Le acompañé hasta el fondo profundo del
pabellón, allá donde todo está más oscuro por lejano del portón de entrada, y
porque es el trozo de tramo donde no se encienden las fluorescentes, donde se
almacenan las cosas que menos merecen ser vistas.
—Ahora te bajo los documentos, igual tardo…
Con el lío que tengo sobre la mesa…
—¡Tranquilo! No hay prisa —le contesté
mientras él subía las escaleras hacia la oficina—. ¡Total sólo me has jodido
media hora esperándote en la puerta!
—esto último no se lo dije, no hubiera sido oportuno.
En pleno mes de julio, sin una sombra en las
trescientas hectáreas inmediatas, aproveché el descanso tomando el sol
plácidamente en el sofá de cuero de mi Ferrari descapotable, el que me acabo de
comprar con el reembolso de mi última declaración de renta.
Enseguida adapté a la escasa luz ambiental
mis felinos ojos de topo, y lo vi. Acurrucado en una esquina, asustadizo,
avergonzado por la opulencia de sus congéneres actuales. Un Seiscientos rojo.
Me acerqué despacio para no espantarlo y se dejó acariciar. Por la capa de
polvo que lo cubría deduje que hacía mucho tiempo que nadie le había dedicado
la menor atención.
Lo Miré de frente y esos ojillos redondos
y pequeñitos, bordeados por sus pestañas
cromadas, me arrancaron la sonrisa que
siempre viene de la mano de los buenos recuerdos. No pude resistirme a abrir la
puerta derecha, la mía, la que siempre traspasaba cuando aún creía que los
Seiscientos para llegar a la luna serían como el nuestro, pero más alargados y
de otro color.
Miré a mi izquierda y allí estaba mi padre,
agarrando el volante con aquellos guantes de piloto, con los dedos recortados,
imprescindibles para dominar aquella máquina devoradora de kilómetros, ese
dragón de distancias, ese bólido capaz de trasladarnos rápidamente a otros
mundos, desconocidos para nosotros.
Y me veo, en julio del 68, descubriendo,
desde mi asiento, por primera vez, el Mediterráneo. Ese, para mí, misterioso
por sereno mar, en el que no se
producían los continuos cambios de paisaje a los que el Cantábrico, con sus
pleamares y bajamares, me tenía
acostumbrado.
Aquella pequeña aldea de pescadores que era
l´Estartit, con las jarcias de los pocos barcos de recreo que empezaban a
aparecer en su puerto sonando con la brisa de levante. Las inexploradas islas
Medas, donde seguramente podríamos encontrar los restos del Polifemo de Ulises.
Mi padre me había advertido que sería una aventura peligrosa: “Son multitud los
tiburones que las protegen pero yo conozco una ruta secreta, y no tendremos
dificultad en llegar”. Como siempre quise creerle, echando, una vez más, una
ojeada a la balsa hinchable que llevábamos en el asiento trasero.
Recuerdo atravesar los Monegros con cuarenta
grados de temperatura, el pecho descubierto, sin miedo a ese simún que entraba
por las ventanillas mientras la aguja de nuestro bólido lanzado a la carrera
intentaba alcanzar los cien kilómetros de velocidad. Las múltiples paradas para
repostar el agua que aquella magnífica máquina digería con más avidez que la
gasolina.
Y juraría que los Seiscientos del 68 eran
enormemente más grandes que como los veo hoy en día. Domingos de río, cuatro
adultos y tres críos. Mesas, sillas, paellera… y aún sobraba espacio para la
alegría que nos empujaba a realizar el camino cantando las típicas viejas
canciones que solo se deben cantar cuando uno es feliz.
Todoterreno sin igual, conseguíamos atravesar
la nevada del port d´Envalira, en la madrugada de invierno, meando bajo las
ruedas para fundir la placa de hielo. Y compañero de pocos problemas, alicate y
destornillador bastaban para afrontar hasta la más grave de las averías.
—¿Qué tiempos, eh? —El cliente había bajado
ya las escaleras y me despertó del sueño.
—¿Está en venta? —Lo que yo pretendía era
comprar recuerdos.
—No, es un capricho. Lo quiero restaurar.
—¡Cuídalo! Es una joya. ¡A saber lo que habrá
vivido!
Cruzamos nuestra mirada, en ese momento,
ambos, estábamos de vacaciones escolares, era julio…
Oscar
da Cunha
13
de Julio de 2012
Precioso, Oscar. Es verdad, no se pueden comprar recuerdos pero...ni falta que hace. Son gratis, lo único que hace falta es una memoria emocional como la tuya capaz de verlo..."Acurrucado en una esquina, asustadizo, avergonzado" y acercarse y pasarle suave la mano...para que te lo devuelva todo en catarata
ResponderEliminar¿En serio te compraste un ferrari descapotable con lo que te devolvieron de tu declaración de la renta? ;))
Claro que no amiga, los recuerdos son valores que siempre viajan con nosotros y tampoco nos los puedan robar. A veces permanecen acurrucados, temerosos, en una esquina y son necesarios catalizadores, como lo fue esa visión del Seiscientos, para activarlos.
ResponderEliminarLo del Ferrari es un poco exageración, los últimos diez euros del precio los tuve que poner que yo.
Un Abrazo
Señor Oscardacunha. Me has dado de lleno en el baúl de mis recuerdos. El primer coche que tuve fue un seiscientos, que me compre de segunda mano por sesenta mil pesetas. Y no me veas como me lucía por Madrid, donde entonces estudiaba y trabajaba. Parecía el Capitán Araña. Agradecido por lo que has contado y, un abrazo.
ResponderEliminarEra todo un lujazo llevar semejante buga. Sigues siendo el Capitán Araña, al menos para mí.
ResponderEliminarGracias por estar siempre "al otro lado".
Un Abrazo, entrañable.