación, ni siquiera, de decidir en que brazo quieren que les enchufen la morfina con la que evitar los dolores del parto final. A la mayoría, ese último día nos pillará a la vuelta de cualquier esquina, sin saber que desde el primer día debimos cambiarlo todo. O sea Mister Jobs, nosotros ya nunca cambiaremos nada, todos llevamos demasiado tiempo resignados al no por respuesta

  Pero yo, como ya nací gilipollas y llevo cincuenta y un años en prácticas - de ahí que, una vez más, haya vuelto a pringar como intrépido ciudadano cumpliendo mis obligaciones con “la bankia semos todos” -, prefiero pensar que, cada nuevo, es el primer día de mi vida, y fascinarme con mirada infantil de cuanto me rodea, comprobando  lo abundante que hay de hermoso en este mundo. Cada día disfruto mientras descubro que me quedan muchas flores llenas de colores con los que sustituir la oscuridad. Observo la luna, convencido de que desde su cara oculta pueden oírse las estrellas coreando el Casta Diva que Norma interpreta cada madrugada. Y muchas noches vuelvo a casa con la alegría de haber compartido unos instantes con algún desconocido cuya conversación merecía la pena.
  Asumiendo que cada día es el primero de los que me quedan de vida, procuro salir cada mañana con los mismos ojos con los que estrené mi primer triciclo, y recuerdo que mientras yo era feliz porque conseguía que los perros hablasen mi mismo idioma, el mundo también era una mierda. Observo las gaviotas y compruebo que siguen sin plantearse si quieren seguir haciendo lo mismo que llevan siglos practicando, y sin embargo continúo escuchando sus risas. Alguna vez hablo con ellas, de un día para el siguiente no me recuerdan, porque cada amanecer es su primero. Yo también ya he dejado de hacerme preguntas necias, no quiero vivir con los oídos sordos.
 
Oscar da Cunha

1 de Junio de 2012