¡Cuánto de lo que he aprendido se lo
debo a mis errores! De los aciertos, alguna vez, recogí alegrías, pero las más,
me equivoqué conformándome sólo con sonrisas vacías y vanidad.
Por error, reventé mi coche contra una curva
del camino. Y tuve que coger aquél tren en noviembre del ochenta y uno. Conviví
con ellos doce horas sentados cara a cara. De Manuel, aprendí que hasta tu
propio hermano es capaz de buscar tu espalda, con su puñal, cuando el brillo de
las monedas resulta más poderoso que el vínculo que establece la sangre, la
ilusión y el esfuerzo compartidos. Y que los nobles de entrañas, anteponen la
distancia a la venganza. De Alicia, aprendí que el amor nunca duda, tampoco
aviva hogueras porque no se conformará con esparcir, después, las cenizas. Que
al fin del mundo, por mucho mundo que haya de por medio, merece la pena
exiliarse con los ojos cerrados pero con el corazón apasionado. De ellos
aprendí que la matemática, con las almas, falla. Y uno más uno, sigue siendo
uno, extraordinario, pero uno.
Por error, no comprobé la batería de mi
móvil al llegar las primeras sombras de aquella noche temprana en el invierno
del noventa y siete. Y todavía no dejo de reprocharme sus lágrimas cuando me
intentó avisar, como habíamos acordado. Alguna de las hojas que faltaban por arrancar
del calendario de ese año podía ser la definitiva para Christine, su hija. Una
despiadada leucemia, que lo intentó pero nunca consiguió apagar su preciosa
sonrisa de once años, fue quién tuvo la maldita palabra final. Y yo no estuve
allí para recoger de sus manitas ese último dibujo que me dedicó, que además de
embellecer, más si cabe, su recuerdo, se quedó, para siempre, colgado de mi
corazón, con un clavo en cuyo acero está grabada la palabra decepción. Y yo no
estuve allí para compartir el más desesperanzado momento en la vida de mi
amiga, una madre. Y yo no estuve allí y, con mis atormentados ojos llorando con
retraso, aprendí que la amistad, esa que no supe demostrar, consiste en estar
sin que te llamen, que las palabras excusa y amigo jamás podrán vivir en la
misma frase.
Por error, escuchando a los demás no supe
escucharlo a él, y le enseñé mi espalda. Yo también tuve dieciséis años. Por
ese error, dejé de ser individuo para formar parte del rebaño que desprecia, con
el miedo que se vende en el mismo frasco que la ignorancia, al audaz peregrino
que sólo utiliza la piel del lobo para protegerse de las pedradas a las que no
tiene ningún interés en responder. El curso del setenta y ocho nos juntó en la
misma mesa, y su decidida mirada me confirmó que aquello que de él se contaba no
era diferente de cuanto, en cada momento, los demás nos negamos a oír,
agachando las orejas por seguir compartiendo la hierba del mismo prado. De él
aprendí a temerle más a la envidia que a la soledad, y que el valor por
contagio de la multitud no es más que valor de cobardes.
Por error, tropecé con una piedra que,
con el nombre de fracaso cincelado en su cara oculta, me esperaba en el camino
y me hizo caer. Aprendí que, cuando caes, dejas de necesitar agenda, sólo los
dos teléfonos que guarda tu memoria van a contestar. Necesité pararme para
recomponer los pedazos que consiguieron sobrevivir a lo que fui. Y en aquél banco,
quizás el último de su recorrido, el solitario anciano, desde su triste mirada,
aprendió por fin a compartir. Yo le pregunté por su tristeza y él por mi naufragio.
Entonces agradecí mi piedra, la que él nunca tuvo y que por eso jamás cayó, ni
calló tampoco su arrogancia. Por eso se fue vaciando en su recorrido hasta
alcanzar la definitiva sombra a la que condena la soberbia: la soledad. Y en su
amargura aprendí que la humildad no es una virtud, es una necesidad. Y comprendí
que dividir, multiplica. Y que admitir las piedras de los demás, consigue que
los demás quieran verte, por muy hundido que te encuentres detrás de las tuyas.
Por error, en algún punto del camino me
equivoqué de cruce y tomé la carretera que no estaba programada, así nos
conocimos Soria y yo. Por ese error, me volví a equivocar pensando que ya
estaba el día perdido y lo dediqué a pasear junto a las aguas plateadas del
Duero, a saborear los aromas de romero, tomillo, salvia y espliego. Y en el
camino encontré a Machado y por él, supe de iniciales que son nombres de
enamorados y cifras que fueron momentos en los que el gesto superó al verbo. Y de
él aprendí a ser pretendiente de la palabra. Y gracias a él comprendí que en la
nostalgia se van acumulando las sendas que nuestro caminar nunca nos dará la
oportunidad de volver a pisar.
Por error, en ocasiones callé. Y
aprendí que lo queda sin decirse termina fermentando en mala cosecha.
Por error, en otras hablé. Y aprendí
que no siempre la palabra mejora el espacio que al silencio le corresponde.
Por los demasiados que cometí, sé que aún
me quedan muchos por cometer, y ya he aprendido que continuaré caminando en
busca de mi horizonte, con mis bolsillos
dispuestos para seguir acumulando aprenderes durante el itinerario que mis
errores vayan escribiendo.
Oscar da Cunha
22 de julio de 2014
Hermoso y profundo. Qué razón tienes...los errores nos enseñas , pero siempre a deshora!!
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