Esto no os lo vais a creer, yo mismo tuve
que pasar por delante varias veces antes de convencerme de que no se trataba de
una broma. También pensé en volver a la tasca donde desayuno para reclamar otra
dosis del alucinógeno que me debían haber añadido en el café.
Ya acostumbro a transitar entre calles
saturadas de locales donde los únicos letreros que están a la vista son los de:
“Se Vende”, “Se Alquila”, o el que ya ha decidido quemar sus naves con un: “Se
Jodió”. Los de: “Liquidación por Cese de Actividad” son los únicos que le dan
un poco de vidilla a esos barrios donde hubo un tiempo en el que la gente
sonreía, paseaba con bolsas de establecimientos con nombres en inglés y estaban
convencidos de que “España va bien” era una frase sacada de la Biblia.
Pero no, ahí estaba, un comercio recién
inaugurado, con su cristalera brillante, la puerta abierta y, sobre ella, el
nombre del establecimiento: “El Salón de los Sueños”. Siempre ha habido
intrépidos aventureros, descreídos suicidas que, convencidos de que la suya es
la buena carta de navegación, han desafiado al mundo.
Un escaparate lleno de cajas de todos
los tamaños, materiales, formas y colores, y colgando de una cinta de raso azul,
lo que más me llamó la atención: Abierto 24/24 horas y 7/7 días.
¿Cómo resistirse a conocer a quien, en
estos tiempos, se atreve a navegar contra la corriente de este río empeñado en
arrastrarnos a todos? Poder contarles a mis nietos —bueno, a los nietos de mis
amigos— que yo conocí a ese individuo, a ese héroe cuyo nombre aparecerá con
letras de oro en los chismes que en el futuro nos cuenten la historia de este
siglo que ha empezado demostrándonos que, en cuestión de derechos humanos,
volver a la edad media es más fácil que ver mierda en la tele.
Y entré. Borrad esa sonrisa de “ya me
lo imaginaba” que tampoco tiene tanto mérito conocerme, y ya sabéis que si algo
me pierde es la curiosidad. Vale, hay otras cosas que también me pierden, pero
cuando me encuentre con ellas os las contaré.
Al momento, reconocí la voz de Roy
Orbison que con su “In Dreams”, pese al bajo volumen, llenaba todo aquel local
que no abarcaría más de cincuenta metros cuadrados.
—Buenos días. Bienvenido a nuestro Salón
de los Sueños. ¿Cuál es el suyo?
Redondita, con la misma medida de alto que
ancho, unas gafas de cristales ahumados con montura de carey, el pelo recogido
en un moño de los que salen en las fotos que ya se ven en sepia, y una sonrisa
en blanco esmalte y rojo carmín. Ese peculiar tono de voz que suena a “te
estábamos esperando”, y una pequeña mano que más que agarrar mi brazo derecho
lo acariciaba. Todo en ella trasmitía confianza y serenidad, si no tenemos en
cuenta el pormenor de que parecía haberse asomado desde la nada. No estaba
fuera, no la vi al entrar y, en el establecimiento, todo cuanto existía quedaba
a la vista, no había puertas ni cortinas de las que salir. Os parecerá un
disparate pero intenté convencerme de que habría podido surgir de la canción,
estamos hablando de Roy Orbison.
—Buenos días —y no pude evitar la
pregunta—: ¿Qué venden?
—Nada, no vendemos nada. —me contestó esta
vez con el tono de “¿no has leído el letrero, o es que las canas las llevas de
adorno?”—. Aquí ayudamos a la gente a cumplir sus sueños.
—¡Ah, bueno, si sólo se trata de eso! —Yo
también hace tiempo que aprendí a utilizar el sarcasmo.
Se quitó sus gafas y, al mirarme
fijamente, aprecié que tenía los ojos de diferente color. El derecho, azul, aparentaba
ser capaz de atravesar esa parte de nuestro organismo que protege nuestras ideas.
El izquierdo, negro, de momento parecía conformarse con descansar. Me negué a
preguntarme qué sería capaz de hacer con él.
—¿No tiene usted sueños? —inquirió.
—Estos últimos tiempos ando más por el
barrio de las pesadillas.
—Me refiero a sus aspiraciones,
ilusiones por las que trabajar, incluso fantasías. Todo es posible si nos lo
proponemos con firmeza. Pero a veces —continuó—, la propia voluntad y el deseo,
no son suficientes. Nosotras nos ocupamos de proporcionar ese pequeño impulso
que, en momentos, le falta a la intención.
