Serían más de las
once; sí, seguro, hacía un buen rato que las campanadas de la iglesia habían
tañido once veces. Entré en la taberna, necesitaba un café; bueno no, para que
nos vamos a engañar, nadie necesita un café después de las once si se ha
levantado cuatro horas antes; lo que me hacía falta era un retrete, aunque
tampoco me urgía y en los alrededores cualquier árbol hubiera sido suficiente,
necesitaba hacer tiempo. Los malditos relojes tienen la caprichosa costumbre de
moverse a su voluntad, si vas ajustado de horario, vuelan; por el contrario,
cuando toca esperar, las agujas se inmovilizan, ¡qué digo!, se te ríen a la
cara, te desafían retrasando su movimiento hasta que tu paciencia llega a su
Finisterre.
A lo que iba, entré
en la taberna y pedí un café. En la barra, un tipo se sujetaba a la realidad
gracias a su vaso de vino.
—¡Eh, tú!
Miré a mi
alrededor, no había nadie más, luego ese: “eh, tú” era para mí. El tipo era
alto y ancho, aunque en su espalda se notaba que lo que había en su cabeza
pesaba demasiado; se me acercó arrastrando unas gastadas botas sin soltarme la
mirada de los ojos; él los tenía de un negro que podría competir con el
azabache, los míos como siempre, corrientes. Su mirada era frontal, directa; la
mía oblicua, con ese gesto que tengo tan ensayado y que me hace parecer un tipo
duro.
—¿Conoces
la leyenda de Lisardo Vargas? —Su voz era pastosa; ¡no!, más bien era atrasada,
con a, como si antes de salir por su boca, franquease un túnel en el que sus años
bisiestos duplicaran los míos.
—¡Sí, sí
por supuesto! —Fue la desdeñosa respuesta que utilicé para quitármelo de
encima; el café de mi taza estaba recién hervido, si la cosa se ponía fea no me
iba a pillar desarmado.
—¡Y un
cojón! ¡Ya quisieras!
Se retiró
hasta su vaso con la sonrisa del que calla otorga y no hay más ignorante que
quién se niega a escuchar una confesión de taberna.
La curiosidad mató al gato y yo,
afortunadamente, todavía conservo tres de mis siete vidas; las manecillas del reloj
aún me traicionaban y decidí acercarme a él.
—¿Sabes?
—Esta vez mi tono era más humilde aunque el café en mi mano seguía caliente,
algo se aprende después de cuatro fracasos.
»Creo que me he
confundido, la de Lisardo Vargas no la conozco.
—¡Ya! y como te
sobra tiempo has decidido escuchar a un borracho. Te he visto mirar el reloj.
—Sí —confesé, es
mejor pecar de sincero que de curioso.
—…tá bien, pero me
pagas el vino.
—Faltaría…
—Verás —comenzó
con un aspaviento triunfante—. El tal Lisardo era contrabandista, eso por aquí
no tiene ningún mérito, por estos montes hay mil senderos cuyos tramos nunca
sabes a qué país pertenecen, quien no pasaba tabaco lo hacía con medicinas,
licores… Luego llegaron las radios…, hasta con ganado se les ha engañado a los
carabineros. Pero Vargas era especial, él traficaba con lo más importante que
te puedas imaginar.
Me miró con sus
ojos negros, quería la pregunta, les pasa a todos los que cuentan leyendas, es
parte de la moneda con la que cobran.
—¿Con qué? —Le
seguí la jugada y aguanté la prolongada pausa, no es mi primera taberna.
—Lisardo Vargas
traficaba con ideas —Se bebió el vino de un trago y golpeó la barra con el vaso
vació.
»¡¡Ideas!! —Se
señaló con el índice la sesera.
»No existe nada
más caro en esta vida.
—Entiendo —le
solté.
—¡Qué coño vas a
entender! Eran los tiempos de la posguerra, y los que pensaban se tuvieron que
marchar. Él cogía las ideas y las pasaba de contrabando, era la mercancía que
mejor se recibía, la que le daba un soplo de esperanza a la gente, la que les
hizo aguantar sin resignarse, sin malgastar el carácter que tenían luchando
contra una situación que no podían cambiar.
—¿Y cómo acabó?
—El café ya se me había enfriado.
—Lo fusilaron.
—¡Vaya! Mala
suerte.
—Dos veces, lo
fusilaron dos veces —El tipo me miró con orgullo, apoyado sobre la barra con el
codo derecho.
—¿Dos veces?
—¡Sorprendente!
¿Verdad? Es lo que tiene traficar con ideas, de todas ellas se guardó la mejor.
Me dio unas
palmaditas en el hombro y desapareció de la taberna arrastrando sus viejas
botas.
Me quedé un rato
pensando, hasta que escuché la campanada de la iglesia dando la media, llamé al
tabernero.
—Cóbrame el café y
el vino de…
—Lisardo Vargas
—me contestó.
Oscar da Cunha
21 de Agosto de
2013
Oscar, cada vez que empiezo a leer tus relatos me pregunto siempre con que final me sorprenderás, después de llevarme de la mano por el, espero que sigas apretándome la mano para que no me suelte. Un abrazo.
ResponderEliminarUn placer sentir tu mano, aunque sea en la distancia, espero pronto poder volver a hacerlo en persona.
EliminarUn fuerte abrazo.