A veces me siento como un pájaro, como
un simple gorrión pero libre. Puedo volar sobre las copas de los árboles,
cantarle al amanecer y hablarle de tú al cielo. Aunque le temo al gato, a ese
gato con el que, en ocasiones, también me identifico, cuya paciencia, astucia y
agilidad son suficientes para cazar al gorrión. Ese gato mentiroso que maúlla
desde fuera de la ventana los días de lluvia para huir del agua que finge que
le incomoda. Pero es mentira, porque el agua también es mi elemento y hay tiempos
en los que me gustaría perpetuarme en delfín, teniendo siempre ese gran azul
por horizonte, bailando las olas y reír, reír como sólo saben hacerlo los
delfines cuando se cuentan chistes sobre tiburones.
Pero las más de las veces, la
verdaderas, me asusto, cuando siento la violencia del miedo por asumir la
conciencia de lo único que soy, un hombre. Tan sólo uno más de los que como
todos algún día se marchará, quizá sin tiempo para despedirse, como he visto
marcharse a muchos amigos; o tal vez, como a otros, con demasiado tiempo para
hacerlo, olvidando lo que fueron y no reconociéndose ya en lo que se habían
convertido.
Acaso en ello radique la particularidad
de nuestra condición humana. Incontables, como los Bach, Machado, Chaplin,
Goya, Pitágoras, Eisntein o Groucho Marx fueron excelentes por conocedores de
que algún día dejarían de estar y por ello nunca quisieron dejar de ser. Admiro
a tantos pero no envidio a ninguno porque con todos comparto el mismo
desconsuelo que a ellos les hizo crear y a mí temer.
Maldigo a la naturaleza por concedernos
esa moralidad que me impide pactar con el Basil de Wilde la factura de ese
retrato que envejeciera por mí liberándome de las consecuencias de mis actos.
Maldigo el entendimiento del que están dispensados los animales que me confirma
cada noche, al observar las estrellas, que terminaré disperso como el polvo
invisible que se aleja de una realidad de la que no somos propietarios sino
meros inquilinos pasajeros.
Convivo con un cuerpo en el que la
parte más importante de cuanto somos, el pensamiento, me hace sentirme
prisionero del tiempo llenándome de dudas. ¿Adónde se irán nuestros
sentimientos? ¿Qué objetivo tiene amar, reír o llorar, sufrir o gozar si nada
perdura? Esa fecha de caducidad con la que se nos marca cuando nos asomamos a
esto que llamamos vida, esa implacabilidad de la existencia se ocupa de
alterar, de ir trastocando con cada paso nuestras certezas. Lo que ayer fue
determinante hoy es eventual y mañana… mañana tal vez no sea más que un
recuerdo perdido en una memoria que va encerrando en cajones bajo llave las
pasiones que nos hicieron ser. No maduramos, nos vamos sometiendo, y terminamos
aceptando como evidencia las renuncias que nos imponen lo que tan sólo fueron
circunstancias. Creemos aprender del pasado corrigiendo los errores que
torcieron nuestro camino, cuando tal vez encontraríamos la felicidad volviendo
a esos errores porque en ellos fuimos nosotros mismos y no lo que se esperaba
de nosotros. ¿Qué importa andar por la ruta
equivocada si en ella conseguimos mantener la mirada serena? ¿Qué más da
caminar hacia ninguna parte? Igual esa ninguna parte está tan lejos que nunca
llegamos a enterarnos de que estamos perdidos.
El tiempo no es oro, es un engaño, una
mierda con la que nos traicionamos pretendiendo interpretar el concierto que
alguien, con la peor de las intenciones, compone para hacernos bailar esa danza
macabra que termina convirtiéndonos en cadáveres andantes, en vasallos del
miedo, porque sólo con el miedo se somete la voluntad. ¿Y de qué sirve la
voluntad si no es voluntaria? Sacrificamos ideales, desertamos de lo que en
realidad somos para convertirnos en cómo queremos que nos vean y, algún día, terminamos lamentando no haber sido capaces
de pegar un puñetazo sobre la mesa porque para eso hacen falta dos cojones, y
hasta esos los habremos hipotecado como fianza para poder garantizar nuestra
falsa eternidad.
Y yo ya he decidido que lo mejor que
puedo hacer con él, con el puto tiempo, es despreciarlo, porque tan sólo soy un
hombre y quiero empezar a vivir sin miedo.
Oscar
da Cunha
20
de octubre de 2014
Creo, de verdad, que la única senda equivocada que podemos seguir es la que traiciona esa profunda plenitud que nace de rodar por sus caminos y nadie sino nosotros puede determinar cuál es y...a ese goce, a ese dolor entero, a esa rabia redonda no le quitan lo bailao nadie ni siquiera el tiempo. Te lo dice una golondrina que aunque con gafas disfruta el vuelo..... A propósito no estaría mal incluir el nombre de alguna mujer en tu enumeración...fíjate que me sentí un poco excluida, a veces lo de hombre suena poco genérico :-) un abrazo hombre delfigato!!
ResponderEliminarEs la que pretendo seguir de ahora en adelante, querida golondrina gafotas. Y poco me conoces si piensas que yo hago distingos entre hombres y mujeres, que los nombres sean masculinos sólo es una cuestión de estilo.
ResponderEliminarBesos, Begoña. Se te quiere por aquí.
Magníficas reflexiones. Si consigues librarte del miedo dínoslo. Se puede ser libre a ratos, pero permanentemente es muy arriesgado.
ResponderEliminarJosé Ramón.
Perdón, señor , espero que Ud. haga diferencias entre hombre y mujeres, mire que en la "diferencia " se disfruta, así que encantador como es, no le creo!!
ResponderEliminarY justamente, es cuestión de estilo así que me permito agregar uno que otro de algunas que nunca quisieron dejar de ser aunque por intentar serlo tal, vez perdieron pie...Madame Roland, Hipatia, Virginia Woolf, Mary Cassat, han a Arendt. Es que lo cierto es que nos duele lo mismo y la visibilidad nos es un bien caro y escaso. Un abrazo cariñoso, delfigato
Quizá nunca lo consiga porque, como digo, tan sólo soy un hombre y, como todos, no estoy libre de esa trampa que se enreda en nuestra cabeza. No dudo del riesgo pero aún así pretendo intentarlo. Sólo se vive una vez, y no siempre.
ResponderEliminarUn abrazo, José Ramón.