—¿Nosotras? —Miré alrededor esperando
ver aparecer más ancianitas con ojos multicolores. ¿Quién sabe?, Roy Orbison
seguía sonando.
—Sí, nosotras. —Y extendió su mano
señalando una de las estanterías, en concreto la que presentaba en perfecta
formación una infantería de cajas de madera—. Verá, es un proceso largo pero
sencillo en el que todos tenemos una función asignada. Usted se concentra
visualizando la imagen de ese ideal que pretende conseguir, encerramos la
ilusión dentro de la caja que haya escogido, de eso me encargo yo, y se la
lleva a casa. Por supuesto que para cada deseo fijamos un plazo, sólo necesita
mirar la caja todos los días y ella le recordará que nunca debe perder de vista
sus objetivos.
—¿Podría conocer al jefe de su
departamento comercial? Más que nada para me diera un cursillo, creo que me
estoy quedando desfasado. Yo no hubiera ido más allá del “vendemos todo tipo de
cajas”.
—El escepticismo es el primer peldaño
por el que se desciende hasta ese abismo donde vive el fracaso.
Su ojo negro se acababa de poner en
funcionamiento y en él vi que no me estaba lanzando una frase de catálogo. Ese
ojo no podía venir configurado de serie, había sido diseñado para convencer.
—¿Qué precio tiene esa caja? —Señalé una
metálica que me recordó a la que le obligábamos a utilizar a mi abuela para encarcelar
el delicioso aroma de su adorado Vieux-Boulogne.
—Ninguno —me contestó—. Ya le he dicho
que nosotras no vendemos nada.
—¡Está bien! ¿Qué hay que hacer?
—¿Ya ha decidido su deseo?
—Llevo veintinueve años procurando no separarme
de él —respondí con esa sonrisa que guardo para los momentos en los que la
prudencia me aconseja esperar a que los acontecimientos me pillen con el as de
corazones oculto en mi manga.
—Entonces esta caja será la adecuada,
un sueño durante tanto tiempo incubado… —Me miro fijamente, como si su ojo azul
ya hubiera penetrado en mis pensamientos y continuó—. Primero firmaremos el
contrato y después…
—¿El contrato? —la interrumpí.
—Sí, el contrato. Tenemos que fijar un
plazo para que su sueño se cumpla. Una vez vencido, y si el resultado no es
positivo, usted nos devuelve la caja y nosotras le restituimos el objeto que
nos tiene que dejar en depósito.
—¿No me dijo que era gratis?
—¿Y no se lo parece? Si el deseo no se
cumple, no habrá perdido nada. Y alcanzar un sueño no tiene precio, me gusta su
reloj.
Acababa de satisfacer la codicia de su
ojo negro. El mantero que me lo vendió tenía razón, estas baratas falsificaciones
de Rolex están cada vez mejor conseguidas.
Acepté.
No me hizo preguntas, no hubo conjuros
mágicos ni invocaciones espectrales. Sólo un profundo y acomodado silencio que
se quebró, mientras nos manteníamos agarrados de las manos, con un respetuoso
sonido metálico que produjo la tapa de la caja al cerrarse de forma voluntaria.
No me sorprendí, mi reloj cuanto menos valía ese truco.
Con parsimonia, rodeó la caja para
mantenerla firmemente cerrada con una cuerda. Calentó una barrita de lacre rojo
y vertió un poco de pasta sobre el nudo donde estampó un sello metálico con una
doble S entrelazada.
Salí del Salón de los Sueños con mi
caja metálica bajo el brazo mientras Roy Orbison seguía repitiendo “In Dreams”.
El contrato lo firmé para el resto de mis días y no me molesté en despedirme de
mi reloj, ya sabía que nunca habría de volver para recogerlo. Soy un tramposo
por naturaleza y hasta con los sueños procuro jugar con ventaja.
¡Ah, perdonad! ¿No os lo había contado?
Antes de entrar en el local escuché el mensaje que mi mujer me acaba de dejar
en el móvil: “Lo siento, cariño. Hoy, con las prisas, no nos hemos podido
despedir como todas las mañanas. Te quiero. Un beso”
Oscar da Cunha
10 de octubre de 2014
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