lunes, 8 de septiembre de 2014

QUERIDO DESCONOCIDO

No sé por qué sigo conservando el buzón en la puerta de casa, será por la nostalgia de aquellos tiempos en los que, de vez en cuando, me sonreía la carta del pariente lejano o, en pleno invierno Cantábrico, la postal del que se marchó buscando la paz en Goa aterrizaba con la noticia fotografiada de que el sol seguía existiendo. Incluso añoro aquellas facturas que en papel eran menos cuantiosas que las que ahora consiguen que me tiemble el dedo al pulsar el correo electrónico con el que llegan, avisándome de que ya fueron cargadas en mi cuenta corriente coincidiendo con el día en que hubo saldo. No sé porqué lo abro para sacar esa publicidad que me informa de las magníficas ofertas que no me sirven para nada y que tampoco puedo comprar. Pero lo abro. Es uno de esos gestos cotidianos que me niego a abandonar, como el de seguir acariciando la tapicería de ese sillón de la entrada donde a mi viejo gato se le murió el tiempo de esperarme.
Por eso lo abrí. Se trataba de un sobre blanco, corriente, con mi nombre y dirección impresos con tinta informática y sin remitente. Sello de 38 céntimos y matasellos de Salamanca. Dentro, lo que parecía una carta con la compañía de una amarilleada cuartilla doblada por la mitad.
Decidí empezar por la carta.

Querido desconocido, te he escogido al azar para compartir la experiencia humana más fascinante en la que jamás hayas participado.
Todos y cada uno vivimos nuestras vidas en la ignorancia de que no somos seres aislados, con la indiferencia ante nuestros semejantes que nos impone la falsa convicción de que únicamente nuestras alegrías y tristezas, nuestros éxitos y fracasos nos pertenecen en exclusiva. Apenas conseguimos elevar nuestros sentimientos más allá de ese pequeño círculo con el que nos consideramos involucrados. Nos apartamos de quien no nos comprende y despreciamos a cuantos no nos esforzamos por entender.
Pero no hay nada más alejado de la realidad. Todos, los que somos y los que fuimos, formamos parte de una indivisible entidad, y cuanto acontece a cada parte de este complejo organismo que llamamos humanidad se aloja en nuestro preconsciente condicionando la naturaleza y el designio de nuestro espíritu.
Te invito a acceder a esta gran obra compuesta por el colectivo de nuestra especie y te aviso de que sólo serás capaz de disfrutar la belleza de esta armonía que todos compartimos si consigues franquear la barrera de tu propia censura de lo inmaterial. Observarás que la realidad confunde sus fronteras con nuestra imaginación y el poder de ésta es ilimitado.
No rompas esta cadena, no recibirás perjuicio a cambio por hacerlo, aquí no hay premio ni castigo. Por continuarla, únicamente la evidencia de que el mundo que compartimos pertenece más a la energía que nos une que a las distancias materiales que nos separan. Nunca volverás a estar solo.
Elige al azar, como yo he hecho, el nombre y la dirección de un desconocido —yo he utilizado el anuario de las paginas blancas—. Copia esta carta pero adjunta un texto que quieras compartir diferente del que yo te envío —esa es la premisa más importante de este experimento—. Yo he seleccionado para ti un fragmento de una carta atribuida a Albert Eisntein sobre la que quiero que reflexiones.
Y que tu intuición te guíe hasta la comunidad de la conciencia natural.

Desdoblé la cuartilla y leí el fragmento.

“No puedo concebir un Dios personal que directamente influiría en las acciones de los individuos, o directamente se sentaría a enjuiciar a las criaturas de su propia creación. No puedo hacer esto a pesar de que la causalidad mecánica hasta cierto punto, ha sido puesta en duda por la ciencia moderna. Mi religiosidad consiste en una admiración humilde del espíritu infinitamente superior que se revela en lo poco que nosotros, con nuestro entendimiento débil y transitorio, podemos comprender de la realidad. La moralidad tiene la más alta importancia, pero para nosotros, no para Dios.”

Todos estamos aburridos de recibir, al abrir el correo electrónico, docenas de estas cadenas cargadas de moralina que te invitan a reenviarlas a tus amistades bajo el augurio de que los dioses, con sonrisa de domingo de Pentecostés, llamarán a tu puerta en el plazo de unos días portando tus más profundos deseos envueltos en papel de regalo. Aunque, por lo visto, las modas cambian y evolucionan siguiendo una oportuna pauta estimulante que consiga regenerar nuestro interés. No dudé de que la carta procediese de algún conocido que, amparado bajo el disfraz de mensajero anónimo, hubiera puesto en marcha un mecanismo que terminase cerrando un círculo en cuyo centro, su ego, consiguiese hacer acopio de las proteínas equivalentes a un cocido madrileño. No obstante, y como nunca he considerado la curiosidad como un defecto, decidí seguir su mismo proceso. Escogí, en las páginas blancas, un apellido popular y una dirección de Jaén. Repetí la carta que me había sido remitida y, pese a la advertencia, no me moleste en cambiar el texto del fragmento adjunto, añadí la misma cuartilla que me habían dedicado. La pereza sí se merece la reputación de defecto pero no recuerdo haber dicho en ningún momento que yo no abuse de ella.
La envié, de igual manera y sin remitente. Y olvidé el asunto.

