Pasa durante las frías noches de invierno,
cuando los caminos se llenan de historias sobre él, es imposible, todas no
pueden ser ciertas. Conozco esas conversaciones de taberna, las manos aferradas
al vaso y la mirada fija en la botella, el calor del aguardiente al pasar por
la garganta y las sombras de las ánimas, vencida ya la medianoche, empujan a la
exageración.
La voz del tuerto, rota por las madrugadas de
helada acosando lobos, rebota en las paredes de la cantina, ninguno se atreve a
ignorarle.
—Eso era por su gran tamaño —desde el fondo, desde
esa esquina que desprecian los quinqués, contesta otra voz, esa, ni yo mismo la
conozco—, incluso de entre los mares más profundos, nunca lo hubo capaz de
cubrir por encima de su pecho.
—Por un engaño le robaron la vista. El
oráculo le envío en busca del sol, persiguiendo su resplandor, quien orientó su
camino. Mi pócima le dio a conocer el amor, y ella convenció a su hermano, la
luz volvió a llenar sus otrora vacíos ojos.
—Conozco tus brebajes, hechicero, no son más
que sangre de rata mal diluida en este aguardiente de gato muerto con el que
nos envenena el mesonero.
A
quién llaman “el negro”, y no sólo por el color de su sotana, no pierde vez
para impartir su rencor; le dejamos hablar, todos lo hemos reconocido, alguna
vez, desenterrando el cadáver del que ayer tuvo vida, para arrancarle su alma.
»Eran esos perros, los que siempre le
acompañaron, ellos fueron sus guías entre las sombras, el sustituto de esos
ojos que entregó a la lujuria en una noche de vino negro.
—¡Ignorantes! ¡Lenguaraces! ¡Nada sabéis! Fue
un extraordinario cazador, a su paso no dejó bestia con vida sobre la tierra.
Reconozco esa garganta si bien jamás lo tuve
delante, es la del barquero, me estremece verlo sentado a mi mesa. Arrugado,
con sus ojos vidriados como el cristal de la botella que estamos compartiendo.
»A mi me encomendaba el cadáver de todas sus
presas, pasé noches enteras cruzando sus despojos al otro lado. Cíclopes,
basiliscos, minotauros…, nada resistió la puntería de sus flechas, ni la fuerza
de su tranca.
El golpe de su puño sobre la mesa hace temblar
los vidrios y marca un silencio, al viejo capitán lo tememos todos. No fue la
tormenta la que mandó al abismo su galeón con todos sus marineros, no fue por
suerte que sólo se salvara él, la falúa, y la bolsa de oros.
—¡El hijo de orines! Ni su potencia ni su
destreza. ¿Cómo creéis que se libró de aquél gigantesco escorpión? Su hedor lo
ahuyentó, aquél pellejo putrefacto de buey del que salió, continúa impregnando
su piel, incluso para los más lóbregos demonios del averno resulta
insoportable.
Sonrío
para mis vísceras pues todos dicen bien pero nadie conoce la verdad. Al salir
de la taberna, el crujido de la escarcha bajo mis botas, noche de helada, él
está ahí arriba. Suenan en mi memoria los últimos compases de la ópera que le ha
dedicado el undécimo hijo
de Bach, y sólo yo soy testigo de su auténtica historia. Nacido en el mes de
las flores, eso me lo ha contado Ovidio, y víctima de la traicionada flecha de
su amada Artemisa, por quien enloqueció de querer. Con el frío del norte,
Bellatrix, Rigel y Betelgeuse resplandecen magnificando el poderío del coloso. Mas
no fue su fuerza sino la pasión, quién consiguió resucitarlo, y en las orillas
de Eridanus continuó cortejando a la hija de Apolo, jurándole amor eterno. Pero
de los dioses hemos heredado nuestras perfidias, y quisieron ser los celos, el
vicio de la posesión, los que empujaron el rayo de Zeus que le partió en dos su
gran corazón.
Encogido bajo mi capa, desaparezco entre las
estrechas ruas que, rodeando el camposanto, conducen a mi refugio. Las luces,
fatuas, de los muertos, como cada noche se alejan de mi presencia; no es a mí a
quién temen, el cazador vigila mis pasos, y los canes que lo acompañan son
también mis compañeros.
Oscar
da Cunha
11
de Noviembre de 2012
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