“Esta es
una historia cruel, desangrada y anónima porque no es más que el relato de un
naufragio sin supervivientes. Una historia amarga, sombría e indescifrable como
un rostro sin mirada, solitaria por mi propia incapacidad de asumir la
condición humana que me fue concedida, que nunca merecí. Una historia llena de
noches sin días, de recorridos oscuros y soledades perpetuas como las nieves
del Sarhantal, de atronadores silencios y distancias sin medida. Una historia
que no merece ser leída por nadie, que escribo con la intención de enterrarla,
lejos de mí, para que cuando mis pasos no sean capaces de llevarme hasta el
abismo que me espera, nadie esté preparado para descubrir en ella al errante
que durante décadas pudo cruzarse en su camino. Una historia en la que ninguno
se encuentre pero donde todos podrían reconocerse. Desgraciadamente, no es más
que la historia de mi vida.”
Caminaba delante de mí, con pisada
serena y determinante pero sin dejar huella de su paso sobre el polvoriento
sendero. Del desordenado montón de páginas que llevaba bajo su brazo izquierdo
cayó la que supuse sería la primera y que contenía, escritas con tinta roja,
esas palabras que no pude evitar. Las leí por tercera vez, como tres deberían
ser las oportunidades que el destino nos concediese para no romper la piedra.
Cuando decidí alcanzarlo ya había desaparecido tras la curva con los restos de
la acacia que un día mató un rayo sin tormenta.
Sintió el sonido acelerado de mis
pasos, se lo dijo la tierra, lo sé porque él moderó los suyos. Debió sonreír,
lo sospeché cuando al aguantar su retirada comprendí que esa hoja no se había
caído, como nunca caen lágrimas de un modelo de barro. No conseguí llegar a su
altura pero sí junto a él; me vio sin mirarme y le tendí la hoja, esa maldita ráfaga
de viento se la llevó hasta el círculo más lejano del ocaso.
—Lo siento.
—¿Por qué? —preguntó.
—Intentaba devolvértela.
—No me hace falta, ya está escrita.
Sólo las hojas en blanco son las que importan cuando ya no puedes hacer
correcciones; cuando la sangre, convertida en tinta, ha traspasado la venda con
la que caminamos y es la única lágrima que nos está permitida derramar.
—Siempre se pueden hacer correcciones
—afirmé.
—Corregir es difícil, cambiar lo que
está escrito es imposible. ¿Lo has intentado?
—A veces.
—¿Y que has conseguido? —preguntó.
—Encontrar nuevos senderos —contesté.
—¿Y los anteriores? Esos que ya están
recorridos, se pueden desandar pero no conviene saludar sombras que ya no
tienen figura.
—No se debe olvidar, esa es la forma de
corregir —alegué.
—Entonces… si no se olvida… ¿para qué
la palabra escrita?
—Otros vendrán…
—Otros ya pasaron —me interrumpió—.
¿Por qué buscaste nuevos senderos?
—Y tú, ¿por qué escribes?
—Para poder olvidar.
—¿Dónde está el Sarhantal? —pregunté—. El de las nieves perpetuas.
—Ahora en tu memoria, tú lo leíste, yo
lo escribí para olvidarlo, como la historia de mi vida.
El sendero continuó mientras yo, sin caminar,
lo vi quedarse atrás. Esta vez sentado, inmóvil, negándose a afrontar más
camino.
Saqué la libreta que alguien me regaló
y escribí:
“No vuelvas a hablar con estatuas”
Pero repetiré, lo escribí para
olvidarlo.
Oscar da Cunha
14 de enero de 2104
Amigo Oscar, tienes el don de hacerme caminar junto a tus letras, que sepas que lo hago despacio y sin hacer ruido para no despertarlas. Un abrazo
ResponderEliminarChapeau Oscar !!!! Très beau récit qui nous empreigne immédiatement.. Merci
ResponderEliminarUn beso
Isa
fantástico
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