Sigo sin saber por qué conservo el buzón en la puerta de casa, la esperanza es lo último que se pierde, y no soy capaz de convencerme de que algún día no recibiré la comunicación de algún pariente misterioso legándome una paradisíaca isla en cualquiera de los mares que no aparecen en los mapas. También la educación cuenta, y no quiero perder las formas con esa araña que lleva meses viviendo dentro y es la primera en saludarme al llegar.

Tardó un mes en aparecer otro sobre, también blanco, aunque esta vez con forma apaisada. De nuevo mi nombre, mi dirección, y el mismo importe de sello pero con la variante de llevar estampilla de Zaragoza. Carta, y amarillenta cuartilla doblada por la mitad.

Querido desconocido, aunque te he escogido al azar no dejo de lamentar que no hayas sido capaz de confiar en la experiencia humana más fascinante que jamás se te hubiera planteado. Todavía no has conseguido traspasar esas barreras inmateriales que te impiden disfrutar la belleza de esta armonía que todos compartimos. Acaso en esta ocasión decidas no despreciar aquello que aún no alcanzas a entender, pero no dudes de que más allá de lo que perciben nuestros sentidos se encuentra la verdad.
¿Quién pudiera saber que no te involucraste a participar, que no cambiaste el fragmento que te fue enviado?, te preguntarás. No busques entre nosotros conexiones ordinarias, el camino ya te fue indicado y la respuesta sólo la podrás hallar en tu interior, en ese interior en el que, si aprendes a observar, nunca encontrarás soledad. Cuando te enfrentes al espejo, recuerda que lo que no se refleja es más importante que la imagen que descubres. Y al levantarte, cada mañana, abre la parte de tu voluntad donde se encuentra el cajón de los sueños olvidados, ellos guardan el secreto de tu hoja de ruta.
            ¿Cómo ha llegado hasta mí tu desconfianza por cuanto te fue revelado? Seguramente en este momento te estés haciendo algunas preguntas. ¿Es posible que la armonía pueda estar velada por tantas y tan diversas formas? ¿Será imposible encontrar una expresión de la verdad que sea incluyente y no excluyente? ¿Habrá una enseñanza de la sabiduría que venga a satisfacer la necesidad universalmente sentida? Ese es el maravilloso misterio de la esencia que compartimos y quizás, ahora, comprendas que el cuerpo no es más que la armadura que encierra nuestra verdadera identidad, una coraza que no fue diseñada para protegernos ante los demás sino con el fin de incubar nuestro intelecto. Manéjalo con la destreza que te conduzca a vivir, pues esa pequeña parte que está al cómodo alcance de la mano del indolente sólo permite el más primitivo nivel de supervivencia. La luz del faro no sirve de guía para el barco sino para el hombre que lo gobierna. El concepto se reduce, por consiguiente, a la actitud de cada individuo, ya que ningún grupo es mayor que las unidades que lo integran.
Te devuelvo el fragmento que debiste conservar, con la esperanza de que esta vez no te pierdas en el camino que ha de llevarte hasta la comunidad de la conciencia natural.

Empiezo a entender porqué conservo el buzón en la puerta de casa. Hay ocasiones en las que la imaginación reivindica su autonomía y nos empuja a confundir la realidad con esos espejismos que conservamos en nuestro guardarropa y gracias a los que, durante los tramos solitarios del camino ya recorrido, pretendimos remediar el vacío. Son momentos en los que tratamos de esquivar la verdad, esa verdad que sólo cada uno presume conocer, y nos deslizamos entre la suavidad con que nos acogen las sábanas de nuestros engaños más íntimos. Nos concedemos el placer de permitir que el criterio se marche de vacaciones para poder vagabundear con el imaginario de lo que nunca fuimos, hasta que alcanzamos ese occidente en el que la evidencia ya no es explicable sin el narcótico de la ficción.
Pero hay algo que sigo sin entender, y me inquieta: ni mi nombre ni mi dirección figuran en el anuario las páginas blancas.
Os dejo al claro de esta luna ya casi llena y yo me marcho a dar un paseo, tengo mucho sobre lo que reflexionar.

Oscar da Cunha

8 de septiembre de 2014 

4 comentarios:

  1. Sofocar la imaginación. En todo lugar y a cualquier precio. La repetición no es sino el síntoma de este grave anhelo.
    Curiosamente nos pasamos la vida buscando ganar espacio en la eternidad, mientras cada segundo la perdemos en ella, la imaginación sofocada.
    Un texto profundo y a la par hermoso.
    Te felicito amigo.
    Recibe un fraternal abrazo.

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  2. Muy profundo tu relato. Me ha encantado
    Un beso Oscar, hacia mucho que no pasaba a saludarte

    Isa

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