sábado, 3 de agosto de 2019

Una cajita de bombones

Aún no ha amanecido y me despierta un olor amargo, triste, como cuando durante un paseo por el bosque huele a esa corrupción que deja la muerte después de apropiarse de la vida de algún animal. Me sobresalta. Debe de ser muy intenso para que atraviese mi nariz de fumador y llegue hasta mi cerebro. Ya sólo percibo los olores cuando llevan añadidas demasiadas emociones. Pepe duerme a mi lado y ronca, suave; supongo que ahora pasea por ese sueño que tienen los perros: un mundo posible, para ellos, carente de humanos que los maltraten y los abandonen, y siempre pendientes de algo a lo que ofrecer cariño. La gata se quedó anoche por fuera. Cumple. Le gusta ser la señora de la casa, la que revuelve con los malos rollos de la oscuridad mientras los demás dormimos. Y en este momento la escucho maullar contra cualquier cosa; aún no ha llegado la luz y ella sabe cómo hacer porque conoce mis demonios.
            No es ninguno de los míos, pienso y respiro tranquilo; y entonces me acuerdo de Berta, la araña que vive en mi despacho desde hace meses. ¡Por Dios! ¡Que no sea ella! Con lo que le ha costado manejar el Excel y a mí confiar en una secretaria.
            Bajo la escalera con prudencia. Desde arriba sólo ves hasta dónde puedes caer y también pudiera ser que el olor llegase desde un futuro en el que hace ya tiempo que yo pude tener un tropiezo desafortunado y fatal. Nunca se sabe con los olores, pero si habéis visitado un cementerio os habréis dado cuenta de que las lápidas no se inventaron para que los muertos descansen tranquilos. Es lo lógico, a nadie le gusta que le huelan su peor momento.
            Llego al despacho y la veo tranquila, Berta está sobre la novela de Javier Marías donde le gusta dormir. Justo levanta un ojo y no mueve ninguno de sus cuatro pares de patas como es nuestra costumbre. No son horas para saludos.
            Recorro la casa y me esfuerzo. Mi nariz es como una vieja aspiradora a la que sólo le funcionan las ruedas. Pero sé que llega desde el salón, lo intuyo porque algunos olores llevan añadida una carga dramática para asustar, como el Chanel nº 5 que tendrían que haberlo llamado "Quítamelo si te atreves".
            Es el espejo, el olor sale del espejo. Podría haber surgido de cualquier cuadro y eso facilitaría las cosas. Pocos se salvan de que les huela el aliento en un Renoir, pero no, yo tengo uno de esos complicados cristales que funcionan como la piel de un lago en un mediodía de invierno. Más vale no pensar en lo que puede haber debajo del reflejo.
            Asomarse a un espejo es un misterio, distorsionan la realidad con esa costumbre de mostrarte el futuro como si únicamente quisieran robarte el tiempo que falta para que lleguen las canas, las arrugas y las ojeras. Son malvados, se aburren cuando no estás delante y esperan, fríos y silenciosos, hasta que llega ese desliz que consigue que la cuchilla de afeitar se pintarrajee de sangre y entonces sonríen en rojo, los espejos sólo sonríen en rojo.
            Me acerco y compruebo que el olor, ese inquietante olor, no está sobre el cristal. Sale de dentro y no me va a quedar más remedio que cruzar al otro lado de mi propia imagen. Necesito encontrar una fisura para poder entrar pero tengo la sensación de que todo sucede al revés. Es él quien encuentra mis fisuras y ya estoy en la otra cara del reflejo.
            Lo que veo es extraño, no es el salón del que acabo de venir. Más bien parece que el espejo escoge. No son escenas que hayan pasado frente a su mirada. Ahora el espejo soy yo y lo que veo son momentos que no recordaba haber guardado. Momentos llenos de errores, decisiones mal tomadas y muchas otras que quedaron pendientes. Todo lo que se pospuso porque no parecía importante. Lo que se dejó de vivir para vivir lo que no era vida. Y muchos sinsentidos a los que el paso del tiempo les ha dado el sentido de que llegaron para haberlos aprovechado pero se dejó que las horas pasaran sobre ellos… como si pudieran volver.
            Pero esas son piezas del pasado que no huelen, me digo. Hasta que me fijo en la cajita de bombones que no quise comprar. La recuerdo, y no debería porque nunca la vi. Esa en concreto no. Lleva la etiqueta de Thierry Bamas, el maestro chocolatero de Biarritz donde ella siempre me pedía hacer una parada. Los que iban aderezados con pimentón d´Espelette eran sus preferidos. Los que la hacían salir de la chocolatería con una sonrisa triunfal tras diez inútiles minutos de pelotera para el maestro, porque el maestro se empeñaba en que había que comprar surtido y ella siempre volvía, como siempre, con una caja llena de lo le daba la gana.
            Pero aquel domingo, nuestro último domingo, no paré. No consigo recordar la excusa; pudo ser el tiempo, demasiado bueno o demasiado malo, el que sobraba o el que faltó. Quizá la prisa por nada o esa vieja costumbre que se nos había pegado: un día sin discutir era un día perdido en el que después no habría medianoche en la que reencontrarse, o tal vez por oírla amenazarme, con esa manera de amenazar que utilizaba y que parecía una promesa de las que se hacen a medialuz cuando los fantasmas pasan envidia: «El próximo me compro dos cajas».
            No quise parar.
            Y ahí está la cajita de bombones, ahora ya rancios y desaprovechados; y de mí, que ahora estoy dentro del espejo, es de donde sale el olor. Porque realmente es para eso para lo que sirven los espejos, para devolvernos lo que no podemos ver con la mirada, sino con la memoria cuando le da por doler con olor.

Oscar da Cunha
3 de agosto de 2019