Nunca te has
sentado en la terraza del Café de la Grande Plage por su café, y hoy toca
después varios años sin echaros de menos. Visto el precio cualquiera diría que
ha sido filtrado con un calcetín de Armani. Pero su sabor delata que el
calcetín debió de agotar otra vida aguantando zapatos en un tiempo de sudar demasiadas
pasarelas.
La miras y decides ignorar la pasta
glaseada de cortesía que lo acompaña; seguramente Napoleón III hizo lo mismo, y
seguramente con la misma pasta. Se la das al perro y mientras escribes esto
sigue vivo.
El océano aquí no es diferente al de
cualquier otra costa, aunque, sobre la arena de Biarritz, cada ola besa tierra
con una tan poderosa sonrisa como la de Ava Gardner, y con idéntico peligro.
Poca gente. La justa y con espacios. Porque
aún es temprano para ser domingo y porque esa es la mejor publicidad que tiene
contratada el mes de abril.
Llevas ya un rato y todavía no ha
sonado ningún teléfono. A tu lado, una mesa ocupada por tres que charlan entre
ellos. Y ese viejo placer de escucharle
a cada alegato una réplica con diferente voz.
De fondo algo suave que parece bossa
nova. Es posible que no sea tan nova, pero aquí nada envejece, se hace vintage
y adquiere esa pátina de navegante que dejó esperanza en cada puerto.
Una pareja de polis de playa echando
la mañana con empaque. De esos agentes que incitan a delinquir, porque vas y te
pides que el día que te detengan lo haga ella, y para siempre.
En la mesa del fondo, la que mejor
vista tiene, continúa Chloé Lagardère tal cual la imaginaste para protagonizar la
siguiente novela. Y te arriesgas a observarla con insolencia, sin garantías.
Sus piernas cruzadas, interminables como para aburrir una mirada libre de
intenciones, y azules por el ajustado tejano con los dobladillos recogidos por
encima de los tobillos, delgados, de esos que desconocen la paciencia. Unas
sandalias de escaso tacón, blancas, resaltan el esmalte coral en las uñas de
sus pies. Las mujeres que extienden su decoración hasta esa última extremidad
te empujan a imaginar qué amenaza no habrán preparado por el camino.
Se acerca una dama, distinguida,
quizá sea la elegancia lo único que no se ha dejado en un camino que intuyes
largo y de paso firme. Intenta mantener una pisada que ya no deja huella,
porque quienes le entregaron la firmeza decidieron trasladarse a un barrio
donde de a poco el olvido marchita todas las flores. Trastea en su bolso y saca
uno de esos cigarrillos tan extra largos como para fumarse un desengaño, y te
mira. Interpretas la intención y te levantas para ofrecerle tu mechero que ella
desecha con un gesto. Y asegura que encender con la brasa de otro pitillo es lo
más parecido que consigue a un beso.
Y a continuación sucede lo que
venías buscando. Nada. Porque simplemente llega más gente que va ocupando el
resto de la terraza. Faltan sillas, pero la de tu mesa, la que está frente a la
que ocupas nadie la pide. Y antes de levantarte te juras volver, porque tal vez
eso sólo suceda en Biarritz, aparentar que nada haya cambiado.
Oscar da Cunha
22 de abril de
2018