Hoy tengo inquietudes que quiero
compartir contigo, tú que estás escondido detrás del folio en blanco, en ese
reverso en el que las ideas tienen vida pero no forma. Desordenadas, se me
amontonan como las hojas de otoño que confunden el camino con la floresta. Me
pierdo, y más que a menudo me invade la duda. Pero no puedo acusar a nadie, ya
nací así: dudante —permíteme un apunte que me ha llegado desde un lejano
pliegue, uno más de esos que va estableciendo el tiempo cuando configura el
archivo de nuestro pasado—: En cierta ocasión, y con motivo de mi ingreso en
una orden de carácter fraternal, me preguntaron sobre mis creencias y
convicciones. Se trataba, como en esta declaración de intenciones, de ser
sincero, ¿para qué si no? La hipocresía ya tiene su espacio concreto en esa
parte de la vida que dedicamos a las relaciones públicas cuando sobre la mesa
está en juego el pan que tenemos que llevar a casa. Tardé en contestar, no era
el caso de satisfacer a quienes estaban valorando mi capacitación, ¿encontraría
allí lo que llevaba años buscando? (Eso se merece otro comentario que tal vez
nunca escriba). Miré hacia dentro, hacia atrás, miré hacia dónde pretendía
dirigirme, y sólo encontré la misma respuesta: dudante. Ese es y ha sido
siempre mi estado trascendental, el punto sin retorno del que no soy capaz de
salir.
Dicen que el mundo es subjetivamente
como uno quiera percibirlo, dependiendo de la esquina en la que escojas
situarte y hacia donde dirijas tu mirada. Dicen que no existe una realidad que
no pueda ser refutada desde el más absurdo de los planteamientos. Dicen que la
verdad —¿pero qué narices es la verdad?— se encuentra en la esencia más básica
de los elementos que conforman la naturaleza de la que procedemos. Dicen que…
¡Dicen demasiadas cosas!
Yo sé que la sabiduría no me acompaña,
por eso mi razón es limitada y solitaria, pero para qué quiero otra si con la
mía consigo configurar un universo donde, a modo de péndulo de Foucault, la
fantasía gira alrededor de eso que llaman realidad, ¿o quizá sea al revés? Mi
imaginación dialoga con la lluvia, cualquier camino solitario me cuenta sus
secretos y, entre la multitud, siempre encuentro más sonrisas que lágrimas. Pero,
a veces, la escasa parte funcional de mi cerebro se obstina en mostrarme un
entorno que duele, que me obliga a caminar con zapatos dos números más pequeños
que los que me corresponden. Son esos malditos momentos en los que no puedo, no
debo renunciar a la amargura que produce observar sin filtro. Este mundo, así,
a pelo, tiene más dosis de cal que de arena. Y he de reconocer que no siempre
lo soporto. Necesito verter en el mendigo unas gotas del Charlot disfrutando en
su papel, ver al enfermo en compañía de su Patch Adams, y en el anciano que
arrastra sus pies la ilusión de un planeta donde no funcionen las leyes de
Newton.
Recurro al engaño, no siempre
involuntario, de traicionar la objetividad para refugiarme en esta dimensión
donde la naturaleza posee la capacidad de convertir la magia en elemento
cotidiano. Esa es mi droga, mi particular dosis de absenta en la que ahogo mi
disculpa para contribuir a colocar el ladrillo de este edificio en el que todos
tenemos nuestra responsabilidad. ¿Pero no es la imaginación el mejor cemento? Aunque
no sé a quién le sirva, quizá sólo a mí. Tal vez no sea más que la egoísta
postura de un charlatán de barrio perdido en una arista cualquiera del mundo,
víctima de un trastorno que me impide enfrentarme a la realidad desnuda.
Algunas noches, entre el silencio, cuando te busco para convertirte en cómplice
de mi debilidad, para compartir no cómo son las cosas sino en la manera en que
yo procuro transformarlas, me siento un estafador. Las piedras no tienen voz y
nunca veré reflejada mi espalda en el espejo cuando lo miro de frente. No
pretendo engañarte, pero no puedo evitar seguir descubriendo el mundo a mi
manera. ¿Me equivoco?
Por eso dudo y te pregunto a ti que ya
te he visto otras veces por aquí, siempre en el reverso de mis ideas: ¿qué es
más real, lo que vemos o cómo queremos verlo? Soñar no es gratuito y yo asumo
el riesgo de que mi sombra algún día me abandone por cualquiera que no le
cambie el nombre. ¿Sabes? No todos los caminos conducen a Roma, yo conozco uno
que termina en mi mente. Y todavía no sé si es el más peligroso, pero si
continúo recorriéndolo es por tu culpa.
Lo siento, no me pidas que deje de
titubear, sólo sé vivir en la confusión, y aun de ésta, dudo.
Oscar
da Cunha
27 de septiembre de 2014
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