La culpa ha sido
de la lluvia, pero no me sirve como pretexto, ni siquiera como desahogo. Desde
haces meses, muchos, casi más de los que contiene mi memoria, cada curva no es
sólo un trozo más de carretera, un pequeño ladeo del volante, el anuncio de una
nueva perspectiva, ¡no! Y hoy ha sido mucho más, hoy esa curva se ha convertido
en la delgada línea que separa la vida de la muerte, en la puerta que se cierra
para no volver a abrirse jamás. La conozco por peligrosa; tras una larga recta
descendente que te invita a dejarte llevar, a encender un pitillo, a echar una
mirada al paisaje, siempre se exhibe siniestra, inadvertida, peraltada en el
sentido contrario a la razón. Desde hace años acumula los colores de la
carrocería de los muchos que se han tropezado con ella, es la curva del arco
iris embustero, ese que aparece aún cuando la lluvia no anuncia su despedida.
Unos decían que el
camión entraba adelantando, otros que el automóvil bajaba excesivamente rápido,
que era extranjero, que no conocía… ¡qué
más da! El resultado ha sido el mismo, más pintura en la roca, por eso he
adivinado que el vehículo era azul. ¡Joder, como el cielo que hace tiempo que
no vemos! Un caudal de lo que horas antes fue un coche estaba ahora diseminado
a lo largo de varios metros, hierros, plásticos, gomas… La policía ralentizando
y ordenando el escaso tráfico, los bomberos apagando las últimas brasas y mi mirada
congelada al ver la ambulancia indiferente, con la lucecita naranja apagada y
el gesto impotente de los miembros de la UVI móvil. Esa bolsa plateada que
ahora envuelve los restos de lo que momentos antes tuvo vida, pasado y futuro,
sobre el gris mojado, esperando la llegada de la autoridad correspondiente. La
conmoción de solidaridad me ha obligado a pararme, a mirar esa mortaja en la
que, si al destino le hubiese salido mi número, estaría yo. Quizás el café que
me había robado cinco minutos, quizá la llamada en la que yo creía haber
perdido otros cinco, quizá mi maletín olvidado en ese cliente al que he tenido
que volver maldiciendo los otros más de diez desperdiciados, quién sabe. De no
haber circunstancias tal vez tendríamos primavera, o acaso yo hubiese circulado
delante de él, frenando como hago por costumbre antes de la curva del arco iris
y le hubiese obligado a aminorar. Pero esa hora estaba marcada en su reloj,
como todos llevamos la nuestra y afortunadamente ignoramos. Veinte minutos nos
habían separado, acaso esos veinte minutos acababan de robarle a él la vida,
veinte malditos que se han convertido en uno para la eternidad.
—¿Y él? —he
preguntado—. Deambulaba sin rumbo, cojeando notablemente, buscando con su nariz
entre los restos un olor que volviese a ordenar el mundo en su cabeza, que le
llevara hasta su compañero de viaje, algo que le recordase la última caricia,
que colocara de nuevo lo irreversible tal y como estaba antes de lo que era
incapaz de entender. Me acerqué al aturdido animal, “Liebe Kodek”, se leía
grabado sobre una chapa dorada en su collar.
—¿Era alemán? —les
pregunto a los policías.
—Parece que sí,
sólo hemos encontrado una placa y es de Alemania. ¿Cómo se ha podido salvar el
perro?
—Ha tenido mala
suerte, él hubiese preferido compartir la bolsa plateada con su amigo.
La culpa siempre
es de la lluvia, la que llora del cielo cuando no lo vemos y la que hasta su
fin acompañará los ojos de ese animal sin dejar buscar en el arco iris en el
que se perdió.
Oscar da Cunha
23 de mayo de 2013